VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO I LA ROMA LEGENDARIA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.
CONTENIDO DE ESTE ARTÍCULO. 1. La retirada al Monte Sagrado. 2. Coriolano. 3. Decemviros y la Ley de las doce tablas. 4. Tregua en la lucha social. 5. Lucio Quincio Cincinato, dictador modelo. 6. Los galos destruyen Roma. 7. El Lacio, un pueblo de campesinos. 8. Vida y costumbres de la Roma antigua.
La retirada al Monte Sagrado.
La población de Roma se componía de ciudadanos libres y esclavos, como la población de Grecia. Desde tiempos remotos, los ciudadanos libres se clasificaban en patricios y plebeyos, ambos grupos separados por una barrera infranqueable. Los miembros de las antiguas familias romanas eran patricios: sus antepasados fueron consejeros reales y ello les confería derecho hereditario a participar en el Senado. La palabra patricio viene de pater (padre), y los que formaban el «consejo de ancianos» eran los padres del Estado. Los senadores fueron en su origen asesores del Rey; por regla general, los patricios poseían latifundios y fortunas cuantiosas en dinero contante, y por su nacimiento y potencial económico, dominaban la sociedad y la dirigían tanto en tiempos de guerra como de paz. Cónsules y senadores se elegían entre ellos, y sus representantes reuníanse en un lugar consagrado en las cercanías del Foro, donde se discutían leyes y se decidían asuntos políticos importantes.
Los que inmigraron luego a Roma y sus descendientes, modestos campesinos y trabajadores manuales casi todos, eran considerados plebeyos. Aunque esta clase superase en importancia numérica y estuviera dispensada del servicio militar y del pago de impuestos, no tenía ninguna influencia en el gobierno. La posición política y social de los plebeyos nos recuerda la de los periecos en Esparta. Estos campesinos plebeyos eran los más perjudicados con las incesantes querellas vecinales, y con frecuencia tenían que pedir préstamos a los patricios. Cuando un deudor no podía pagar los usurarios intereses exigidos, una rigurosa ley autorizaba al acreedor a encarcelar o a reducir a esclavitud al deudor y a su familia.
Cuanto más prolongadas e importantes eran las guerras y más aumentaba el territorio romano, tanto más penosa era la situación de los plebeyos. «Se quejaban –dice Tito Livio- de que su destino fuera luchar por la libertad y el poder de Roma, mientras Roma oprimía y esclavizaba a sus mismos compatriotas». La libertad del hombre del pueblo era mejor salvaguarda en guerra que en paz; había más seguridad frente al enemigo que ante sus compatriotas. El abismo entre ricos y pobres no correspondía exactamente al que separaba a patricios y plebeyos. Como señala Mommsen, algunas familias plebeyas eran ricas y respetadas. Sólo la torpeza de los patricios les alejaba de los asuntos políticos de la ciudad, con lo que creaban ellos mismos la situación adecuada para que surgieran jefes influyentes en la oposición.
Cuenta Tito Livio que «un anciano entró en el Foro hecho una lástima. Tenía los vestidos manchados, pálido y enjuto el rostro como un cadáver, el cabello y la barba desgreñados. Pese a ello se le identificó. Había mandado una centuria (centurión, jefe de cien, el grado más elevado de la suboficialidad en la legión romana) y la multitud compadecida aludía a otras recompensas militares. Mostraba por doquier testimonios de sus heroicos combates y las cicatrices en su pecho. En seguida le rodeó una multitud tan grande como una asamblea pública, inquiriendo el porqué de su situación y lastimoso aspecto. Explicó que fue soldado en la guerra de los sabinos, y que, después del saqueo, no sólo no recogió cosecha alguna, sino que su granja fue incendiada y sus ganados robados; y que en aquella crisis le exigieron el pago de los impuestos y se llenó de deudas; que éstas, aumentadas por los intereses, le embargaron el campo de sus progenitores y el resto de sus bienes y no perdonaron ni su misma persona; que su acreedor le amenazó, no sólo con la esclavitud, sino con la prisión y la muerte. A continuación, enseñó a todos su espalda con huellas de recientes azotes. Impresionado por el aspecto y las palabras del centurión, el gentío se alborotó. El Foro fue incapaz de contener el tumulto que se extendía por toda la ciudad. Los esclavos por deudas, con o sin cadenas, se precipitaron a las calles implorando el apoyo de los quirites (se dio el nombre de quirites en la antigua Roma a los sabinos que procedentes de Cures –legendaria patria de Numa Pompilio- se establecieron en la colina del Quirinal después de la alianza entre Rómulo y Tacio). Por si fuera poco, unos caballeros latinos recién llegados anunciaban otra grave noticia: el ejército volsco, tomando la ofensiva, se dirigía contra Roma».
En el seno de la sociedad romana latía un peligro: la amenaza de los plebeyos de no cumplir sus obligaciones militares si no se les atendía. Los patricios tuvieron miedo y prometieron suavizar las leyes relativas a las deudas; así tranquilizadas, las pobres gentes marcharon a la guerra y derrotaron a los volscos, pero, desaparecido el peligro, se olvidaron de las promesas y la situación volvió a repetirse. «Al fin –dice Tito Livio- la paciencia de los plebeyos se acabó. Abandonaron Roma y levantaron un campamento en el Monte Sagrado«. Desde allí amenazaron con fundar una ciudad rival en la que todos los hombres tuvieran los mismos derechos.
Roma quedó consternada. ¿Qué sucedería si estallaba una guerra? Decidieron parlamentar con los plebeyos, y para esta misión eligieron a Menenio Agripa, excelente orador y patricio muy estimado por la plebe. Logró convencer a los plebeyos, invitándoles a la reconciliación, que aceptaron de buena gana. En cierto modo, Agripa fue el Solón de Roma. Influyó en el Senado para que hiciera concesiones, y ambos partidos llegaron a un acuerdo. Los plebeyos lograron el derecho, igual que los patricios, de poseer su propia asamblea; en esta, el derecho a votar sería independiente de la riqueza e igual para todos. Esta representación popular de los plebeyos fue el órgano más importante del movimiento de democratización.
Los representantes de los plebeyos elegían sus propios magistrados, llamados tribunos de la plebe, que tenían por misión proteger a sus hermanos de clase contra los patricios. Si el Senado o los cónsules adoptaban una medida que el tribuno del pueblo juzgaba desfavorable para la plebe, sólo tenía que poner su «veto» (me opongo) y la decisión era anulada. Cualquier ciudadano podía también apelar a los tribunos del pueblo para que le protegieran de las injusticias. Por tal razón, las casas de los tribunos permanecían abiertas día y noche. Los tribunos de la plebe gozaban de inmunidad y su autoridad era similar a la de los cónsules. El cónsul tenía el poder de decretar y el tribuno el derecho de oponerse; el poder del senador era positivo y el del tribuno negativo. La institución del tribunado fue, en realidad, una tentativa para introducir, por medios legales, un elemento revolucionario en la organización política. La retirada al Monte Sagrado y el establecimiento del tribunado parece que ocurrieron hacia 494 A. C., año en que los persas destruían Mileto hasta la última piedra.
En sus investigaciones, algunos historiadores explican los acontecimientos de manera más natural y menos dramática. En realidad, los tribunos eran unos hombres en quienes se depositaba la confianza comunal; el pueblo elegía uno para cada cuatro tribus o barrios de la ciudad; se trataba, pues, de una especie de consejo comunal en pequeña escala. Poco a poco, los tribunos se reunieron para deliberar juntos los problemas comunes de la ciudad. De ello a convocar de vez en cuando en el Foro a todo el pueblo para tratar de los asuntos concernientes a todos los romanos, sólo mediaba un paso.
Así nació una especie de representación popular no refrendada por la ley, pero lo bastante poderosa para hacerse respetar en los asuntos públicos. Respaldados por la mayoría del pueblo, los tribunos podían, pues, aprovechar esta situación para apoyar a sus hermanos de clase contra las exacciones de los magistrados patricios. A su vez, los plebeyos se comprometían por juramento a defender a los tribunos del pueblo contra todos los ataques, vinieran de donde vinieran. Además, los tribunos podían lanzarse a la demagogia, organizar manifestaciones y levantamientos callejeros o amenazar con hacerlo. En un principio, no tenían capacidad jurídica para proteger eficazmente los intereses de los plebeyos, pero como suele ocurrir siempre, los poderes que los tribunos se arrogaron con el apoyo popular fueron reconocidos de jure por la sociedad entera.
Coriolano.

Hasta el año 494, la mayor parte de los patricios hicieron concesiones a la fuerza, aunque algunos con segundas intenciones más o menos inconfesables; al menos, así sucedió con Coriolano, un patricio famoso por su intrépido valor, por el desmesurado orgullo de su ilustre cuna y por sus fieros ataques contra el tribunado. En una época de hambre en Roma, los cónsules ordenaron comprar trigo siciliano. Coriolano creyó llegado el momento de liquidar el tribunado, y aconsejó al Senado que no distribuyera un grano de trigo a los plebeyos sin que antes renunciaran a sus tribunos. «¿Cómo soportamos a un tribuno los que no quisimos tolerar a Tarquino?», exclamaba. Citado ante el tribunal por los tribunos, se presentó soberbio y provocativo, pero cuando vio clara la situación, adelantándose a la sentencia, tomó por su cuenta el camino del destierro y se fue a vivir al país de los volscos, enemigos de los romanos.
Éstos le recibieron gozosos y le nombraron jefe para una nueva campaña contra los romanos. Coriolano marchó hacia Roma arrasando los campos a su paso; sólo respetó las propiedades de los patricios. Roma estaba aterrorizada y el Senado envió embajadores a Coriolano. Los recibió con insolencia y rechazó todas las proposiciones. Cuando volvieron por segunda vez, ni siquiera les dejó que entrasen en su campo. Luego fueron los sacerdotes revestidos con ornamentos sagrados, pero tampoco obtuvieron resultado. Por último, apareció un grupo de matronas romanas, entre ellas la madre de Coriolano y sus hijos.
«Entonces –dice Tito Livio- Coriolano, loco y fuera de sí, corrió a abrazar a su madre. Pero ella, pasando de las súplicas a la ira, le frenó con estas palabras: «Antes de que me abraces, dime si estoy ante un enemigo o ante un hijo, si estoy en tu campo como cautiva o como madre. ¿Para ello he vivido tanto? ¿Para verte desterrado y enemigo de la patria? ¿Has sido capaz de asolar esta tierra que te crió y alimentó? Por despechado que estuvieses, por muchos deseos que tuvieras de asolar estos campos ¿es posible que no se esfumara su cólera al pisar esta tierra? Al divisar Roma ¿no has pensado que dentro de sus muros está tu casa, tus dioses lares, tu mujer, tu madre y tus hijos? ¡Ojalá hubiera sido estéril y así Roma no se vería hoy atacada! ¡Si no hubiera tenido un hijo como tú, hubiera muerto libre en una patria libre!».
Según la leyenda, esta gran matrona venció el orgullo del rebelde. Levantó el sitio y regresó con su ejército decepcionado al país de los volscos, quienes le mataron movidos por la ira.
Los decemviros y la Ley de las Doce Tablas.
Los pobres y los oprimidos mejoraron su suerte a partir de la retirada al Monte Sagrado, pero mientras Roma no instaurase leyes escritas, y sus cónsules y magistrados patricios administrasen justicia según costumbres antiguas que ellos solos conocían, la vida y los bienes de la plebe no estarían seguros. Varias veces se intentó redactar un código, pero en vano. «Después –dice Tito Livio- fueron enviados a Atenas tres hombres con la misión de recopilar las célebres leyes de Solón y reunir informes sobre las instituciones, costumbres y usos de los demás estados griegos. Regresaron a Roma después de dos años de ausencia». Se nombró entonces, por un período de un año, a diez hombres llamados decenviros (decem, diez; vir, hombre) para redactar las leyes. Durante este año no se nombró a ningún otro funcionario. La asamblea popular aceptó en el Foro las leyes de los decenviros y su texto fue grabado sobre doce tablas de bronce.
La Ley de las Doce Tablas constituye la base del célebre derecho romano y, en cuanto a estilo, es una obra maestra de claridad y concisión. Los distintos artículos se expresan en forma lacónica y juzgan con extraordinario rigor. La ley no admite excepción alguna, ni circunstancias atenuantes. El legislador castiga hasta el menor delito, pero las leyes no son crueles. La prohibición de torturar al hombre libre es uno de los principios capitales del derecho penal romano, mientras que en otros pueblos los precursores de la justicia humanitaria han luchado miles de años para conseguir igual resultado. Se ha conservado gran parte de la Ley de las Doce Tablas, pues los niños romanos aprendían su articulado en la escuela. En Grecia se formaba a la juventud con los poemas de Homero; en Roma, con la Ley de las Doce Tablas: poesía y prosa.
Los decenviros debían haber abandonado sus funciones una vez cumplido su cometido, pero no mostraron intención de ello. Al contrario, empezaron a comportarse como tiranos y cada uno se hacía preceder de los doce líctores del haz y el hacha. «Parecía que había doce reyes; patricios y plebeyos se atemorizaron…», dice Tito Livio.
El peor de los decenviros fue Apio Claudio. Sus crímenes eran intolerables, y la medida llegó a su colmo cuando quiso tomar como amante a la bella Virginia, hija de un plebeyo distinguido. Tras haberlo intentado todo para seducirla, con regalos y promesas, decidió emplear la astucia. Uno de sus pocos amigos simularía que Virginia era su esclava y cuando se la hubiesen entregado la vendería a Apio. Cierto día, se le acercó a Virginia un hombre que la detuvo bajo pretexto de que era hija de una de sus esclavas y luego le ordenó que le siguiera, amenazando con recurrir a la fuerza si se resistía. La pobre muchacha, estupefacta, fue incapaz de reaccionar, pero su nodriza que la acompañaba pidió socorro. Se arremolinó la gente y mostró una actitud tan amenazadora, que el raptor tuvo que dejarla escapar. Con todo, la citó ante el tribunal.
El día del juicio, el foro estaba repleto de gente. Virginia y su padre Virginio estaban sumidos en la mayor desolación, pues a pesar de toda evidencia, Apio decretó que la muchacha era una esclava. Para librar a su hija del deshonor, el padre cogió un cuchillo y le dio muerte al tiempo que decía: «Querida hija, te doy la libertad de la única manera que puedo». Después, volviéndose hacia Apio, exclamó: «¡En cuanto a ti, Apio, que esta sangre atraiga sobre ti la venganza de los dioses!». Entonces, estalló la sublevación contra los decemviros, que cesaron en sus funciones, y se eligieron los cónsules y magistrados de costumbre. Los decenviros tuvieron luego que responder de sus actos ante el tribunal. Apio fue encarcelado, pero se anticipó a la sentencia poniendo fin a su vida.
La leyenda de la caída de los decenviros es similar a la deposición del último rey. En el primer caso, la muerte de la inocente Virginia, sacrificada por su padre, hace estallar el odio del pueblo; en el segundo, lo promovió el suicidio de la virtuosa Lucrecia. En ambos relatos, la intención del narrador es demostrar que el poder absoluto, no intervenido por la acción de los tribunos populares, conduce a la tiranía y al abuso de autoridad. El uso arbitrario del poder por los decenviros, por otra parte, manifiesta tanta similitud con el régimen de los treinta tiranos en Atenas, que hace sospechar si el relato romano no fue una copia del griego.
Tregua en la lucha social.
Las luchas internas de Roma, durante casi todo el transcurso de los siglos V y IV a. C. no es más que un largo pleito entre patricios y plebeyos. Los tribunos del pueblo utilizaron con prudencia su poder y lograron para su clase los derechos que antes sólo disfrutaban los patricios. Pero pasó un siglo antes de que los plebeyos alcanzasen el derecho político decisivo: el ser elegidos cónsules. Los patricios consiguieron retardar esta reforma año tras año por testarudez, por corrupción, con fraudes electorales y toda clase de medios. Siempre existía la posibilidad de anular los efectos de un decreto desagradable o de un veto adverso, a veces con la ayuda de sacerdotes o de augures, siempre dispuestos a declarar que los presagios eran nefastos. Sirviéndose de ese medio, hacia el año 220 a. C. el partido senatorial declaró nula la elección de un general de caballería que no le era simpático: se había oído un ratón cuando se votaba y… ¡esta coincidencia podía irritar a Júpiter! La menor borrasca, o leve contratiempo durante un acto oficial, era según los augures, una señal de la cólera divina. Pero a la larga, ni con estratagemas ni evasivas fue posible contener el poder de la plebe, y los patricios tuvieron que ceder y otorgar, de ordinario, uno de los cargos consulares a un plebeyo. La destrucción de Roma por los galos, en el año 387 a. C. ¿aceleró quizás esta evolución?
Lo más difícil estaba hecho. En adelante, los plebeyos podrían desempeñar todas las funciones del Estado, cada vez más numerosas; el mismo Senado les dio acceso, ya que solía ofrecerse un puesto a las altas magistraturas después de un año de ejercicio. Hacia el 300, los plebeyos habían adquirido los mismos derechos políticos que los patricios, dando así fin a las agotadoras luchas sociales. Los romanos superaron la lucha de clases sin derramamiento de sangre, con aquella serenidad y sentido práctico que les caracterizaba y honraba tanto. Esta feliz solución de debió, en parte, al respeto recíproco de los partidos. Roma era una sociedad en la que todos, patricios y plebeyos, sentían idéntico ideal de valor y sobriedad.
La situación cambiaría más tarde y los romanos sufrirían también sangrientas guerras civiles: cuando la diferencia entre ricos y pobres se hizo intolerable.
Lucio Quincio Cincinato, un dictador modelo.

Si a Roma la amenazaba un grave peligro, interno o externo, el Senado nombraba un dictador por un periodo de seis meses y le investía de un poder ilimitado sobre la comunidad, incluida la vida de los ciudadanos. En tiempos de guerra o situaciones que exigían decisiones rápidas prefería confiar el poder a un solo hombre, a una sola voluntad. En tales momentos es peligroso dividir el poder supremo entre personas de igual autoridad. El de dictador era, pues, un cargo limitado, excepcional, y nadie podía ejercerlo por más de seis meses; cumplida su misión, el cesante volvía a ser un ciudadano cualquiera, dispuesto a rendir cuentas sobre las medidas tomadas durante su mandato.
Cierta vez, los romanos se enzarzaron en una peligrosa guerra contra un pueblo vecino, los ecuos. Sobrevinieron malas noticias: uno de los cónsules era de una incompetencia militar increíble. Desesperados, los romanos sólo vieron una solución: concentrar todos los poderes en manos de un solo hombre. Y eligieron a Cincinato (cabello ensortijado), un patricio que adquirió antes fama como cónsul por su valor y talento político. Cuando los enviados del Senado llegaron a la pequeña granja que Cincinato poseía al otro lado del Tíber para comunicarle el resultado de la votación, el antiguo cónsul estaba arando su campo.
A la mañana siguiente, se presentó en el foro con toga de dictador orlada de púrpura y llamó a todos los ciudadanos a las armas. Los encuadró en legiones y se puso al frente de las tropas. A medianoche, el ejército romano llegaba al campo de los ecuos y, amparado por la oscuridad, rodeó al enemigo y erigió una empalizada a lo largo de sus líneas. Terminado casi el trabajo, Cincinato ordenó a los suyos que profirieran gritos de guerra. Los compatriotas cercados por el enemigo se animaron y lanzáronse al ataque; y con sus fortificaciones ya terminadas, el dictador los secundó. Los ecuos, cogidos entre dos fuegos, pidieron la paz. Cincinato les permitió marchar libres a condición de rendir las armas y entregar los jefes a los romanos. Cumplida su misión, el dictador se despojó de la toga orlada de púrpura, transcurridos apenas seis días, y aunque aún podía prolongar el poder durante seis meses, se reintegró a su arado. En adelante, Cincinato constituyó un símbolo del espíritu cívico de los romanos.
La ciudad estadounidense de Cincinnati perpetúa su recuerdo. Se la denominó así en homenaje al que entonces se consideraba como el Cincinato de los Estados Unidos: George Washington.
Veinte años después de su victoria sobre los ecuos, Cincinato volvió a salvar a su pueblo. Un romano influyente, Espurio Melio, intentó en 439 un golpe de Estado. Al menos, se le acusó de ello. Hombre riquísimo, al ser Roma afligida por el hambre pensó que podría apoderarse del mando gracias a su fortuna. La situación era tan desesperada que, según Tito Livio, había quienes se arrojaban al Tíber para acortar sus sufrimientos. Fue entonces cuando Melio compró mucho trigo a los etruscos y lo repartió entre el pueblo hambriento.
«Distribuyó trigo a la plebe, que le seguía por doquier seducida por los regalos, consiguiendo que le miraran y exaltaran sobrepujando toda medida decorosa para un particular; prometíanle formalmente el consulado por sus favores y promesas; el mismo, en fin (que el hombre es insaciable con cuanto le ofrece la fortuna), aspiró a metas más elevadas y prohibidas».
Desde luego, Melio tenía intenciones ambiciosas e inconfesables y las autoridades pronto obtuvieron pruebas de su culpabilidad. Se supo que Melio almacenaba armas en su casa, que mantenía reuniones secretas, que forjaba planes para destruir la república y sobornaba a los tribunos del pueblo. La libertad de Roma estaba en peligro y amenazada y juzgóse que sólo un dictador podría salvarla. Se eligió otra vez a Cincinato. Tenía entonces ochenta años, pero su vigor físico e intelectual estaba aún intacto. Envió a Servilio (jefe de la caballería, magister equitum) para comunicar a Melio que el dictador le llamaba. Melio comprendió que aquella citación era sospechosa y huyó pidiendo protección al pueblo. Pero Servilio le detuvo y le dio muerte. Después, relató los hechos a Cincinato y éste atajóle: «Cayo Servilio, ¡gracias por tu valor, el Estado se ha salvado!».
Los galos destruyen Roma.
El 387, año en que el rey de Persia imponía a los griegos un humillante tratado de paz, fue también nefasto para los romanos. Los celtas –galos-, procedentes del norte, avanzaban sobre Roma y la existencia de la ciudad estaba amenazada.
Los galos se habían establecido en la Francia actual, que los romanos llamaron por tal razón Galia Transalpina (Galia situada al otro lado de los Alpes, desde Roma). Otros celtas, tras franquear el canal de la Mancha, se instalaron en las islas británicas. También penetraron en las ricas llanuras del Po, en la Cisalpina (parte más cercana de los Alpes, vistos desde Roma), atraídos, dice Tito Livio «por los hermosos frutos de Italia y sobre todo por el vino, que tanto les gustaba». Sin duda, fue la necesidad de nuevos pastos lo que impulsó hacia el sur a estas tribus todavía nómadas. Una numerosa oleada celta atravesó primero la Galia Cisalpina, después los Apeninos, continuando luego en dirección sur. Y este pueblo errante se encontraba ya cerca de Roma, con los romanos sin preparación para enfrentarse con ellos. El ejército que salió de la urbe para oponerse al enemigo se aterrorizó al ver a los vigorosos guerreros galos, de elevada talla y espantoso aspecto. Los galos practicaban una técnica militar muy distinta a la usada por los romanos en sus escaramuzas vecinales. Nada amedrentaba tanto a los soldados romanos como aquel grito de guerra de los galos. Las legiones resistieron poco y el pánico fue pronto general, extendiéndose del ejército al pueblo. Vacilaba el orden social, nadie se sentía con fuerzas para conjurar el inminente desastre, ni había autoridad capaz de hacerse obedecer. Cada cual pensaba en salvar la vida como pudiera y casi todos los habitantes de la ciudad huyeron a los poblados vecinos.
Por suerte para los romanos, los bárbaros no aprovecharon en el acto esta situación, sino que perdieron el tiempo en saquear, decapitar a los enemigos caídos en la batalla y celebrar su rápida victoria con orgías. Así, los romanos tuvieron tiempo para recuperar sus fuerzas. Algunos valientes se concentraron en el Capitolio, ciudadela comparable a las acrópolis de las ciudades griegas, con el oro, la plata y demás objetos preciosos que pudieron llevar. Sobre esa roca se estrellaría el ataque de los bárbaros. En la ciudad sólo quedaron algunos venerables ancianos, cónsules o senadores, que vestidos con sus mejores galas ocuparon los asientos, símbolo de sus cargos, preparados para el sacrificio que reconciliaría a Roma con los dioses. Al día siguiente, los galos penetraron en la ciudad y dice Tito Livio que quedaron asombrados ante aquellas figuras venerables:
«No sólo por sus ropajes y actitud sobrehumana, sino por la majestad que mostraban en su expresión y la gravedad de su rostro, semejaban dioses. Ante aquellos ancianos que parecían estatuas, los galos quedaron inmóviles. Según cuentan, uno de los galos acarició la barba a uno de estos romanos, Marci Papiro, que se la dejó crecer según costumbre de la época, y el anciano reprimió al bárbaro golpeándole en la cabeza con el cetro de marfil; el golpe excitó la cólera del galo y fue la señal de una carnicería y matanza de todos los patricios en sus propias casas; no se perdonó a grandes ni pequeños, saquearon los edificios y, al hallarlos vacíos, les prendieron fuego».
El incendio de Roma llenó a todos de indignación. Los galos hicieron una tentativa alocada para asaltar el Capitolio y después pusieron sitio a la ciudadela. En una noche clara, algunos bravos guerreros trataron de sorprender a la guarnición encaramándose por una pared escarpada donde los romanos no tenían centinelas. Nada turbaba el silencio de la noche; hasta los perros permanecían callados. Pero, de pronto, los gansos sagrados de Juno comenzaron a graznar y a batir las alas, alboroto que salvó a los sitiados, pues despertó a Manlio que tomó las armas y dio la voz de alarma. En aquel momento el primer galo alcanzaba la cima de la pared. Manlio le golpeó tan fuerte con su escudo que cayó al abismo arrastrando a varios compañeros. Sorprendidos, los otros galos dejaron las armas para aferrarse a la roca y los romanos dieron cuenta de ellos sin dificultad. «Los enemigos –dice Tito Livio- caían en el abismo como un alud». Los centinelas que se habían dormido durante la guardia corrieron la misma suerte.
El hambre diezmó tanto a la ciudadela como al ejército de los galos; a estos, amontonados en sus campamentos, les acometió la peste. La guarnición del Capitolio estaba desesperada: no tenían qué comer y la continua vigilancia extenuaba a los hombres. Después de un sitio de siete meses los romanos quedaron tan debilitados que les derrumbaba el peso de las armas. Ofrecieron, pues, a los galos una suma de 1000 monedas de oro si levantaban el sitio. Ahora bien, los galos utilizaron las pesas falsas para la evaluación de la cantidad y los romanos protestaron ante semejante engaño. El caudillo de los galos, encogiéndose de hombros, sacó su espada y la arrojó sobre la balanza pronunciando estas palabras, intolerables para los romanos: «Vae victis!» (¡Ay de los vencidos!).
Cambiaron las tornas. Mientras se pesaba aún el oro pactado, apareció el dictador Camilo al frente de un ejército atacante. El romano aplastó a las tropas galas y entró en triunfo en la urbe, siendo aclamado como el «segundo fundador de Roma». El título era merecido: gracias a Camilo, sus conciudadanos no abandonaron la ciudad. Éste aún dirigió varias veces al ejército contra los enemigos de Roma. La victoria caminaba al paso de sus banderas. Elegido dictador por última vez a los ochenta años, una enfermedad le arrebató poco después la vida. Había sido cinco veces dictador y había recibido cuatro veces los honores del triunfo. De todos modos, la leyenda embelleció la victoria de Camilo sobre los galos y su intervención para impedir que los romanos abandonaran la ciudad.
En cambio, el valiente Manlio no conoció estos honores tributados a Camilo. Aunque pertenecía a una familia patricia, se alistó con los plebeyos. Sintió primero simpatía por estos pobres compañeros de armas y después le irritó ver que los patricios ensalzaban en exceso a Camilo, jefe de su partido. Manlio, que no ocultaba sus sentimientos, cayó en sospecha de provocar una rebelión de la plebe y la autoridad le citó ante el tribunal, que le infligió la misma sentencia que antaño impuso a los cabecillas Espurio Melo y Espurio Casio. Según la tradición, fue arrojado de lo alto de la roca Tarpeya: el mismo lugar donde salvó a la guarnición del Capitolio.
El Lacio, un pueblo de campesinos.

Los romanos, auténtico pueblo de agricultores, poseían la dureza característica del campesino. No sólo el labrador modesto, sino el terrateniente rico, no consideraban indigno el empuñar la mancera del arado. El romano pudiente tenía la gala de ser considerado un buen agricultor y residía en el campo. En la ciudad sólo poseía una casa, una especie de aposento para cuando los negocios le llamasen a Roma. En verano también vivía en la ciudad para respirar aire algo más fresco que en la llanura de la Campania, donde el calor era agobiante y el agua de las marismas exhalaba pestilencias. La situación sanitaria de Roma fue mejorando gracias a sus colosales obras de drenaje. Las célebres cloacas de Roma y los acueductos procedentes de la montaña contribuyeron en gran escala a esta salubridad. La primera de estas célebres conducciones de agua potable fue construida en 312 a. C., con una longitud de más de 16 km. Por otra parte, se atribuye a los Tarquinos el proyecto de la Cloaca Maxima, desagüe principal de Roma: su colector central era de dimensiones tan enormes, para la época, que podía circular por él un carro bien cargado. La Cloaca Maxima aún se utilizaba en el siglo VI y uno de sus conductos laterales funciona hoy todavía.
En cambio, la higiene dejaba mucho qué desear porque los habitantes vivían prácticamente amontonados. La ciudad, superpoblada, era pequeña, sucia, malsana, mal construida y sin sectores de estético atractivo. Roma era en realidad, un amontonamiento de varias ciudades latinas. Los poblados agrícolas de las colinas romanas, convertidas en zona urbana, desbordaron sus antiguas murallas e inundaron los valles, las chozas con tejado de paja fueron sustituidas por casas de piedra y talleres, pero se construyó en desorden y sin planificación. Las casas eran por lo general de adobe, con un aspecto gris sucio. Se levantaban sobre las angostas y escarpadas colinas o se acomodaban en sus flancos como nidos de aves. Tal era el aspecto de la famosa Ciudad Eterna, que tantísimos y diversos peregrinos atrae en nuestros días. Nadie adivinaba entonces la grandeza que le deparaba el porvenir.
Al principio, el foro era un llano pantanoso sito entre las dos primeras colinas donde se erigieron el Palatino y el Capitolio. Para unir aquellas en un solo núcleo tenían que desecar las marismas. La tradición atribuye esta empresa a los reyes de la dinastía etrusca. El río que cruzaba el foro fue encauzado y se convirtió en el desagüe principal de Roma, la célebre Cloaca Maxima. Y así, cuando Atenas gozaba de su edad dorada en tiempos de Pericles, Roma sólo era un populoso villorio de campesinos, sin un solo artista o escritor local. Hasta mediados del siglo IV a. C., las ricas ciudades etruscas del norte y las griegas del sur superaban a Roma. El progreso de los griegos llevaba un milenio de ventaja a los romanos.
La agricultura era sin duda el medio de vida más importante de la antigua Roma. La palabra latina cultura significa en realidad «trabajo de la tierra». Con todo, los romanos entendían que no bastaba abandonar el estado nómada, establecerse en lugar fijo y dedicarse a la agricultura para ser un pueblo civilizado; ello sólo constituía condición previa para el establecimiento de una civilización en el pleno sentido de la palabra. «Sólo las ciudades podían crear la cultura», decía un escritor romano de una época posterior (Vergecio, que vivió hacia el 400 a. C.).
Las ciudades deben su prosperidad al comercio y a la industria. De una forma u otra, el campesino tiene que vender su trigo, su vino y su ganado para comprar otros productos de primera necesidad. Roma no tenía una clase comerciante propiamente dicha. El comercio urbano consistía sobre todo en el trueque, ya que el comercio exterior lo manejaban los ricos hacendistas, pues sólo ellos tenían medios para construir barcos y transportar al extranjero cereales, madera y demás productos, incluso esclavos. Los grandes propietarios eran los hombres de negocios y los capitalistas. Sin embargo, los negocios en gran escala no eran posibles sin una división permanente del trabajo y sin la base de una industria sólida para fabricar artículos de exportación. La artesanía romana nunca alcanzó el nivel de industria, ni siquiera el de profesión artística. Roma era en verdad una ciudad comercial importante, pero sólo con criterio latino. En la ciudad se concentraban, en efecto, los productos de todo el Lacio y era lugar de distribución de artículos de primera necesidad, en parte elaborados en Roma y en parte importados de la Magna Grecia, de Sicilia, Grecia y Cartago principalmente. Pero Roma no era una urbe comercial como Tarento o la Caere de los etruscos; durante largo tiempo, la ciudad sólo fue centro de gravedad de una región agrícola.
El romano tenía de su ciudad y de su país la idea que pudiera tener un campesino de la época; sus conquistas eran algo así como una ampliación de sus tierras, pagadas con sangre más que con dinero. Los vencidos se veían obligados a integrarse en la población romana o a ceder una parte de su suelo de cultivo, generalmente un tercio, y sobre estas tierras conquistadas se asentaban las propiedades cultivables romanas. «Muchos pueblos –dice Mommsen- han vencido a otros y han conquistado sus territorios, pero ninguno como el romano supo hacer suyo y fecundar con sudor el terreno ocupado, ni ningún otro conquistó con el arado lo que apresó antes con la lanza. Lo que la guerra da, otra guerra puede quitarlo, pero ello no rige con las victorias que el labrador consigue sobre la tierra. Es cierto que los romanos perdieron muchas batallas, pero nunca cedieron un palmo de terreno romano y debieron el acrecentamiento de su territorio al campesino. La fuerza del individuo y del Estado residen en la posesión del suelo por los ciudadanos y en la gran homogeneidad de la población agrícola».
Su afición por el trabajo pacífico y creador explica tanto o más que su profundo sentimiento nacional, el poderío que adquirieron en Italia primero y después en el mundo. En Roma, el propietario libre conducía él mismo su arado –algo incomprensible para un espartano-. Por eso los espartanos no pudieron crear una cultura ni estuvieron capacitados para ejercer un largo dominio sobre los pueblos.
Vida y costumbres de la Roma antigua.
Si se compara la sociedad romana con la espartana, se observa en el acto que en Roma la comunidad era muy exigente con el ciudadano, pero respetaba su libertad individual y su dignidad humana; en Roma, la organización comunitaria era algo más que una máquina ciega; la juventud romana recibía una rígida educación, pero no era escindida del ámbito familiar. Roma respetaba la familia. He aquí una de las fórmulas del ritual familiar: «¡Quiero estar donde tú estés!». Las madres de familia, las matronas, eran muy respetadas y no estaban sometidas a las obligaciones que recluían a las mujeres griegas en el gineceo. Roma no rompía, como Esparta, los lazos familiares entre padre e hijo. El padre romano era un hermano para su hijo. El muchacho casi nunca abandonaba a su padre, sino que trabajaba en el campo con él y le acompañaba en las fiestas, en los banquetes y en la asamblea popular. Los hijos de los senadores acompañaban a su padre en el consejo de los ancianos, y los padres por su parte, instruían a los hijos para que más tarde pudieran sustituirles.
Por otra parte, esta amistad entre padre e hijo no era tomada a la ligera, al menos por parte del hijo: el jefe de la familia romana disponía de gran autoridad, tenía derecho ilimitado de imponer los castigos corporales que juzgara convenientes, podía vender a su mujer y a sus hijos como esclavos e incluso matarlos sin tener que responder ante la ley. Sólo era responsable de sus actos hacia los dioses. El hijo seguía bajo la autoridad paterna aun cuando hubiera fundado su hogar o alcanzado las mayores dignidades estatales. La historia de Espurio Casio es un ejemplo. En el año 485, cuándo fue cónsul, mandó distribuir tierras y trigo a los ciudadanos necesitados; esta medida le hizo sospechoso de querer soliviantar al pueblo, y al terminar su mandato fue presentada demanda contra él. Según costumbre, se dejó el asunto en manos del padre de Espurio, quien en virtud de sus poderes paternales siguió el proceso, dictó sentencia de culpabilidad contra su hijo y le condenó a muerte. Espurio había sido tres veces cónsul, había recibido los honores del triunfo, era casado y padre de familia, pero seguía sometido a la autoridad paterna.
En aquellos tiempos, no era raro que un padre hiciera uso de sus derechos, por ejemplo, cuando un hijo, tribuno de la plebe, proponía leyes que el progenitor juzgaba demasiado ventajosas para el pueblo. En tal caso, el padre podía imponer silencio a su hijo con sólo ordenarle que abandonase la tribuna y le acompañase a casa. Y ¡ay de aquel que se hubiera atrevido a desobedecer! En la sociedad romana de tiempos de la república, el hijo temía al padre, el ciudadano a la autoridad y a todos los dioses. La aplicación inexorable de los derechos paternos es una característica del derecho familiar romano por completo desconocida entre los griegos; es en cambio, similar al derecho de los germanos. No obstante, los antiguos nórdicos trataron a los hijos reacios con cierta benevolencia.
Verdad es que Roma pagó cara su grandeza; pero menos que Esparta su hegemonía. Tanto en Esparta como en Roma, los intereses del estado se pagaron a costa de la libertad del pueblo y de la alegría de vivir. La juventud de Jonia y de Atenas era mucho más feliz. El hombre encontraba en ellas terreno más propio para el desarrollo del talento.
La familia, en el sentido estricto de la palabra, era pues, la base del Estado Romano. A continuación, venía la familia en su sentido amplio, unida por intereses hereditarios y un culto común. La solidaridad se expresaba en el apellido, común a todos los miembros de la gens. Podría decirse que la historia de Roma fue la crónica de sus familias aristocráticas, como lo prueban los historiadores romanos que sacaron muchos de sus relatos de las tradiciones familiares. Es evidente que estas fuentes aparecen alteradas por el deseo de cada familia de realzar la propia historia con la del estado.
Cada diez años, alguna familia de abolengo daba a los romanos una viva lección de historia con la «resurrección» de sus difuntos preclaros. Escuchemos a Polibio, historiador griego que vivió mucho tiempo en Roma, como cuenta, con la espontaneidad de un testigo presencial, estos funerales ingenuos y emotivos a la vez:
«Se van a buscar a casa, en donde están depositadas, las estatuas de cera de los antepasados ilustres y se les viste según la dignidad que desempeñaron; si fue cónsul o pretor, con la capa pretexta; si fueron censores, con ropaje de púrpura, y si obtuvieron el triunfo o algún otro honor, se reviste a la estatua con ropas recamadas de oro. Se les lleva en carro y van precedidas de los haces, hachas y otros símbolos de su magistratura, según los honores y cargos que tuvieron en la república».
El pretor era el juez supremo y los censores inspeccionaban las inscripciones tributarias que formaban la base del derecho civil romano. Al mismo tiempo eran, en cierto modo, los éforos que podían retirar su derecho de voto a los ciudadanos negligentes o culpables de delito y podían expulsar del Senado a los miembros indignos de tal cargo. Los censores cumplían también algunas funciones financieras.
El cortejo fúnebre se dirigía primero al foro y colocaba las estatuas en asientos de marfil; entonces:
«El hijo del difunto o un pariente cercano sube a la tribuna y habla sobre los hechos memorables que realizó el difunto. De esta forma se renueva su honra y su alabanza, se hace inmortal la gloria de los hombres que hicieron algo memorable o sirvieron con heroísmo a la patria; conocidos por todo el mundo, pasan a la posteridad con un nombre glorioso y envidiable. Pero lo mejor de ello es que la juventud se anima a hacerlo todo para conseguir la gloria que acompaña a los hombres de bien».
Cierto es que existían grandes diferencias, no sólo en la vida social, sino también en la religión de dos pueblos por esencia tan distintos como los griegos y los romanos (por griegos entendemos sobre todo, a los atenienses y a los jonios). La religión romana ostenta el sello campesino nacido de las necesidades, deseos y esperanzas de unos hombres que tenían que ganarse el pan con el sudor de su frente. La casa y el hogar son lo más sagrado. Cada casa romana tenía sus dioses: los penates. Se veneraba el fuego del hogar, simbolizado en la diosa Vesta, y la casa, simbolizada en la puerta de acceso. Este símbolo es Jano, el dios de las dos caras, característico de la mitología romana; en efecto, la puerta mira a la vez al interior de la casa y al exterior. Con algo de imaginación puede identificarse este dios romano: en latín, puerta es janua. Jano era pues, el protector de todo principio y de todo fin. Por eso lleva su nombre el primer mes del año. Julio César llamo januarius, enero, a este primer mes cuando introdujo en el 45 a. C., el calendario juliano y la división egipcia del tiempo según los años solares. Además, la mitología romana no da lugar a fantasías; los romanos tomaron casi todos sus dioses y diosas de los griegos, que después de los etruscos, fueron maestros de los romanos en cada faceta de la cultura. La mitología griega fue creación de los espíritus mejor dotados de la época; la mitología romana corresponde a las necesidades comunes del pueblo. Buenas cosechas y negocios lucrativos, he ahí todo lo que el romano esperaba de los dioses. Por su parte, procuraba cumplir con escrupulosidad todas las ceremonias que los poderes divinos exigían de él. Religio significa, en realidad, sujeción, etimología muy característica de los romano. El significado primario de la palabra no entraña un sentido místico, sino una relación jurídica entre divinidad y adorador. El romano cumplía con tal meticulosidad el ritual como los contratos comerciales. Establecía con los dioses, por así decir, un convenio que recordaba al que ligaba al capitalista con su deudor y, citando a Mommsen «se acercaba a los dioses con la timidez del deudor que va al encuentro del poderoso acreedor», lo cual no impedía alguna que otra tentativa para predisponer en su favor a su peligroso dueño con aparente piedad que facilitase las transacciones. En esto, como en todo, los romanos aplicaban la máxima Do ut des (te doy para que me des).
Marte, dios de la guerra, parece que fue la divinidad más importante mientras los romanos lucharon por sobrevivir entre pueblos vecinos. Se veía en él un protector que vencía al enemigo y defendía al pueblo y los rebaños. Poco a poco, Marte pasó a segundo plano y Júpiter ocupó su lugar. Su templo, sobre el Capitolio, se convirtió en centro religioso de todo el Imperio Romano. El Júpiter Capitolino (su nombre se asimila al Zeus Pater) era llamado «el mejor y el más grande» y se le representa con un cetro en una mano y un rayo en la otra. Minerva y Juno tenían estatuas en las alas del edificio. Mas, a pesar de sus dimensiones, este templo no era una obra maestra como el Partenón, sino que estaba construido con piedra ordinaria volcánica, recubierta de yeso y ladrillo, y las estatuas de los dioses eran de tierra cocida. Un incendio lo destruyó en el año 83 a. C. y se reconstruyó en estilo helenístico. Fue el primer edificio romano con columnas de mármol. Ardió varias veces más y las nuevas construcciones fueron cada vez más imponentes.
La religión romana era pues, de una desoladora aridez jurídica y poco a propósito para inspirar a poetas y artistas. El romano intuía la divinidad, pero la representaba mal porque su mundo religioso estaba dominado por unas fuerzas que se comportaban con arbitrariedad. Lo que nosotros llamamos las leyes de la naturaleza, eran para los romanos poderes divinos sin otras normas que las de la propia voluntad y capricho, o leyes impuestas por fuerzas superiores. Según los romanos, el hombre no obra por él mismo. No es el arquitecto quien construye la casa, ni el general quien alcanza la victoria, sino la fuerza sobrenatural que inspira al arquitecto y dirige su trabajo, o una fuerza divina que se sirve del general para vencer a los dioses enenmigos. Para los romanos, cada faceta de la vida poseía su divinidad. El mundo de sus dioses estaba tan superpoblado que hizo decir a Polibio: ¡»Los romanos son más religiosos que los mismos dioses!».
Los dioses griegos fueron introducidos en Roma, pero no fueron adoptados por el pueblo, no penetraron en la vida íntima de los ciudadanos. Los romanos carecían de aquel anhelo de belleza que fue el ideal de los helenos. Éstos sintieron la necesidad de dar forma humana a sus sentimientos religiosos y las formas divinas inspiraron su pintura y su poesía. Por el contrario, en Roma, la única creación de la mitología local fue Jano, de doble cara; los romanos eran incapaces de volar más alto.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO I LA ROMA LEGENDARIA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.