VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO VI INTERMEDIO REPUBLICANO – IMPERIAL. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.
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Contenido de éste artículo.
- Mecenas, el protector.
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- Virgilio, poeta nacional.
- La Eneida, epopeya nacional.
- Horacio, epicúreo y sonriente.
- Propercio, el enamorado de la belleza.
- Tibulo, espiritual y elegíaco.
- Ovidio, guía de eróticos.
La prosa romana alcanzó la cumbre con César y Cicerón, pero sólo en el reinado de Augusto la poesía llegó a su cima con poetas como Virgilio, Horacio, Propercio, Tíbulo y Ovidio. El latín adquirió, gracias a ellos, una sonoridad y riqueza expresivas como nunca. Y estos poetas pudieron dedicarse por entero a su arte gracias a Augusto. El emperador convirtió a Roma en centro cultural, dotándole de obras artísticas y construcciones monumentales; alentó también a los poetas a emular a Homero, exaltar la grandeza de Roma y revivificar las costumbres ejemplares de su raza. Con tal fin invitaba a los poetas a su palacio, les demostraba amistad, oía sus obras con el mayor interés, aplaudía sus éxitos y recompensaba sus méritos. El mejor colaborador de Augusto en la realización de este empeño cultural fue el millonario Mecenas, su noble amigo.
Mecenas, el protector.
Agripa fue el brazo derecho del emperador en cuestiones militares y técnicas; Mecenas, su mejor colaborador en el terreno cultural. Era fino diplomático, muy flexible, indolente innato y un tanto epicúreo. Mecenas logró así la confianza del emperador y pudo decir a su poderoso amigo verdades que nadie se atrevía a manifestar. Un día que Augusto administraba justicia y pronunciaba una sentencia de muerte tras otra, juzgó Mecenas que las cosas iban demasiado lejos. No podía acercarse al emperador sin llamar la atención y provocar revuelo en la asamblea. Entonces escribió en un papel y se lo arrojó con disimulo. Augusto leyó: «¡Detente, verdugo!». Esto le hizo reflexionar y abandonó al punto la sala.
Más tarde, las relaciones entre ambos se enconaron a causa de una linda joven con quien Mecenas se casó en edad madura. El desgraciado marido se hizo objeto de la irrisión de la gente. Herido en su amor propio, Mecenas se retiró de la vida pública para disfrutar de sus riquezas en su espléndido palacio del Esquilino, lleno de obras de arte y rodeado de jardines magníficos, desde donde se divisaba una panorámica impresionante sobre Roma y la Campania.
Mecenas reunió en torno suyo a literatos y poetas como Virgilio, Horacio y Propercio; incluso los talentos noveles hallaban en su casa regia hospitalidad. Adquirió la inmortalidad como protector de poetas: aún hoy se habla de los «mecenas» y del «mecenazgo».
Virgilio, poeta nacional.

Virgilio era el primogénito de los poetas del reinado de Augusto; los mismos romanos lo consideraron el mayor de los poetas. Oriundo de una aldea cerca de Mantua (Galia Cisalpina), no lejos del pago donde naciera Catulo, era hijo de un ciudadano modesto que se sacrificó para darle esmerada educación literaria y científica.
En su primer ciclo poético, Las Bucólicas, Virgilio canta la vida pastoril al modo de Teócrito, aunque no llegue a igualar la viveza y originalidad del modelo. Los pastores de Virgilio se nos antojan a menudo elegantes cortesanos disfrazados de pastores. Virgilio escribió sus idilios pastoriles mientras la sangrienta batalla de Filipos decidía los destinos del mundo y de los siguientes años. Ello motivó su popularidad: Las Bucólicas ofrecen el suspirado descanso en una época turbulenta; muestran a una generación de ciudadanos sofisticados, un mundo natural y candoroso, donde puedan reposar cuantos se sientan abrumados por el vértigo humano.
En el más discutido de estos poemas, el IV, el poeta predice el advenimiento de una edad de oro que sucederá a las desgarradoras guerras civiles, una época en que la tierra ofrecerá a los hombres cosechas doradas sin necesidad de simientes; las parras darán racimos sin necesidad de poda, «los rebaños no temerán a las fieras, morirán las serpientes y la miel destilará como rocío en los troncos de las encinas». Una era de paz anunciada por el nacimiento de un niño que reinará como dios en un mundo feliz.
¿Quién es este niño cuyo nacimiento predice el poeta con tan sugestivas frases? Cristianos piadosos creyeron ver en este poema la primera luz estelar qué guió a los magos de oriente a la cueva de Belén. Las imágenes simbólicas de la Biblia, el rebaño, los pastores, la serpiente que debía morir, les afirmaron en su convicción: el poeta aludía a Jesús. ¿Era este niño el hijo de la virgen cuyo nacimiento anunciaran los profetas judíos y que nació cuarenta años después? Así lo creyeron los cristianos medievales, que consideraron a Virgilio como un santo profeta. No es imposible que Virgilio, hombre piadoso, oyese hablar de las profecías de Isaías, y quizás pudo leer a los profetas hebreos en su traducción griega, la Septuaginta. Pero hay algo evidente: la mayoría de las imágenes del poema virgiliano proceden de poetas helenos ó helenísticos más antiguos (Píndaro, por ejemplo), y de cantos universalmente conocidos sobre los tiempos dichosos de la edad de oro. Los discípulos de Platón y de Pitágoras estaban íntimamente persuadidos de la inminente llegada de esta época; oráculos y sibilas también lo habían predicho. Todas estas profecías parece que se originaron en Egipto, cuna de tantas doctrinas misteriosas.
Por ello es preferible admitir que el poema -pese a la influencia oriental que aparezca en él- resulta de la angustia del pueblo romano durante aquella época turbulenta y de su gran deseo de paz. Estas aspiraciones pacíficas originaron una segunda hipótesis: el niño que iba a nacer sería el hijo que Augusto esperaba de su segunda esposa. Esperanza que se desvaneció muy pronto y de modo casi humorístico, pues el hijo fue niña: Julia, que tanto daría que hablar.
Años después, a Las Bucólicas siguieron Las Geórgicas, poema didáctico en cuatro libros sobre la agricultura, el cultivo de la vid, la ganadería y la apicultura, y al mismo tiempo un himno a la vida campesina, sencilla y natural. El primer libro termina con una emotiva oración a los dioses tutelares de Roma para que ayuden a Octavio y protejan a este héroe, campeón de la paz, qué trata de acabar con la violencia y con los atropellos y revalorizar el arado y al agricultor. El ciclo enteró se clausura con un homenaje a César, «cuya poderosa mano blandió el rayo de la guerra hasta las riberas del Éufrates, ofreciendo a los pueblos sometidos paz y leyes benignas, abriéndose camino hasta el Olimpo».
En el año 29, al regresar Augusto a Roma vencedor en Accio, el poema estaba terminado y podía ser leído ante éste por el mismo autor y su protector Mecenas. Augusto halló en el poeta un propagandista -inconsciente, en verdad- de su política agrícola. El emperador quería que los proletarios de Roma volvieran a la tierra, restaurando así la clase social que originara la grandeza romana. Virgilio convirtióse de esta forma en el Hesíodo romano, después de haber sido el Teócrito. Él mismo afirmó que quiso dar a Roma, con sus Geórgicas, un paralelo a la obra de Hesíodo, Los trabajos y los días.
Las Geórgicas son poemas didácticos; el autor quiere enseñar al campesino romano la mejor manera de trabajar la tierra y cuidar el ganado. Con todo, la obra no es nunca árida o pedante. El poeta parece tocar con su varita mágica los trabajos del campesino, dando un encanto nuevo a las labores más: prosaicas. Canta, arrebatado, elogios a su querida Italia y las delicias que proporciona. Describe a las mil maravillas el trabajo del campesino en su viña, la protección de los sarmientos y su poda en el momento preciso.
Nuestro poeta tiene muchas cuerdas en su lira y cada una con distinto son. Nos arranca de un amable idilio para mostrarnos la lucha feroz por la vida. Nada iguala en vigor a su descripción de la pelea de dos toros. Con devoción casi infantil, describe el poeta la vida de las abejas en la colmena, «donde la miel exhala su perfume de flores».
La brillantez de Las Geórgicas, su mejor creación poética, proviene de la inspiración que sólo un conocimiento perfecto de las actividades agrícolas puede dar y de esa gratitud inconsciente que cada uno de nosotros siente por el hombre que, curvado bajo el sol, sobre los terrones, nos ofrece la posibilidad de vivir.
La Eneida, epopeya nacional.

Terminadas sus Geórgicas, Virgilio se consagró a una nueva obra, que recogía una idea acariciada por Augusto: ofrecer a los romanos una gran epopeya nacional que sustituyera al poema de Ennio, anticuado y rudo. Así nació la más célebre de sus obras, la Eneida, que exalta la historia romana haciéndola remontar hasta Eneas, pariente del rey Príamo. Después de Héctor, era Eneas el más valiente de los troyanos; y no era menor su piedad. De esta manera, Roma tenía a Troya por metrópoli, y el troyano Eneas, antepasado de Augusto, era el verdadero fundador de la ciudad, porque la gens Julia era descendiente de Julo, hijo de Eneas.
Hace ya siete años que Troya fue destruida. Durante este tiempo, Eneas va errante por los mares, por culpa de Juno:
«No ha perdido la memoria de las causas de su ira y de su amargo despecho. Y conserva en el fondo de su alma el juicio de Paris, la injuria de su belleza menospreciada…».
He aquí por qué odia a todos los descendientes de Paris. Después se acerca Eneas al litoral de África. Juno consigue persuadir a Eolo, dios de los vientos, a que desencadene la tempestad contra los barcos troyanos.
«Síguese clamor de hombres y crujido de jarcias. De súbito, las nubes hurtan a los ojos de los teucros el cielo y el día. La noche cubre el mar con ambas alas negras; el cielo truena de un polo a otro y el aire brilla con centellas frecuentes; y todo amaga a los troyanos una inminente muerte».
Zozobran cinco navíos, los otros naufragan. Pero al punto aparece Neptuno, protector de Eneas. Enojado y blandiendo su tridente, ordena a vientos y nubes que amainen en el, acto. Eneas singla entonces hacia las costas de Libia, con los barcos restantes, y allí encuentra un puerto bien defendido. Desembarca en el lugar donde reina la bella Dido, que, huyendo de Tiro para escapar de su ambicioso hermano, fundó Cartago.
La reina ofrece hospitalidad a Eneas, que le narra sus numerosas hazañas y aventuras. Describe la caída de Troya. Virgilio narra los acontecimientos que la Ilíada pasó por alto, con fuerza dramática tan irresistible, que aún hoy inspiran piedad. Este relato de las aventuras de Eneas recuerda en parte las vicisitudes de Ulises. Entretanto, Dido escucha al apuesto extranjero con creciente interés y admiración, que se torna en pasión ardiente. Eneas corresponde a los sentimientos de la reina. Durante, una cacería, en la que participa la corte entera, se desencadena una tempestad. Dido y Eneas se encuentran solos en una gruta.
«Entretanto, comienza el cielo a turbarse con enorme murmullo, y sigue la tempestad acompañada de granizo. Por doquier el cortejo de tirios y la juventud troyana y el dardanio nieto de Venus, medrosos, esparcidos por los campos, acógense a diversas guaridas. Envían ríos las montañas. Dido y el caudillo troyano se cobijan en la misma cueva. La Tierra y Juno la pronupcial dan la señal en el acto; brillan los relámpagos en el Éter, sabedor del connubio; las ninfas aúllan en la cima del monte».
Sigue una larga serie de fiestas; Eneas y Dido sólo piensan en su amor. Eneas olvida su misión: fundar en suelo de Italia el Estado que un día dominará al mundo. Al fin, el rey de los dioses le ordena que deje su ociosidad y siga el curso de su destino. Eneas obedece. Con su sensible instinto de mujer enamorada, Dido adivina lo ocurrido y trata de retener a su amante; y ante la inutilidad de sus esfuerzos, su amor se transforma en odio. Dido no quiere sobrevivir a la separación. Cuando, al amanecer, Eneas abandona el puerto de Cartago, una hoguera le ilumina su ruta: en ella se consume Dido. Antes de morir, maldice al infiel amante y a todo su pueblo y predice la grandeza futura de Cartago, que, un día, será la más peligrosa enemiga de Roma y vengará el honor de su primera reina.
Eneas singla ahora rumbo a Italia. En Cumas consulta a la célebre Sibila. En compañía de la adivinadora, visita los infiernos y encuentra allí a su anciano padre, a quien sepultara un año antes. Esta descripción del orco es uno de los capítulos más emotivos de la literatura universal. Constituye la fuente de numerosas visiones del infierno descritas en la Edad Media y de ahí su importancia para la historia de las religiones y de la civilización. Eneas y la Sibila llegan junto a Carón. El barquero ofrece un aspecto espantoso: su barba es gris e hirsuta, sus ojos lanzan rayos. A la orilla del río se presentan las sombras de los difuntos:
«Hacia él y en la ribera, lánzase toda la derramada muchedumbre de las almas, hembras y varones, y los cuerpos huérfanos de vida de los magnánimos héroes; muchachos, doncellas y jóvenes colocados en las piras a la vista de sus padres: …Rogando están por ser las primeras en pasar, y tienden las manos, ansiando llegar a la otra orilla».
Pero el terrible barquero rechaza estas lívidas siluetas, sombras de los difuntos cuyos despojos no recibieron sepultura. Están condenadas a vagar cien años por el borde del río antes de poder alcanzar la otra orilla. A ruegos de la Sibila, Eneas sube a bordo del frágil esquife:
«De allí echa a las otras almas, que ya estaban sentadas en los largos bancos, y desocupa el fondo, y al instante embarca el gran Eneas. Bajo tal pesadumbre, gime el barco sutil y por sus hendiduras entra mucha agua cenagosa. Al fin, sin daño, pasa al otro lado del río a la profetisa y al héroe y los deja en el légamo informe y entre glaucas ovas».
«Asorda estos reinos con su ladrido trifauce el gran Cerbero, tendido y monstruoso de parte a parte en su cueva. A quien la profetisa, viendo que ya se eriza su cuello envedijado de culebras, le echa la torta narcotizada de miel y semillas medicinales. Él la toma al vuelo, abriendo las tres gargantas, que el hambre exaspera, y, dejándose caer por el suelo, relaja sus desmedidos miembros y se extiende monstruoso, llenando toda su cueva. Sepultado en sueño el guardián, ocupa Eneas la entrada y pasa presto la ribera de la onda que no tiene retorno.
«Y, al instante, en el umbral primero, oye voces y vagidos grandes, llanto de almas de niños a quienes se llevó un día aciago y, huérfanos de la dulce vida y arrancados del pecho, los sumió en amarga muerte. A par de éstos, los condenados a muerte por supuestos crímenes. Estas moradas no les fueron dadas sin tribunal sacado a suerte ni juez. Minos, inquisidor, mueve la urna: él reúne en asamblea a los silenciosos y juzga sus crímenes y sus vidas. Próximas a ellos tienen sus estancias aquellos tristes que, sin merecerlo, por su propia mano, se causaron la muerte y, porque aborrecían la luz, rechazaron la vida. ¡Ay, cuánto más ahora y en el alto éter querrían arrostrar pobreza y trabajos duros! Los hados se lo vedan; la despreciable ciénaga los tiene cautivos en suagua triste, y la Estigia, con nueve vueltas, los aprisiona. Y no lejos de aquí, extendidos por doquier, se muestran los campos llorosos (así los nombran). Aquí, a aquellos que un amor duro consumió con su cruel infición, ocúltanlos unas veredas secretas y abrígalos en derredor una selva de mirtos; ni en la misma muerte dejan las ansias amorosas».
La sombra de Dido se encuentra allí también. Pero cuando Eneas quiere hablarle, huye enojada. Eneas sigue su camino y encuentra a varios compañeros de armas, que le cuentan sus calamidades. Poco después llega al pie de una inmensa fortaleza; en torno a sus murallas corre un río de olas de fuego. Es el Tártaro, el lugar de los condenados.
«De allí se oyen salir gemidos, horribles latigazos, luego el ruido estridente de hierro y arrastre de cadenas. Encerrados aquí, esperan su castigo aquellos que en vida aborrecieron a sus hermanos; los que a su padre hirieron o causaron fraude a su cliente; los que se tendieron sobre amontonadas riquezas, sin dar parte de ellas al prójimo -éstos forman la mayor muchedumbre- y los que por adulterio fueron muertos; los que siguieron armas impías y no temieron traicionar a sus señores.
«Éste vendió a su patria por dinero y le impuso un tirano poderoso, hizo y deshizo leyes por soborno; este otro invadió el tálamo de su hija y contrajo vedados himeneos; todos concibieron grandes maldades y cogieron el fruto de su osadia».
El viaje continúa y después de este horrible escenario…
«…llegan a los lugares apacibles y a los amenos vergeles de los bosques gloriosos, y a las moradas de los bienaventurados. Un aire más amplio cubre los campos y los viste de luz púrpura, y conocen su sol y sus estrellas. Los unos ejercitan sus miembros en las palestras de grama, y en el juego compiten; y luchan en la dorada arena; y, con sus pies, los otros rigen danzas y recitan versos».
Eneas tiene el consuelo de encontrar a su anciano padre. Pero al intentar abrazarle, la sombra se desvanece como un sueño. Eneas aprende de su padre la doctrina de la metempsicosis; el anciano le muestra las almas de las generaciones futuras, almas que vivificarán algún día el cuerpo de un ser humano. Eneas ve a todos aquellos que, más tarde, desempeñarán un papel importante en Roma, desde Rómulo hasta Augusto, que dará al mundo la paz y la edad de oro.
Como muchas otras escenas de la Eneida, la visita al mundo subterráneo fue escrita según modelo homérico. Sin embargo, Virgilio y Homero conciben el infierno de forma muy distinta. La época de Homero no hacía distingos entre los hombres buenos y malos, respecto a la supervivencia en el reino de las sombras; más adelante, la influencia de Pitágoras y Platón creó tal distinción entre los difuntos.
Con la visita a Cumas termina el nomadismo de Eneas y comienza el largo combate en el Lacio, lucha que el príncipe troyano ganará al fin de una serie de triunfos y fracasos. Entonces puede realizar su gran misión y formar la comunidad de donde saldrá un día Roma, señora del mundo.
Como queda dicho, se observa a menudo en la Eneida la influencia de la Ilíada y de la Odisea. Sin embargo, los héroes de Homero son mucho más vivos, más humanos, más apasionados que Eneas, con frecuencia simple marioneta en manos de los dioses. No obstante, el carácter de Eneas es más elevado que el de los héroes homéricos, pues sacrifica su felicidad personal a la ejecución de la tarea que los dioses le han confiado: «Eneas es la personificación de ese sentido del deber tan característico de los romanos». Nunca transige con su misión.
Los dioses de Virgilio son tan impersonales como sus héroes. Carecen de los rasgos personales que dan vida y color a los dioses helenos. Son las númina, las fuerzas, lo que determina el curso de la Eneida: ello corresponde muy bien a las ideas de losromanos. Hay otra diferencia: Homero es un narrador puro; Virgilio escribe guiado por un fin muy claro. Pretende, ante todo, glorificar el poder romano y aureolar la figura de Augusto.
Virgilio es más sincero cuando describe la vida idílica en el seno de la naturaleza, cuando opone la dicha del campesino a la vida de los ciudadanos esclavizados por el lujo y los placeres. Hijo de un campesino, nunca dejó de serlo. Ningún poeta anterior, griego o romano, tuvo hacia la estética de la naturaleza un sentimiento tan intenso.
Sus contemporáneos no dudaban en colocar la Eneida por encima de todas las obras. Su poesía sabe hacernos oír el rumor de los árboles y el estrépito de las espadas. Los romanos creían incluso que Virgilio superaba al padre de la poesía griega. Ningún ciudadano podía leer sin sentirse conmovido las altivas palabras del padre de Eneas cuando, desde el fondo del orco, señala a su hijo la futura misión de los romanos.
Virgilio trabajó once años en la Eneida, y creía necesitar tres años más para terminar su epopeya, pero no pudo disfrutarlos. La muerte puso fin a su obra, apenas cumplidos los cincuenta años de edad.
Horacio, epicúreo y sonriente.
Horacio era más joven que Virgilio y provenía de la Italia meridional. Su padre, un liberto, había hipotecado su pequeña granja para que su hijo pudiera educarse en Roma. Como el padre de Virgilio, quiso que el niño supiera «todo lo que debe saber el hijo de un senador o de un hombre rico».
Horacio fue un maestro en la sátira: «cantaba las verdades con la sonrisa en los labios». Su benévolo humor y sosegada ironía se caracterizan por su imparcialidad: se burla tanto de sus propios defectos como de los ajenos. Ironiza su afición a la mesa y su temperamento gustoso de placeres; se burla también de otras debilidades suyas con la misma sonriente sinceridad.
Horacio no servía para soldado: sólo una vez se halló en combate, en Filipos. Mandaba un batallón en el ejército de Bruto. Horacio no se portó como un héroe precisamente y más tarde tuvo la humorada de contar este episodio poco halagador y de burlarse él mismo de su pánico. Confiesa que arrojó su escudo para huir más de prisa, cuando vio que las cosas no iban bien. El vencedor lo perdonó y Horacio se apresuró a agradecérselo.
Horacio fue un hombre feliz: Era pequeño y gordo; él mismo se describía como «un cerdo bien alimentado de la piara de Epicuro». Gozaba sobre todo en su finca de las cercanías de Tibur (Tívoli), regalo de Mecenas. Cuando hacía mucho calor, se refugiaba en Roma; allí escribió la mayoría de sus últimas obras. Augusto lo apreciaba mucho. El poeta era bondadoso, sin malicia, apacible e inteligente; además, sus opiniones coincidían en muchos puntos con la política imperial. Se acusaba a Augusto de haber despojado a los romanos de su libertad. Si ahora se permitían organizar la vida a su gusto, en paz y libres de cuidados políticos, a Augusto lo debían.
Augusto se propuso nombrar a Horacio su secretario particular, pero el poeta prefería vivir como mejor le pareciese. Augusto lo comprendió y no se molestó por la negativa del poeta. Así pudo consagrarse por entero a su obra y, siguiendo la escuela lesbia, cantar las continuas metamorfosis de la naturaleza, exaltar las virtudes del vino (tomado con moderación), tratar sobre el amor y la amistad, dedicar elogios a Augusto, bienhechor suyo y de Roma, y, por último, satirizar las debilidades humanas.
«Trabajarán otros con mayor habilidad el bronce y le infundirán alientos de vida (así lo creo); y del mármol sacarán los rostros vivos; perorarán mejor las causas, y medirán con el compás los movimientos del cielo y señalarán el curso de los astros. Atiende tú, ¡oh, Romano!, a gobernar los pueblos con tu imperio. Éstas serán tus artes: imponer las normas de la paz, perdonar a los vencidos y debelar a los soberbios».
He aquí uno de sus más encantadores poemas sobre el amor:
«Me rehúyes, Cloe: semejante al cervatillo que por desviados montes busca a su madre, atemorizada, no sin vano miedo de las auras y del manso susurro de las hojas.
Tiembla tu pecho y tiemblan tus rodillas si la llegada de la primavera roza las hojas móviles, o los verdes lagartos remueven los zarzales.
Y no obstante, yo no te persigo cual fiero tigre o león getúlico, para despedazarte. Deja, por fin, a tu madre. Ya estás en sazón para un marido».
En casi todos sus poemas satíricos se observan la misma humanidad, sensibilidad y humor. Horacio comprende las debilidades humanas. Su alegría del vivir evoca en medio de un paisaje invernal la figura majestuosa del Soracte nevado, montaña al norte de Roma. Pero este poema encantador es, como muchas obras de Horacio, adaptación de un canto de Alceo. Horacio se glorificaba de haber divulgado las obras de Alceo y otros poetas griegos y de hacérselas gustar a los romanos. En cierto modo, Horacio contentóse con ser un adaptador como Terencio. Algunos literatos y filólogos han demostrado que los más bellos poemas de Horacio son imitaciones y traducciones de obras griegas. Pero son traducciones magistrales, tan perfectas como las originales. Horacio realiza la síntesis de los genios griego y latino. Se le ha llamado «el más heleno de todos los romanos». Es muy probable que corriese sangre griega por sus venas, siendo originario de la Magna Grecia. Horacio es romano por su agudo sentido de la realidad y griego por su amor a la armonía y a la belleza formal. Vivió según el dictado del
oráculo de Delfos: «Conserva en todo la medida», palabras sensatas. Horacio recomendaba «el justo medio» entre la temeridad y el miedo; entre dar rienda suelta a las pasiones y el letargo de las mismas, entre el lujo desmedido y le austeridad. Gracias a la formación estética adquirida por su cultura helénica, su espíritu se liberó cada vez más de la rusticidad romana. Sus mejores obras poéticas son fruto de esta unión entre la virilidad romana y la gracia griega.
Varios poemas de Horacio, las obras satíricas en especial, son también inestimables documentos para la historia de la cultura. Horacio estaba dotado de un sentido de observación muy agudo; para conocer bien la época de Augusto, sus obras nos ofrecen un material tan apreciable como las obras de Cicerón para el conocimiento de la época anterior. Sus poemas nos permiten seguir el curso de su existencia como si se tratara de un diario particular. Horacio es un narrador magistral cuando describe su viaje de Roma a Brindis¡, en compañía de Mecenas y de los poetas Virgilio y Varrón.
En el año 8 a. C., Horacio perdió a su fiel amigo Mecenas, muerto tras prolongados sufrimientos. En su testamento, Mecenas nombraba a Augusto su albacea universal, pero imponía al emperador un deber sagrado: «¡Acuérdate de Horacio Flaco tanto como te acordaste de mí!» La exhortación sería superflua. Semanas más tarde, Horacio seguía a su bienhechor. Fue sepultado cerca de su amigo. Horacio rubricó su vida con esta estrofa, que aún hoy se cita para honrar una existencia ejemplar:
«Quien es íntegro en su vida y está limpio de maldad, no necesita, oh, Fusco, arco ni dardos moriscos, ni aljaba llena de flechas envenenadas».
Horacio era un hombre de buen corazón, que sabía cambiar el idioma en música y compartía con sus semejantes toda aquella felicidad de vivir que él disfrutaba.
Propercio, el enamorado de la belleza.
Propercio pertenecía al ciclo de Mecenas, como Virgilio y Horacio. Originario de una de las más bellas regiones de los Apeninos, nació hacia el año 47 a. C., en la comarca de Asís. Se educó en Roma por las mismas razones que Virgilio y Horacio. Apasionado por la belleza, pronto se aficionó a la poesía griega y comenzó a expresarse en poemas eróticos.
Su adorado ídolo no era Lesbia (como en Catulo), sino Cintia, nombre tomado de un monte de la isla de Delos. Cintia era una atractiva compañera de las musas. Belleza de ojos apasionados, tenía un cuerpo de diosa; danzaba como las Gracias: todo su ser
irradiaba encantadora belleza, «como un pétalo de rosa en la leche».
Propercio era muy joven, 17 años, cuando la vio por vez primera. El flechazo fue recíproco. Cintia admiraba los versos de su amante, orgullosa de ser cantada por tal poeta. Al cabo de un año, Propercio dio a conocer los primeros poemas escritos en honor de su belleza.
«Ya parezca triste a mis amigos, o les parezca feliz, todo cuanto pueda sucederme, lo digo con franqueza, tiene una sola causa: Cintia».
«Cintia fue la primera que, con sus bellos ojos, me esclavizó a su poder. Estuve antes libre de toda inclinación amorosa. El amor castigó mi orgullo miserable, me hizo bajar los ojos y pisoteó mi cabeza hasta el punto que, cruel, me empujó a odiar las muchachas púdicas y a vivir en desorden. Este furor me persigue hace un año, y he de añadir que tuve siempre a los dioses contra mí. Venus me dedica noches muy amargas y el Amor, como si no tuviese otra cosa que hacer, jamás me abandona».
«No se obtienen favores de Cintia sin ser castigado por ello», dice en otro lugar. Sus relaciones no fueron más que una larga serie de disputas y reconciliaciones. Cintia se acercaba a él a cada desavenencia y lo golpeaba hasta quedar sin fuerza en los brazos La escena acababa con una reconciliación apasionada.
Propercio no podía vivir sin Cintia. Apenas se alejaba ella un instante, se sentía atormentado por los celos. La coqueta jugaba con el joven poeta como el gato con el ratón, dejándolo a veces por un rico admirador. El amante abandonado clamaba su dolor a los árboles del bosque, al suave viento de poniente, a las fuentes de la montaña, a las rocas solitarias del desierto.
Llegó un día en que el poeta rompió sus cadenas. Se embarcó hacia Atenas, donen pensaba seguir sus estudios. Dejó a Cintia atrás y la maldijo por cuantos tormentos le hiciera padecer. El odio lo volvió cínico y recordó a su antigua dama que algún día seria una mujer vieja, fea y arrugada. «La poesía de Propercio ofrece a veces el gusto amargo de las manzanas silvestres, de los frutos que maduraron sin sol. Pues hay también corazones que amaron sin conocer el sol del amor», dice un historiador de la literatura.
Cintia había muerto al regresar Propercio a Roma. Su juvenil amor sólo era un recuerdo melancólico. El joven apasionado se había transformado en hombre. Su amigo Mecenas lo incitó entonces a ensayar la poesía épica. Propercio accedió sólo después de muchos titubeos al deseo de su bienhechor.
Propercio cantó la victoria de Octavio en Accio y otros acontecimientos de la historia romana. Es difícil apreciar esta poesía en su justo valor. El estilo de Propercio, influido por el de los alejandrinos, se hace pesado con sus divagaciones eruditas y digresiones mitológicas. El apasionado amante de Cintia envejeció prematuramente y murió poco después de cumplir los treinta años.
Tibulo, espiritual y elegíaco.
Tibulo, poeta contemporáneo de Propercio, murió también muy joven. Su obra revela una vida sentimental, menos apasionada, pero más profunda y desinteresada. Para Tibulo, el amor no es sólo sensualidad desenfrenada, como en Catulo y Propercio, sino un sentimiento profundo, sagrado incluso. El amor inspira a Tibulo melancolía antes que pasión. Su obra sólo el corazón puede comprenderla. Nos recuerda a menudo Las Geórgicas, de Virgilio. Sus versos son significativos cuando el poeta exalta la vida rural: «No me avergüenzo de llegar a casa abrigando en los pliegues de mi ropa un corderillo o un cabritillo que su madre dejó atrás olvidado».
Tibulo escribe con verdadero placer tan deliciosos idilios. La paz del campo ocupa lugar destacado en su poesía; no canta a la amante, sino a la esposa amable y fiel, ángel del hogar. Pocos poemas antiguos superan en profundidad a los que Tibulo, enfermo en Corfú y lejos de su casa, escribía a su idolatrada mujer. Olvida sus dolores, dice, y ya no teme a la muerte cuando piensa que llegará el día en que al volver a casa la sorprenderá sentada hilando su rueca.
“Quisiera aparecer de improviso ante tus ojos, Delia, sin que nadie me anunciara, como enviado del cielo; recibiéndome tal como te encuentres, con tus largos cabellos en desorden y descalza. Éste es mi deseo: ojalá la clara Aurora, con sus rosados caballos, pueda traernos este día tan feliz y dichoso».
Ovidio, guía de eróticos.

El poeta Ovidio nació en una pequeña ciudad de los Abruzos. Al contrario de Horacio y Virgilio, tuvo un padre rico y respetable, que lo preparó para la carrera de los honores, enviándolo a estudiar retórica a Roma. Pero Ovidio no tenía vocación para ello: su prosa se convertía en poesía ágil y sonora, y los dignatarios romanos no solían ser poetas. Con todo, ejercitaba su talento como travesura de niño, intrascendente, escribiendo sólo porque sentía placer en ello. Por otra parte, le sobraba dinero para vivir a su antojo. «¿Por qué buscar la gloria en las batallas o meterse en la cabeza enojosos artículos del código, o vociferar en el ingrato Foro? ¡Todas estas cosas pasan y yo quiero que mi gloria sea inmortal!», decía. Y el deseo se realizó.
Ovidio estaba inspirado por la musa frívola de los versos amorosos; sin embargo, no da la impresión de haber vivido lo que escribe; por eso sus obras carecen de aliento e ignoran las pasiones violentas. El amor le proporcionó un interesante asunto de estudio psicológico. En él, el erotismo no es más que galantería y no, como en Catulo y Propercio, la expresión de una intensa sensualidad. «Creedme —dice—: mis pensamientos y mi razón de vivir divergen totalmente. Mi musa es frívola, pero siempre he llevado una vida decente». Contrariamente a los demás grandes poetas que vivían en la época de Augusto, Ovidio era un hombre casado, ordenado y respetable, que podía afirmar: «Ningún padre que tenga dudas sobre el origen de sus hijos puede pensar mal acerca de mí».
La poesía erótica de Ovidio es un juego fantástico y una constante variación de motivos, con frecuencia de origen griego. Sus palabras son a menudo chocantes, de doble sentido.
Ocurriósele escribir una especie de manual sobre el arte de amar (Ars amandi), en que de manera sistemática, casi científica, explica cómo un joven puede conquistar y conservar a su amante; luego da consejos similares al sexo opuesto. El Arte de amar es un ingenioso manual deestrategia amorosa. En vez de tratar de fidelidad, insinúa cómo hay que disimular una traición a la pareja.
La obra interesa por las imágenes excelentes que proporciona de la sociedad romana de la época y por la amenidad de su estilo.
El Arte de amar evidencia el fracaso completo de Augusto y sus colaboradores, que intentaban reformar las costumbres e imponer normas de moralidad pública. La obra de Ovidio pisotea con frivolidad cualquier ideal ético, y fue tan popular como en otro ambiente los sueños idealistas de Virgilio. En consecuencia, Augusto consideró a Ovidio un corruptor de la juventud. El Arte de amar apareció el mismo año que el emperador veíase obligado a desterrar a Julia. Un día, corrió por la ciudad de Roma el rumor que el célebre Ovidio había sido castigado.
Era cierto. La opinión pública asoció inmediatamente la noticia a un nuevo escándalo en la casa imperial. Esta vez, la joven Julia, nieta de Augusto, fue desterrada de Roma por imitar a su nada virtuosa madre, y Ovidio quedó enredado en el asunto, sospechoso de haber sido su amante. También cayó sobre él la cólera del emperador. A sus cincuenta años, el poeta fue desterrado a Tomi, en la orilla occidental del mar Negro. El Arte de amar fue prohibido.
Para entonces había casi terminado una obra distinta por completo de la anterior: las Metamorfosis. Metamorfosis significa «cambio de forma». En los quince libros de sus Metamorfosis, Ovidio cuenta unas 250 leyendas, sobre hombres que se transforman en animales, árboles, piedras, etcétera, dándonos así a conocer gran número de mitos griegos que, gracias a él, se han conservado. Por ejemplo, la historia de Latona, que, tras un penoso viaje con sus hijos Apolo y Diana, llega por fin junto a un lago donde los tres podrán apagar su ardiente sed. Cuando los campesinos del contorno les niegan acceso al agua, ella los transforma en sapos.
En extracto, esta bella leyenda dice:
«Latona huyó llevando en sus brazos a sus dos tiernos hijos. Llegaron a Licia, y un día que sus hijos agotaron la leche de sus senos y el calor del día y la larga caminata la dejaron exhausta, consumida de sed, vio un pequeño estanque en el fondo del valle. Los campesinos recogían en la orilla mimbres, hierba y juncos. Latona se acercó y se arrodilló para coger agua; pero ellos tuvieron la crueldad de impedírselo.
«Latona les dijo: ¿Por qué me impedís beber? ¡El agua es patrimonio de todos, como el aire y la luz, que la naturaleza no rehúsa a nadie! Yo os pido permiso. No he venido a tomar un baño, sino a apagar mi sed, tan ardiente que mi garganta está seca y apenas puedo hablar. El agua de vuestro estanque me será más deliciosa que el néctar de
los dioses. Dejadme coger un poco de esta agua que tanto necesito y os deberé la vida. Si no os compadecéis del estado angustioso de una madre, compadeceos al menos de mis desgraciados hijos que os tienden sus manos inocentes».
Y, en efecto, las tendían. ¿Qué corazón pudiera haber tan bárbaro que resistiera las conmovedoras súplicas de la diosa? Sin embargo, no se apiadaron aquellas fieras y ordenaron con amenazas que se marcharan. No sólo eso. Enturbiaron el agua saltando al estanque, removiéndola con pies y manos, levantando el fango depositado en el fondo. Entonces la cólera devino mayor que la sed: Latona, desdeñando humillarse más, elevó ambas manos al cielo y los conjuró a vivir para siempre en aquel estanque.
«Sus deseos se cumplieron: de súbito viose a este grupo insolente lanzarse a las aguas, unas veces sumergiéndose, otras sacando la cabeza encima de las ondas, nadar a veces sobre las aguas, detenerse otras al borde del estanque o precipitarse de nuevo en un salto. Pero nadie pudo impedirles que siguieran vomitando injurias e insultaran a la diosa con estridentes gritos. Su voz es ronca, se les hincha el cuello y abren tanto el hocico para proferir blasfemias, que parece agrandárseles desmesuradamente, con la cabeza tocan las espaldas, de modo que por detrás no se les distingue cuello alguno. Su dorso es verde y blanco el vientre, la parte más voluminosa de su cuerpo. Transformados en sapos, se regodean y remueven en el fango de las charcas».
El día en que Ovidio abandonó su querida Roma, fue para él como «el de sus funerales». El mar Negro fue siempre su «mar inhóspito». Los inviernos eran durísimos para el desterrado, acostumbrado al cálido sol italiano. La pequeña colonia romana de Tomi, donde Ovidio pasaría el resto de su existencia, estaba aislada entre inmensas estepas, rodeada de bárbaras tribus escitas. Ovidio escribió a sus amigos de Roma que los únicos artículos que producían los escitas eran flechas con que mataban de vez en cuando a algún colono de la localidad. La voz del poeta enmudeció.
En vano trató de aplacar a Augusto con repetidas súplicas. Después de diez años de destierro, aquel poeta, tan feliz en otro tiempo, fue conducido a su última morada en las playas inhospitalarias del mar Negro.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO VI INTERMEDIO REPUBLICANO – IMPERIAL. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.



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