El bajo Imperio y la monarquía absoluta

Monumento romano de los tetrarcas
Los Tetrarcas, ubicada en el Tesoro de San Marcos, Venecia.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IX EL BAJO IMPERIO Y LA MONARQUÍA ABSOLUTA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

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Contenido de éste artículo.

  1. Diocleciano, un nuevo Augusto. Tetrarquía Imperial.
  2. Situación económica y social.
  3. La gran persecución contra los cristianos.
  4. Muerte de Diocleciano.

Diocleciano, un nuevo Augusto. Tetrarquía Imperial.

En el año 284, el dálmata Diocleciano, comandante de la guardia pretoriana, fue proclamado emperador por los soldados.

Aunque era hijo de un liberto, había alcanzado, por sus relevantes dotes, el mayor cargo a que podía llegarse. El emperador elegido no era el más valiente ni el más famoso, pero sí el hombre más prudente y de mayor inteligencia. Era evidente que las cualidades militares no bastaban para salvar de la anarquía al Estado. En los noventa años transcurridos desde la muerte de Cómodo, Roma había tenido ochenta dueños, entre emperadores y pretendientes. Las medidas a adoptar en lo sucesivo, no podían ser simples paliativos: se necesitaba un cambio radical, ésta sería la tarea del nuevo emperador: encabezar una autoridad estatal fuerte. Su capacidad de organizador, no menor que la de Augusto, le daba medios de realizar una obra para la posteridad.

Pero un hombre solo no podía mantener las riendas de una gran potencia y acudir de continuo a la guerra en los más diversos lugares. La primera medida que tomó Diocleciano fue ayudarse de un corregente. Escogió a Maximiano, su amigo de infancia y hermano de armas, quien, como Diocleciano, ostentaría el título de Augusto. Roma había conocido antaño una institución semejante: el consulado.

Al cabo de unos años de reinado escogieron ambos gobernantes un corregente cada uno, colocado bajo la autoridad del augusto y con el titulo de césar. Estos dos césares fueron adoptados por ambos emperadores, que les dieron sus hijas en matrimonio. El objetivo de tal medida era que cada uno de los césares adquiriese suficiente conocimiento de los negocios del gobierno y estuviese preparado para suceder al augusto cuando éste muriera; el nuevo Augusto elegiría entonces, a su vez, un nuevo corregente con título de césar. Diocleciano creía que la nueva institución ofrecía otras posibilidades a los generales capaces y ambiciosos, y la carrera hacia el poder y la
guerra civil serían en lo sucesivo descartadas en el Imperio.

A cada uno de los cuatro corregentes de aquella tetrarquía se le asignó una zona imperial, con la misión de administrarla y defenderla contra el enemigo exterior. Diocleciano se quedó con Oriente, la mitad más rica del imperio, y residió alternativamente en Bitinia y Dalmacia. Maximiano, encargado de defender el limes
contra los germanos, trasladó su residencia de Roma a Milán. La antigua capital del Imperio quedaba de lado por razones geopolíticas.

Aunque el territorio estaba dividido en cuatro gobiernos, no surgieron esas discordias que se originan cuando los poderes están repartidos. Diocleciano era, de hecho, el monarca supremo; Maximiano sólo era un valiente soldado que se sometía con gusto al talento superior de su viejo conmilitón. Las formas republicanas que el principado había mantenido hasta entonces, desaparecieron para siempre; el Imperio Romano vino a ser una monarquía absoluta, cuya ley suprema sería en adelante la voluntad del Emperador. Para simbolizar el absolutismo imperial, se sustituyó la corona de encina por la diadema, cinta blanca adornada con perlas. En adelante, el Emperador no sería ya saludado, como los demás ciudadanos, con un apretón de manos: todos los que obtenían audiencia del soberano debían doblar la rodilla y besar la orla adornada de joyas del manto imperial. El emperador vivía en un espléndido aislamiento como un «Rey de reyes» persa; al colocarse a sí mismo en tan inaccesible altura, Diocleciano y sus sucesores trataban de protegerse contra los atentados, siempre posibles. La medida parecía adecuada.

A partir de la época de Diocleciano no hubo problema, ni siquiera en teoría, en el reparto de autoridad entre emperador y Senado. Roma seguía teniendo Senado, pero sólo se ocupaba de los asuntos de la ciudad; la dignidad senatorial se transformó en una nobleza hereditaria en la que eran admitidos los altos funcionarios o los ricos terratenientes capaces de pagar los elevados impuestos que iban aparejados con esta dignidad. Puede afirmarse que el absolutismo de esta época fue un mal necesario, ya que el espíritu cívico no existía. Del mismo modo, desde el punto de vista de la política exterior y considerando el peligro germánico siempre creciente al oeste y al norte, y elpersa al oriente, parecía necesaria una concentración de poderes. El Imperio Persa, reorganizado, constituía un excelente ejemplo del éxito de este punto de vista político.

Si se pretendía que el poder absoluto fuese útil al Imperio, era preciso ejercerlo con constancia y continuidad, y no de manera arbitraria, ya en un punto, ya en otro del Imperio. Así, era indispensable que la autoridad suprema dispusiese de una sólida administración, cuyos hilos manejara el emperador. Las antiguas dignidades de los romanos habían sido siempre cargos de confianza por tiempo limitado, cuyos titulares, terminados sus mandatos, eran recompensados con proconsulados u otras elevadas funciones fuera de Roma. En los primeros tiempos del principado, una especie de funcionarios imperiales o ministros comenzaron a ayudar al emperador en el ejercicio del poder e incluso llegaron a tener entre manos la dirección del gobierno y la política.

Diocleciano y su sucesor Constantino se determinaron resueltamente por este camino; confiaron la administración imperial a funcionarios más o menos importantes, que gozaban de emolumentos fijos, en el seno de una jerarquía establecida con claridad, bajo severa inspección de la autoridad suprema. A cada cargo se le atribuía una denominación honorífica: la de vir egregius se daba a los procuradores; la de vir perfectissimus, a los prefectos, y vir eminentissimus, a los prefectos de pretorio. Las administraciones civil y militar tenían sus poderes perfectamente delimitados. Al frente de la administración civil fueron colocados cuatro ministros. Éstos, con cierto número de altos funcionarios, formaban el Consejo de Estado, que asumió en lo sucesivo parte del papel desempeñado antes por el Senado.

El Imperio Romano fue dotado así de una burocracia fuerte y centralizada. El pueblo se encontraría en adelante bajo la autoridad del gobierno y de los funcionarios. Las instituciones estatales de Diocleciano han servido en lo sucesivo de modelo para otros Estados, grandes y pequeños. Puede decirse que, en lo que concierne a la estructura estatal, el espíritu romano rige aún en gran parte de nuestro actual mundo. Gracias a la energía y al prudente gobierno de Diocleciano, el imperio conoció veinte años de paz interior y creciente prosperidad, una y otra conseguidas a costa de la libertad. La sociedad entera estaría en adelante sometida a un sistema autoritario que dominaría a la vez la vida social y económica del país.

Situación económica y social.

Mapa del imperio romano en la época de la tetrarquía
El Imperio Romano durante la Tetrarquía (293 – 305).

Como en todos los pueblos de la Antigüedad, la sociedad de Roma dependía de la institución de la esclavitud. La actividad política y cultural de los hombres libres sólo era posible, porque un número muy elevado de seres humanos no gozaban de libertad individual y eran tratados como animales. La civilización antigua se asentaba en la esclavitud, como la nuestra en la máquina.

Sin embargo, a partir del siglo I se había hecho cada vez más difícil
proporcionarse esclavos. Ello se debía a la pax romana, obra de Augusto. Las grandes conquistas y la caza de esclavos, como corolario, habían terminado, lo mismo que la piratería en su forma intensiva. Los prisioneros de guerra eran ya raros y se vendían muy caros. Los grandes terratenientes no podían dedicarse a la cría de esclavos, de la misma forma que a la de caballos u otros animales cualesquiera; en la práctica, tal proyecto había de resultar lento y caro.

La esclavitud perdió así su significación como elemento constitutivo de la sociedad, sobre todo, según parece, por «motivos económicos». También influyó el aspecto humanitario del que hemos tratado al exponer la influencia de los estoicos y de la doctrina cristiana, que no fueron extraños a este estado de cosas. Examinando los efectos de esta notable revolución social, en el terreno de la agricultura fue precisosustituir la mano de obra de los esclavos; los grandes terratenientes comenzaron a ceder en renta parte de sus tierras a hombres libres, algunos de ellos campesinos pobres sin medios propios, a libertos y antiguos prisioneros de guerra. Entre las condiciones, generalmente se llegó a admitir que el propietario recibiera un tercio de la cosecha y, en épocas de sementera y recolección, el arrendatario se obligara a trabajar cierto número de días en los campos que el propietario se hubiere reservado para uso personal.

Ocioso es decir que ello distaba mucho de representar una situación ideal. Los colonos estaban demasiado supeditados a los propietarios, y tal dependencia se agravó aún más a principios del siglo IV por la injerencia estatal: ésta se explicaba por la necesidad en que se hallaba el Estado de asentar su autoridad en fundamentos económicos de carácter permanente. Mientras esta base fuera defectuosa, sería imposible hacer frente a las obligaciones, tanto en el interior del país como de fronteras afuera. Diocleciano y Constantino aseguraron este fundamento imprescindible, estableciendo en toda la extensión del Imperio un determinado patrimonio presunto para cada propietario, patrimonio teórico que servía de base al cálculo del impuesto anual (capitatio, de «caput«, cabeza) que su propietario tenía que pagar al Estado. Los propietarios aceptaron esta responsabilidad, pero pidieron que se les garantizará la mano de obra y, como los esclavos no eran suficientes, se impidiera el éxodo de la población rural a las ciudades.

Este fue el motivo que quedaran los arrendatarios ligados a sus tierras, estado de servidumbre que parece fue estableciéndose poco a poco, en cada provincia por separado, a tenor de los edictos imperiales sobre la materia. Los colonos debían poco menos que pasar toda su existencia sobre la parcela de tierra que los había visto nacer y crecer. Conservaban su libertad personal, pero se les dificultaba cambiar de profesión o residir en otras tierras. Este radical y decisivo cambio que experimentó la estructura social emanaba, cierto es, de la naturaleza misma de la sociedad romana en la última época imperial; sin embargo, fue acelerada por el ejemplo de las regiones orientales del Imperio, Egipto sobre todo. En dichas regiones, la conciencia popular había considerado siempre como deber de cada cual permanecer en el lugar en que naciera, y continuar allí la obra de sus antepasados.

Esta importante evolución económica y social no se verificó sólo en el sector agrícola. Con el fin de incorporar también la industria al régimen absolutista, el Emperador sirvióse de una organización que los mismos oficios habían creado. En todas partes donde había talleres, los trabajadores se agrupaban en asociaciones profesionales, los collegia. En cierto modo, se parecen a las corporaciones de la Edad Media, pero se distinguen de ellas en algunos puntos importantes. La asociación no inspeccionaba la calidad laboral de sus miembros; no había tarifas ni nada similar. Las asociaciones profesionales de la Antigüedad tenían como fin primordial el establecimiento de relaciones armoniosas entre sus miembros y la organización de fiestas en común: los miembros también se prestaban mutua ayuda, cuando la necesitaban. La asociación cuidaba además toda clase de intereses relativos a sus miembros; entre otras cosas, funerales decorosos; como muchos de ellos no tenían hogar ni parientes próximos, la asociación les servía de casa y familia, antes y después de su muerte.

El Estado había reconocido a tales asociaciones profesionales mucho tiempo antes de verse obligado a organizar por sí mismo algunas manufacturas, que se convirtieron en monopolio, y a ocuparse del aprovisionamiento con ayuda de los collegia, transformados en servicios públicos: barqueros, panaderos, etcétera. Para colmo, el Estado obligó a los trabajadores a afiliarse a uno de estos collegia, que eran responsables, como los terratenientes, pero colectivamente, del impuesto exigido por el Estado. Así como los aparceros fueron adscritos a la tierra que cultivaban, la gente de los diversos oficios quedó encadenada a la profesión que ejercían. Los hijos debían suceder a los padres. De arriba a abajo de la escala social, el Estado del bajo Imperio impuso a cada uno su papel, que nadie podía esquivar: el colono estaba ligado a su tierra, el artesano a su corporación, el soldado a su legión, el funcionario a su administración.

Así fue como toda la población trabajadora del Imperio Romano cayó bajo la servidumbre de la autoridad absoluta del Estado. La sociedad entera evolucionaba, a su pesar o no, hacia un socialismo de Estado, a las órdenes de un monarca absoluto. La propia vida privada aparecía reglamentada en forma estricta e implacable; pero todo se consideraba necesario en un tiempo en que el sentido cívico había desaparecido y en que el Imperio estaba expuesto a ser tiranizado por un ejército de mercenarios que obraban a su antojo. La restauración de la hacienda pública fue uno de los resultados positivos de este despotismo.

Por lo que se refiere a la organización de trabajadores y artesanos, Egipto fue ejemplo y precedente. Allí, los obreros de los talleres reales eran siervos. Aquellas «fábricas» sirvieron de modelo para organizar nuevas manufacturas estatales; en ellas se fabricaban, en especial, equipos y armas para el ejército romano, que desde finales del siglo III se multiplicaron por doquier. El Emperador romano se convirtió en un faraón, y el Imperio, en un vasto Egipto.

El célebre «edicto sobre los precios», que data del año 301, coronó la obra del Emperador Diocleciano. Allí se determinaban precios máximos no sólo para las mercancías, sino también para los servicios prestados por los trabajadores, escribas, maestros y médicos. Es fácil adivinar los resultados de tal decreto si recordamos lo sucedido durante la primera y la segunda guerra mundial, en que desaparecieron las mercancías al precio fijado y se vendieron clandestinamente a otros que en nada se parecían a la tarifa máxima.

La gran persecución contra los cristianos.

Infografía de las persecuciones a los cristianos en el imperio romano
Desde los tiempos de Nerón hasta el edicto de Milán (año 313) los cristianos sufrieron 250 años de persecución en Roma.

Las persecuciones de Diocleciano contra los cristianos quedaron profundamente grabadas en la memoria humana. Pasado el reinado de Decio, los cristianos pudieron vivir en paz medio siglo y su comunidad se desarrolló tanto que, integrada no sólo por gentes sencillas, sino también por ciudadanos ricos e importantes, llegó a constituir una potencia en el seno del Estado.

El cristianismo había echado raíces en el mismo palacio del Emperador Diocleciano, como que Valeria, hija del emperador, era cristiana en secreto; las persecuciones ejercidas por él fueron, por lo mismo, menos esperadas. Galerio, el césar de Diocleciano, odiaba a los cristianos y no perdía ocasión de excitar contra ellos al emperador, aunque éste no era hombre que se dejara llevar por sentimientos e impresiones del momento. Sus persecuciones dan la impresión de haber sido maduradas por un espíritu político. Es posible que Diocleciano no se fiara de funcionarios ni de soldados cristianos en el seno de un imperio de religión pagana. Todos sus esfuerzos tendían a restaurar las antiguas virtudes romanas: valor militar, estoicismo y disciplina, cualidades consideradas impropias de los «galileos». Quizás admitía Diocleciano que, en otro sentido, los cristianos poseían cualidades equivalentes, pero no en consonancia con el espíritu imperial. Diocleciano veía con amargura un peligro para la antigua disciplina militar romana en este culto sentimental que podía inducir a abandonar las armas por haber dicho Cristo que «los que tomaren espada, a espada perecerán». El romano temía a tal respecto a una ética que ponía su ideal en un mundo sobrehumano.

Desde luego, Diocleciano licenció a todos los soldados y funcionarios que rehusaron sacrificar a los dioses de Roma. Pronto iba a tomar otras medidas. En un edicto del año 303, el Emperador ordenó que fueran disueltas todas las comunidades cristianas, demolidas sus iglesias y quemados los manuscritos bíblicos. Diocleciano evitó todo derramamiento de sangre mientras le fue posible, pero al obstinarse los cristianos, creció la tensión de una y otra parte, y muchos pagaron con el martirio y la muerte su constancia en la fe; otros fueron condenados a esclavitud o a trabajos forzados en las minas. Mal alimentados y maltratados por los guardianes, trabajaban hasta morir. Mujeres cristianas hubo que fueron arrastradas a los lupanares.

Entre las víctimas se cuentan nueve obispos. Las persecuciones continuaron cuando Diocleciano dejó el poder, cada vez con mayor crueldad. A los castigados en las minas, les arrancaban un ojo y les inutilizaban una pierna cortándoles un tendón de la rodilla. Así lo cuenta una tradición difícil de creer. Cualquier medio era bueno para luchar contra los «galileos». Pero nada se consiguió. El cristianismo estaba demasiado arraigado para poder extirparlo.

De esta manera se han conservado los nombres de algunos mártires, hoy santos muy venerados: uno de ellos, San Sebastián, oficial de alta graduación y adorador secreto de Cristo; por ayudar a sus correligionarios perseguidos, fue atado a un árbol y atravesado por centenares de flechas disparadas por arqueros africanos. Otros mártires fueron santa Cecilia, patrona de la música sagrada, y santa Inés, bella patricia que por milagro pudo conservar su castidad en un burdel adonde fue llevada por rechazar el matrimonio con un romano de categoría. Ni siquiera las llamas de la hoguera pudieron alcanzarla.

La última de las grandes persecuciones terminó en el año 311, por decreto del mismo hombre que fuera el más furioso artífice de ellas, Galerio, ya sucesor de Diocleciano en la parte oriental del Imperio. Tal cambio de actitud dícese haberse debido a una terrible y devoradora enfermedad que lo hizo acudir al Dios de los cristianos cuando los médicos lo desahuciaron. De acuerdo con los otros jefes imperiales, entre ellos Constantino, promulgó un edicto dando licencia a los cristianos para reconstruir sus iglesias y entregarse en paz a su culto. En este documento reconocía que había combatido en vano contra un poder más alto que el suyo y pedía a aquellos a quienes tanto odiara y persiguiera, que rogaran por la felicidad de su emperador y de su país.

Los perseguidos no precisaron rezar por su verdugo. Con su muerte, Galerio viose libre de sus torturas días después. En el acto abriéronse para los cristianos las puertas de todas las prisiones del imperio. «Aparecieron -dice un historiador eclesiástico- figuras pálidas y macilentas que salían, tambaleándose, de la sombra y suciedad de las prisiones, enfermos y aniquilados por los malos tratos recibidos, pero nimbados de una aureola supraterrena». También se dejó que los cristianos de las minas volvieran a sus hogares. A lo largo de los caminos, se encontraba gente que, libre de sus cadenas, caminaba entonando himnos. El Señor había libertado a los cautivos tras ocho años de sufrimientos: de nuevo se les permitía escuchar las lectura de los Evangelios, celebrar la última cena, visitar las tumbas de sus muertos queridos y emprender la reconstrucción de sus iglesias.

Muerte de Diocleciano.

Mapa del imperio romano y los pueblos bárbaros del norte
El Imperio Romano tardío y los pueblos bárbaros de su periferia.

Desde el año 304, las dolencias que aquejaban a Diocleciano le impedían dedicarse a sus actividades. Al año siguiente tuvo además un absceso que cambió de tal modo su aspecto, que costaba trabajo reconocerlo y que dañó sus facultades mentales. Diocleciano al fin sólo aspiraba al reposo y determinó desprenderse del poder. Además, por otra razón: el ambicioso Galerio, su César, deseaba tanto la dignidad de augusto, que amenazaba con la guerra civil. Cuando Diocleciano decidióse a abdicar, persuadió a Maximiano a seguir su ejemplo. Sus césares les sucedieron en la dignidad de augustos, y Diocleciano nombró dos nuevos césares para que les asistieran en su gobierno. Estos dos príncipes herederos no eran los hijos de los césares Galerio y Constancio.

Creóse así una situación imprevista por el viejo Emperador cuando ideó el sistema de la tetrarquía: la idea del derecho de sucesión hereditaria se manifestaba más vigorosa de cuanto pudiera sospecharse. El hijo de Maximiano y el de su sucesor Constancio sintiéronse defraudados y hubo no sólo cuatro gobernantes, sino otros dos aspirantes al Imperio de occidente. En los años siguientes, desaparecieron de escena cuatro pretendientes: uno de muerte natural y tres por muerte violenta. En el año 313 también murió Diocleciano a la edad de setenta y tres años, abrumado al ver desmoronada su obra genial. Vivió apaciblemente sus últimos años en su residencia de Dalmacia, a orillas del Adriático, donde se ocupó preferentemente en cultivar su huerto. Su antiguo hermano de armas, que lamentaba haber abdicado, intentó arrastrarlo a una nueva intervención en los negocios políticos: pero a Diocleciano no le pesaba la decisión adoptada. Ahora le preocupaban más sus hortalizas que el gobierno. Sus tentativas en orden a asegurar el porvenir del Estado fracasaron en algún punto importante, pero sus grandes reformas le sobrevivirían, desarrolladas y sistematizadas por sus sucesores. En los veinte años de su reinado, el Estado romano experimentó una transformación mucho mayor que en los tres siglos precedentes.

Las ruinas del gran palacio dálmata de Diocleciano en Spalato (de palatium, palacio), actualmente Split, indican que el viejo monarca pasó sus últimos años con esplendor en verdad principesco. El palacio pertenece al último período artístico de la Antigüedad: era a la vez templo y residencia del monarca deificado. Éste aparecía con toda su imperial aura en la nave central de la fachada principal y recibía allí el homenaje de sus súbditos reunidos en la sala de las columnas. Aún en pleno día se rodeaba deantorchas encendidas que hacían centellear el oro y las piedras preciosas de su manto imperial.

Puede formarse una idea bastante exacta de la extensión de estas construcciones, sabiendo que en época reciente ha podido edificarse en el recinto del palacio imperial toda una ciudad de varios miles de habitantes. A principios de la Edad Media, estos lugares estaban salpicados de casuchas ruinosas, apoyadas en las fuertes murallas que las protegían del tropel armado de las grandes migraciones de pueblos. En nuestra época ha podido desescombrarse gran parte del impresionante recinto. De la magnificencia con que se rodeaban los monarcas romanos, son prueba asimismo otros descubrimientos arqueológicos en Piazza Armerina, Sicilia. Se cree que se trata también aquí de una residencia imperial: la que se construyó Maximiano después de su abdicación.

Retrato antiguo de un hombre y portada de un libro
Profesor Carl Grimberg y la portada del tomo III de su Historia Universal.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IX EL BAJO IMPERIO Y LA MONARQUÍA ABSOLUTA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

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