VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO I LA ROMA LEGENDARIA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.
CONTENIDO DE ESTE ARTÍCULO. 1. Rómulo y Remo. 2. El rapto de las sabinas. 3. La leyenda de los reyes romanos. 4. Bruto y la República naciente. 5. Horacio Cocles y Mucio Escévola.
Rómulo y Remo.
Una leyenda narra que veintitrés años después del comienzo de la cronología griega (723 A. C.), se fundó en el Lacio una pequeña ciudad que la historia denominaría «eterna». ¿Quién hubiera creído entonces que esa aislada aldea crearía un imperio mundial y marcaría su huella en el mundo entero? «Todos los caminos llevan a Roma», y Roma fue siglos y siglos, en la historia de la humanidad, el centro del mundo; primero, desde el punto de vista político, luego, en la esfera religiosa, y hubo un momento en qué también fue el centro artístico y literario.
Aquella pequeña localidad a orillas del Tíber albergó primero a míseros pastores y campesinos; la población de Roma no disfrutó de una cultura hasta más tarde, gracias a los etruscos y a los griegos de Italia meridional. Los romanos asimilaban mucho menos que los jonios las nuevas corrientes del pensamiento; como los espartanos, a quienes se asemejan en otros aspectos. Los romanos daban más importancia a la ética que a la estética. El romano era, ante todo, un hombre cumplidor. El deber era el objeto de su vida: lo que le daba sentido. La grandeza de los romanos radica en la creación de su Estado y en su estructura social. Por otra parte, la política es el terreno adecuado para que un hombre decidido encuentre toda clase de éxitos.
Griegos y romanos se complementaron mutuamente. Su íntegro carácter constituía, a la vez, su fuerza y su debilidad. La admiración que sentimos por la Hélade no debe hacernos olvidar la incapacidad de los pueblos griegos para realizar la unidad política. De la misma manera, pecaríamos de cortedad espiritual si reprochásemos a los romanos el no haber producido ninguna obra de arte, como las de Fidias, Praxiteles y Lisipo, o no haber escrito obras semejantes a las de Homero, Sófocles y Aristófanes. Sería -dice Teodoro Mommsen, el gran historiador de Roma- totalmente ilógico, desde el punto de vista histórico, alabar a los griegos y desdeñar a los romanos, o viceversa; la encina tiene tanto derecho a existir como la caña. No se trata de ensalzar o despreciar las dos creaciones políticas más impresionantes que nos ha dado la antigüedad, sino de comprenderlas; comprender que sus defectos son el reverso de sus cualidades. Lo admirable es que, felizmente para la humanidad, las orillas del mismo mar Mediterráneo hayan acogido a dos pueblos cultos de naturaleza tan dispar como griegos y romanos: idealistas los griegos; llenos de sentido práctico los romanos.
«La verdadera causa de las divergencias esenciales entre ambas naciones radica, sin duda alguna, en el hecho de que el Lacio, a diferencia de la Hélade, no fue fecundado por Oriente en el momento de su nacimiento político». Aunque con ciertas reservas, esta opinión de Mommsen puede admitirse.

He aquí lo que nos cuenta la leyenda:
En el Lacio, el país de los latinos, había varias ciudades y una de las más antiguas era Alba-Longa, fundada por el troyano Julus, llegado al Lacio con su padre Eneas, después de diversas aventuras. Reinaba allí, en el siglo VIII A. C., un rey llamado Numitor, hombre apacible y bueno; su hermano menor Amulio, cruel y ambicioso, expulsó a aquel rey del trono y mandó asesinar al hijo de Numitor y consagrar a su hija al servicio de la diosa Vesta, protectora de la familia y del hogar, para impedir que Numitor pudiera tener herederos. Las vestales se ocupaban de mantener el fuego sagrado que ardía en el altar de la diosa y estaban obligadas a la más rigurosa castidad. Pero Marte, dios de la guerra, se enamoró de la encantadora princesa y de su unión nacieron dos gemelos, Rómulo y Remo. Asustado el cruel Amulio, ordenó que arrojaran a los dos gemelos al Tiber, pero el servidor del rey, más piadoso que su señor, depositó a los niños en una cesta y los confió a las aguas del río. La cesta se detuvo en una orilla y el dios Marte se apiadó de sus hijos y mandó a uno de los animales que estaban consagrados que prestara auxilio a los niños: una loba sedienta vino a beber a la orilla del río y los alimentó con su leche.
Un pastor que descubrió a los dos niños, los llevó a su casa y cuidó de ellos. Los pequeños crecieron en un ambiente sano junto a los hijos de los pastores y se fortalecieron luchando con las fieras y los bandidos. Un día, Numitor los encontró y por las preguntas que hizo al pastor acerca de ellos intuyó que se trataba de sus nietos. Numitor les reveló todo el daño causado por Amulio; entonces, Rómulo y Remo reunieron una tropa de pastores que se apoderaron del usurpador, le dieron muerte y luego devolvieron el trono a su abuelo. Ellos se instalaron en una colina, cerca del lugar donde fueron alimentados por la loba y la rodearon con un muro de piedra. Así cuenta la leyenda los comienzos de la ciudad de Roma.
Rómulo fue el primer rey de la ciudad, pero Remo, envidioso, quiso demostrarle su superioridad insultándole en público y saltando por el muro que su hermano había construido. Rómulo se encolerizó tanto, que se abalanzó sobre su hermano y le mató, exclamando «¡Esto le ocurrirá a quien atraviese los muros!». El tema del niño encontrado y salvado milagrosamente aparece ya en la leyenda babilónica de Sargón I, en la persa de Ciro y en la griega de Edipo. En el primer relato, el niño es dejado cerca de la orilla; en los dos últimos, los pequeños son salvados por un pastor, y ambos motivos aparecen en la leyenda romana.
La época del primer asentamiento humano en Roma se remonta, sin duda, más allá de 753 A. C., quizás antes del año 1000 A. C. «Roma no se hizo en un día». Es evidente que el desarrollo de la ciudad no puede explicarse sólo por la energía de su población, sino que contribuyeron también circunstancias geográficas y económicas. Roma era una de tantas ciudades pequeñas que antaño llenaron la Campania. La mayor parte han desaparecido, pero Roma existe todavía y sigue siendo una urbe de importancia mundial. Se elevó muy por encima de las demás ciudades, gracias ante todo, a su posición favorable en el Tíber, la arteria del Lacio. Roma debe significar «ciudad junto al río», cuya desembocadura permitió el asentamiento de un puerto muy frecuentado y el único de Italia central en aquella época. Las colinas de piedra volcánica en donde Roma surgió constituían el primer lugar que ofrecía excelentes posibilidades defensivas. Además, las colinas proporcionaban residencia más sana que la Campania, tierra pantanosa y de fiebres endémicas.
Desde remotos tiempos, el Tíber formaba una frontera natural entre el Lacio y sus vecinos del norte. Roma aún poseía otra innegable ventaja sobre las demás ciudades del Lacio: disponía de sal. Durante mucho tiempo, de las marismas salinas sitas junto a la desembocadura del Tíber, se llevaban a través del Lacio grandes cantidades de sal hasta los pueblos montañeses del nordeste. La ruta comercial que originó este tráfico se llamó Via Salaria (camino de la sal), y aún sigue llamándose así. Roma era, pues, el lugar del Lacio que mejor se prestaba al establecimiento de una ciudad fortificada y comercial. Levantada al principio sobre una colina, se fue extendiendo después hasta ocupar siete, por lo que se denominó «la ciudad de las siete colinas». En la Roma de nuestros días no se aprecian estas siete colinas debido a las devastaciones sufridas por la ciudad en la antigüedad y en el medioevo. Destrucción total, sólo ha sufrido una: la del año 387 A. C. (invasión de los galos); pero en la época del emperador Nerón, por ejemplo, gran parte de la urbe fue destruida por un incendio. Después de tales cataclismos se levantaban nuevos barrios sobre las ruinas anteriores, lo que explica que el suelo entre colina y colina sea, en algunos lugares, unos pocos metros más elevado que el primitivo.
En la antigüedad, más que ahora, la urbe era un organismo vivo y sus habitantes vivían con mayor intensidad que nosotros la vida de su ciudad. Y ninguna como Roma supo captar la preocupación de sus ciudadanos: ninguna otra despertó un orgullo semejante, un patriotismo igual, a la vez noble y mezquino. Para los romanos, Roma era «la ciudad» por antonomasia, estaba por encima de las demás; la llamaban sencillamente Urbs.
El rapto de las sabinas.

Para que la ciudad creciera con más rapidez, Rómulo dio asilo a los fugitivos de todos los poblados y aldeas cercanos, y ello motivó que acudieran a establecerse en Roma muchos desterrados y aventureros. A causa de ello, los pueblos vecinos no quisieron mantener contacto con una población de tan dudosa fama. Entonces, a Rómulo se le ocurrió organizar una fiesta religiosa seguida de grandes competiciones deportivas. Con este pretexto, los habitantes de otras ciudades que deseaban visitar la nueva urbe decidieron hacerlo, pese a la detestable reputación de sus habitantes. Los sabinos, pueblo originario de los Apeninos, acudieron en tropel. Durante las competiciones, y a una señal de Rómulo, los romanos se abalanzarons sobre los espectadores y raptaron a las muchachas sabinas.
Cuando los invitados regresaron a sus hogares y se recobraron un tanto, reemprendieron a poco el viaje a Roma para castigar a Rómulo y a sus insolentes súbditos. El combate fue terrible. Pero las sabinas, desmelenadas y rasgados los vestidos, mediaron en la refriega para separar a los combatientes. El hecho no tenía remedio: ya eran esposas de los romanos, ¿para qué, pues, luchar? Por eso suplicaban a los sabinos: «¡No matéis a nuestros maridos!»; y a los romanos: «¡No matéis a nuestros padres y hermanos!». Esta inesperada intervención ocasionó una reconciliación general: los antagonistas, no sólo pactaron la paz, sino también un tratado de alianza. Romanos y sabinos formarían un solo pueblo y ambos se establecerían en una de las colinas de Roma. Así, al menos, lo cuenta la tradición.
La leyenda de los reyes romanos.

El sucesor de Rómulo fue Numa Pompilio, elegido rey gracias a la simpatía que despertó en sus compatriotas su sabiduría y amor a la justicia. Se le atribuye la reglamentación de las ceremonias y costumbres religiosas de los romanos. Confió la dirección del culto a sacerdotes colegiados. Uno de estos organismos estaba compuesto por los augures que interpretaban la voluntad de los dioses por el vuelo de las aves y otros presagios. Otra función religiosa de importancia capital era la adivinación mediante el examen del hígado y visceras de animales sacrificados. Numa edificó un templo a Jano, el dios del tiempo y de los dos rostros, santuario que sólo se abría en tiempo de guerra. Durante todo el largo reinado de Numa nunca fue preciso abrir las puertas del templo; pero después sólo se cerraron una vez en toda la historia de Roma hasta el emperador Augusto.
Tulio Hostilio fue un rey belicoso que incluso declaró la guerra a Alba Longa, la metrópoli de Roma. Pero los ejércitos de ambas ciudades alineados para lanzarse uno contra otro, no se decidían a entablar una batalla que juzgaban impía entre dos ciudades unidas por tantos lazos. Al fin, determinaron zanjar el conflicto con un duelo. En las filas de ambos ejércitos había tres hermanos: los tres Horacios en el ejército romano, y los tres Curiacios en el de Alba Longa. Uno y otro ejército convinieron en elegir a los tres hermanos de su bando respectivo para que se enfrentasen y decidieran la contienda, determinando de antemano que la patria de los vencedores reinaría en la otra nación.
A una señal convenida, los seis muchachos se lanzaron al combate. Después de una lucha indecisa cayó un romano; luego cayó, mortalmente herido, otro romano. Los Curiacios estaban también heridos, pero eran tres contra uno. Los albanos estallaron en aclamaciones y los romanos perdieron toda esperanza. En una estratagema para separar los adversarios, el Horacio superviviente emprendió la fuga. Sucedió lo que esperaba. Al poco rato, el romano se detuvo: ahora podía enfrentarse contra un solo Curiacio, el más cercano. El romano se arrojó contra el enemigo aislado y le venció. Luego, de igual manera consiguió dejar fuera de combate a los otros dos. Los romanos rugieron de alegría y Alba se sometió a los romanos, dice también la leyenda.
El Horacio vencedor fue llevado en triunfo hasta Roma al frente del ejército y a las puertas de la ciudad salió a recibirle una hermana suya que estaba prometida a uno de los Curiacios. Al ver las vestiduras ensangrentadas de su prometido entre los trofeos de su hermano, no pudo contenerse y lloró. Horacio, ciego de furor, se arrojó sobre su hermana y la atravesó con su espada diciendo: «Perezca así cualquier romano que llore la caída del enemigo». Este horrible acto del vencedor acalló las aclamaciones de los romanos, y a pesar del inmenso servicio prestado a su patria, Horacio fue detenido y condenado a muerte. Pero el pueblo escuchó la súplica de su anciano padre y perdonó a su último hijo.
La tradición atribuye a Servio Tulio la organización y consolidación de las instituciones políticas, como las atribuidas a Numa en la esfera religiosa. Servio Tulio estableció un impuesto general y decretó el servicio obligatorio para todos los hombres en edad militar. Según la misma tradición, dividió al pueblo en cinco clases y cada una en centurias, basadas en la fortuna de cada ciudadano y en las obligaciones fiscales y militares que de ella se derivaban. Esta clasificación era válida tanto en el campo de batalla como en el Foro, donde se reunía la asamblea popular. Los conceptos de soldado y ciudadano se identificaban de tal forma que las deliberaciones de los representantes del pueblo estaban influidas por la disciplina militar. Cada centuria tenía un representante en la asamblea. Había 193 centurias en total, pero más de la mitad, 98 exactamente, las integraban los ciudadanos más ricos. Bastaba que estas centurias coincidieran para resolver en pro o en contra cualquier decisión de la asamblea; por el contrario, la quinta clase casi nunca tenía ocasión de votar. El sistema gubernamental establecido por Servio Tulio funcionaba como «un régimen aristocrático disfrazado de democracia».
El célebre Senado romano, otro elemento aristocrático de aquella sociedad, era un «consejo de ancianos» comparable a la institución homónima de Esparta y al Areópago ateniense. Se reunía en la Curia, uno de los edificios oficiales del Foro. Este venerable consejo se componía de trescientos ciudadanos escogidos entre los más prudentes y experimentados. «Su solidez y su competencia política, su unidad y su patriotismo, su fuerza y su indomable valor hicieron del Senado romano el cuerpo político más importante que haya existido jamás…», dice Mommsen. «Era una asamblea de reyes que sabían combinar su devoción a la República con un despotismo vigoroso. No ha existido ningún Estado que haya poseído un organismo representativo tan poderoso y digno».
Servio Tulio tuvo dos hijas, ambas llamadas Tulia. La mayor era apacible; la menor, violenta y apasionada. Las casó con dos primos de la familia de los Tarquinos. El mayor de los yernos era impetuoso, lleno de ambición; el más joven, apacible y pacífico. Sin duda, Servio creía que era más conveniente unir las parejas por carácteres contrarios. Pero no puede casarse el agua con el fuego. ¿Fue una coincidencia, o podemos considerarla como tal, la muerte casi simultánea del menor de los Tarquinos y la mayor de las Tulias? Lo cierto es que el viudo y la viuda, después se casaron y el nuevo matrimonio acabó con el sosiego del Rey Servio, pues su hija no cesaba en exhortar al marido a que expulsara a su padre del trono. Por fin, Tarquino decidió adueñarse el poder: mató a su suegro y subió al trono. Era el séptimo Rey de Roma.

El crimen engendra el crimen. Una vez en el trono, Tarquino mandó asesinar o desterrar a cuantos sospechaba que eran partidarios de Servio, confiscó los bienes de otros romanos cuya fortuna codiciaba e hizo gala de un orgullo tan desmesurado que le mereció el sobrenombre de «el Soberbio». Pronto, nadie se sintió seguro al alcance del Tirano. Su propio sobrino Junio tuvo que fingirse loco para escapar de su tío y por tal causa éste le apellidó Bruto, «obtuso».
Tarquino y uno de sus hijos, Sexto Tarquino, eran odiados por todos. El libertino joven concibió una violenta pasión por la mujer de su primo, la bella Lucrecia. Quebrantando las leyes de la hospitalidad, quiso forzar a Lucrecia al adulterio amenazándola con su espada. Pero Lucrecia no temía morir. Entonces, imaginó una diabólica estratagema: si Lucrecia no cedía mataría a un esclavo, le acostaría desnudo al lado de ella y simularía después haber vengado el honor de su primo. «Esta amenaza afrentosa -dice Tito Livio- dio al traste con su inocencia, por otra parte inquebrantable». Satisfecho de su triunfo, Sexto Tarquino abandonó la estancia.
Al día siguiente, Lucrecia llamó a su padre y a su marido ausentes, para que acudieran junto a ella acompañados, cada uno, de un fiel amigo. La hallaron desesperada y les relató lo ocurrido. «Pero -concluyó- sólo mi cuerpo será mancillado; mi alma es pura. Mi muerte lo atestiguará. ¡Dadme sólo la seguridad de que el malvado no quedará impune!». Dicho esto se hundió un puñal en el corazón. Bruto, que estaba presente, sacó el arma de la herida y la blandió en el aire diciendo: «Juro por esta sangre, ante vosotros y ante los dioses, que desde ahora emplearé el hierro y el fuego y todo cuanto esté al alcance de mi mano en perseguir a Tarquino el Soberbio, a su impía esposa y a toda su familia; no tendré momento de reposo mientras ellos u otros reinen sobre Roma».
La población romana enteróse del crimen de Sexto y se indignó. En el Foro, Bruto arengó a la multitud con frases violentas contra los crímenes de Tarquino e incitó a los romanos a que depusieran al Rey y a toda la familia. Se supone que estos sucesos acaecieron en 509, casi al tiempo en que los atenienses expulsaban al tirano Hipias.
Los historiadores modernos interpretan este relato del derrocamiento de los Tarquinos como la liberación de Roma del yugo de los etruscos, con una descripción embellecida con motivos legendarios. En general, hoy se cree que Roma era en su origen una ciudad etrusca, opinión defendida en el siglo pasado por un investigador germano-danés, Niebuhr, especializado en historia romana y uno de los fundadores de la crítica histórica. Roma quizá nació con las conquistas etruscas de las aldeas latinas ribereñas del Tiber, bajo el reinado de los Tarquinos. Así, la revolución del año 509 sería una reacción nacional de los latinos contra la dominación de los etruscos. En efecto, parece que hubo una familia de Tarquinos que reinó en Roma y fue expulsada de ella. Se cree haber encontrado su tumba familiar en la ciudad etrusca de Caere, lo que podía corroborar esta teoría.
Roma se convirtió en República. Los poderes supremos eran detentados por dos cónsules, de elección anual por representantes del pueblo. Pueden ser comparados a los arcontes de Atenas. Durante su mandato, los cónsules eran precedidos a su paso por doce líctores que llevaban un hacha envuelta por un haz de varas, símbolo de la autoridad consular, y que hablaba con más elocuencia que las palabras sobre el derecho que tenían los cónsules de azotar o decapitar a quienes se rebelaban contra su poder; sin embargo, sólo podía decapitarse a un individuo en caso de rebelión durante una campaña militar. En tiempo de paz, bastaban las varas para mantener el debido respeto al consulado. La autoridad de los cónsules era limitada por el mandato anual; además, eran dos y se vigilaban mutuamente.
Bruto y la República naciente.
Bruto fue quizás uno de los primeros cónsules de Roma. Pese a las violencias y exacciones de Tarquino el Soberbio, algunos romanos lamentaron su marcha, sobre todo algunos jóvenes ociosos que participaban de la vida desenfrenada del hijo de Tarquino y a quienes parecía duro someterse a la disciplina de los cónsules. Tarquino envió mensajeros secretos a esos fieles y a otros descontentos y los conjurados se comprometieron a abrir las puertas de la ciudad a la familia real.
Cuenta la leyenda que los dos hijos de Bruto participaban en la conspiración, que fue descubierta y los conjurados condenados a muerte. Los cónsules mandaron cumplir la sentencia en el Foro y Bruto y su colega estaban presentes. Los líctores desnudaron a los condenados, los azotaron y les cortaron la cabeza. El historiador romano Tito Livio cuenta: «Durante todo este tiempo, las miradas se dirigían a Bruto, a su rostro y ademanes; todos veían cuánto sufría el padre mientras el magistrado castigaba a los culpables».
Tito Livio, que vivió entre el 59 A. C. y el 17, escribió la famosa historia de Roma que comprende desde la fundación de la ciudad hasta el año 9 A. C. Su obra es emotiva, pero poco crítica. Constaba de unos 142 libros, de los que se han conservado del 1 al 10, del 21 al 45 y un fragmento del 91. Cualquier lector de espíritu crítico preguntaría a Tito Livio: ¿Cómo es posible que Bruto tuviera dos hijos adultos cuando fue depuesto Tarquino, si todavía era muy joven a la caída del tirano?
Poco después de aquella ejecución, Bruto sucumbió en un combate contra las tropas etruscas de Tarquino. Se batió en duelo con uno de los hijos del rey y perdió la vida. Los romanos le lloraron como a un padre.
Horacio Cocles y Mucio Escévola.
Los romanos vencieron al fin a los etruscos, pero Tarquino no perdió la esperanza de reconquistar su trono. En sus aspiraciones fue ayudado por un poderoso rey etrusco, Porsena (también conocido como Prosena o Porsina), que atacó a los romanos con un poderoso ejército, los derrotó y persiguió hasta el puente que franqueaba el Tíber y daba acceso a Roma. Nadie sabe qué hubiera ocurrido si Horacio Cocles «El Tuerto», no hubiese estado ahí.
«Se encontraba guardando el puente -dice Tito Livio-. Al ver que con un ataque repentino los enemigos habían conquistado el Janículo y descendían de allí con paso acelerado, y que la multitud desordenada de sus soldados abandonaba las armas y las filas, detuvo a algunos cerrándoles el paso y, poniendo por testigos a los dioses y a los hombres, les reprochó su error en abandonar su puesto y huir; porque si atravesaban este puente y le dejaban intacto detrás de ellos, pronto habría tantos enemigos en el Palatino y en el Capitolio como en el Janículo. Por eso les exhortaba a que cortasen el puente con hierro, o fuego o cualquier medio de destrucción que tuvieran a su alcance; mientras, él sostendría el ataque contra el enemigo en tanto quedase un solo hombre que quisiera impedirlo. Dicho esto, se dirigió a la entrada del puente y fue maravilloso verle, entre todos los que volvían la espalda huyendo del combate y abandonando la lucha cuerpo a cuerpo, pelear el solo con una audacia que asombraba al enemigo. Hubo sin embargo, dos hombres que rivalizaron en valor con él: Espurio Marcio y Tito Herminio, célebre ambos por su nobleza y hazañas. Con ellos sostuvo durante cierto tiempo el primer choque de este peligroso ataque y la fase más violenta del combate; luego, al no quedar del puente más que un pasillo y llamarles quienes lo cortaban, ordenó a sus acompañantes que se retiraran a lugar seguro. Despues, dirigiendo miradas amenazadoras hacia los jefes etruscos, les desafió a todos y a cada uno diciéndoles: ¡esclavos de tiranos soberbios, os olvidáis de vuestra propia libertad y venís a quitar la ajena! Los etruscos, asombrados, se miraron unos a otros dudando en seguir la lucha; les acometió un sentimiento de vergüenza y, dando terribles gritos, se arrojaron contra el único enemigo que les hacía frente. Redoblaban los golpes sobre el escudo de Horacio Cocles, y este siguió obstinado en interrumpir el paso del puente sin que los etruscos lograran derribarle. Al fin, el estrépito del puente que se hundía y los gritos de alegría de los romanos al ver terminada su obra, detuvieron de repente el ataque enemigo. Entonces, Cocles exclamó: «Padre Tiber, dios santo, a ti me encomiendo! ¡Recibe benigno estas armas y este soldado en tu lecho!». Y completamente armado, se arrojó al Tiber. A pesar de los golpes recibidos, atravesó el río y pudo reunirse sano y salvo con los suyos».
El valor de Horacio Cocles impidió que Porsena penetrara en Roma persiguiendo al ejército vencido, y entonces el rey etrusco determinó rendir por hambre a la ciudad. También entonces se salvó Roma por un acto de heroísmo, esta vez debido a un joven llamado Cayo Mucio. El héroe salió de la ciudad y penetró en el campo enemigo con un puñal escondido bajo el manto. Ante la tienda del rey, un oficial pagaba su sueldo a los soldados. Nadie se percató del extranjero. De repente, Mucio se arrojó sobre el hombre a quien se dirigía la mayoría de los soldados y, suponiendo que era el rey, le apuñaló. La víctima era el secretario de Porsena. En el acto, los soldados se apoderaron de Mucio y le llevaron ante el soberano.
El joven no mostró temor alguno. «Mi nombre es Mucio -dijo a Porsena-. Soy romano y quise matar al enemigo de mi patria. No tengo miedo a morir. No estoy solo; detrás de mí vendrán otros jóvenes romanos que intentarán conquistar el mismo honor». Porsena, enfurecido, amenazó al joven con quemarle vivo si no le revelaba en seguida qué planes tenían los romanos. «¡Mirad -dijo Mucio-, mirad qué poca importancia tiene el cuerpo para quien desea una gloria inmortal!». Y tras estas palabras puso la mano derecha en el fuego que ardía para el sacrificio. El Rey, no pudiendo contener su admiración, saltó de su asiento y ordenó a los guardias que alejaran al joven del altar. «¡Vete! -dijo-. Elogiaría tu valor si lo dedicaras al bien de mi patria».
Mucio quiso corresponder a la generosidad del Rey. «Tu magnanimidad conseguirá lo que no lograste con amenazas. Sabe que han jurado matarte trescientos jóvenes nobles romanos. La suerte me escogió a mí el primero; los otros vendrán uno tras otro hasta que el destino te haga caer en nuestras manos». Poco tiempo después, Porsena envió embajadores a Roma. El peligro que le amenazaba y el valor romano impresionaron al Rey y le movieron a firmar la paz. En cuanto a Mucio, después de su hazaña, fue apellidado «Escévola», es decir, «el zurdo», apodo con calidad de título honorífico y que el héroe transmitió a sus descendientes.
Tarquino era infatigable en cuanto a suscitar enemigos a los romanos. Después de los etruscos, instigó a los latinos contra la ciudad y la lucha fue muy violenta. El déspota, entonces ya anciano, intervino en ella y salió herido, pero al fin triunfaron los romanos. Tras esta derrota, huyó a Cumas, ciudad fronteriza griega, donde murió al año siguiente; con él desapareció el móvil de tantas perturbaciones.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO I LA ROMA LEGENDARIA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.