La segunda guerra civil romana

Mapa de las conquistas romanas en tiempos de la República.
La República de Roma en tiempos de Julio César.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IV LA LUCHA POR LA REPÚBLICA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

VER ÍNDICE GENERAL DE LA OBRA POR CAPÍTULOS.

  1. La muerte de Craso.
  2. El triunvirato se desintegra.
  3. César en Italia y España.
  4. La guerra en Grecia: batalla de Farsalia.
  5. La muerte de Pompeyo.
  6. César en Egipto: Cleopatra.
  7. Catón el Joven, último acto de la guerra civil.

La muerte de Craso.

En el año 56 a. C., los optimates quisieron quitarle a César sus poderes en la Galia. César comprendió que Pompeyo, por impotencia o malquerencia, no era de fiar y que debía impedir a toda costa que Cicerón lo atrajera al partido senatorial. En una entrevista a que los invitó para dar nuevo impulso al triunvirato vacilante, César, Pompeyo y Craso decidieron repartirse las más importantes provincias durante cinco años. César conservaría la Galia, Pompeyo recibiría España, y Craso, Siria. El pacto confirmaba a César el apoyo del más acaudalado de los triunviros. Craso, con sus cincuenta años de edad, poseía al fin un país lo bastante rico para satisfacer una codicia tal que ya era en él una segunda naturaleza.

¡Pobre Siria! Craso no se abstuvo de nada. Ni siquiera se privó del placer de arrebatar los tesoros del templo de Jerusalén y otros santuarios. No sólo sentía sed insaciable de oro. También le halagaba el demonio de la ambición. Ya antes lo ilusionó una corona real, pero Pompeyo y César sé la imposibilitaron. Ahora vio ocasión de nimbarse, también él, de gloria militar, atacando a los partos. Vecinos de los territorios romanos de Oriente, desde las conquistas asiáticas de Pompeyo, los partos habían ensanchado sus territorios hasta tres ríos: el Éufrates al oeste, el Indo al este, y el Oxo al norte. Los partos eran excelentes guerreros, muy temidos por su destreza en el manejo del arco. Cuando el adversario los creía derrotados, disparaban por encima del hombro una nube de flechas mortíferas a sus perseguidores. Los arqueros partos fallaban rara vez sus blancos. Llevaban todos sus caballos a la guerra, disponiendo así siempre de cabalgadura descansada. El enemigo perseguido por los partos no tenía probabilidad de escapar.

Craso opinaba que vencer a tal enemigo, emparentado además con los persas, equivalía en verdad a la sumisión de la Galia. Franqueó el Éufrates al frente de un formidable ejército romano. Imaginábase ya conquistador del imperio parto y de la India. Debe señalarse que Roma no tenía pleito contra ninguno de estos países: Craso se lanzaba a la guerra por pura codicia y ambición. Pero, enfrentado con la penosa realidad, el nuevo Alejandro cambió pronto de parecer. Los romanos sufrieron toda clase de desgracias en los desiertos de Mesopotamia septentrional. Caminaban, día tras día, sin encontrar un solo enemigo. Los legionarios sólo veían el.eterno y ardiente desierto. Pero cuando el ejército llegó cerca de Carras (la Harran de la Biblia), la caballería enemiga surgió de súbito en torno a la vanguardia mandada por el hijo del general, Publio Craso, que ya se había distinguido en la Galia a las órdenes de César. Empezaron a llover flechas sobre las filas romanas. El joven Craso y la mayoría de sus oficiales prefirieron la muerte antes que caer vivos en manos del enemigo.

Reanudóse la ofensiva, dirigida esta vez contra el grueso del ejército romano. Los partos cortaron la cabeza al difunto joven romano y la clavaron en la punta de una pica para que la viera su padre. La horrible matanza no paró hasta la noche (53 a. C.). Craso intentó desesperadamente cobijar en las montañas de Armenia los restos de su ejército; pero las tropas, desmoralizadas por completo, obligaron al general a negociar. Partió, pues, lleno de sombríos presentimientos; acompañado sólo de algunos hombres, al encuentro del general enemigo. Cuando loe partos tuvieron cerca a Craso, rodearon su pequeña escolta y no dejaron cabeza en su lugar. Las tropas romanas sólo tuvieron entonces dos alternativas: convertirse en esclavos de los partos o sufrir la suerte de su general. Pagaron muy caro la ambición de su jefe. Desde los tiempos de los grandes reyes persas, Carras era la primera gran victoria conseguida por Oriente sobreOccidente. Casio, lugarteniente de Craso, logró conservar Siría. Roma aprendió a descartar toda idea de conquista más allá del Éufrates.

El triunvirato se desintegra.

Mapa de las provincias romanas año 56
Repartición del poder de los triunviros. César: Galias e Ilírica. Pompeyo: Hispania. Craso: Siria.

Mientras César guerreaba en la Galia y Craso en Asia, Pompeyo había permanecido en Roma. La confusión se había enseñoreado de la ciudad. Cada político seguía a su antojo el ideario del partido correspondiente. Vistos de cerca, nadie era demócrata ni aristócrata. Estos jefes de facción tomaban los ideales políticos como pretextos para derribar a sus enemigos personales, como Clodio había hecho con Cicerón.

Pompeyo, en realidad, no hizo nada: El imperator tenía siempre como principio no tomar decisiones sin requerimiento del Senado, en parte por espíritu republicano, y también para ganarse la simpatía de los curiales. Sin duda quería forzar a los senadores a que le concedieran poderes extraordinarios. Los literatos de entonces nos quieren hacer creer que Pompeyo, antiguo dueño del Mediterráneo y de Asia, no se interesaba mucho por la política en unos años en que su esposa Julia le ofrendaba una completa dicha.

Clodio desempeñaba importante papel en esta lamentable farsa. Protegía a todos los bandidos. El fin de este Aquiles del populacho fue digno de su vida: murió en una reyerta callejera. La hez de la ciudad, que lo consideraba su patrono, expuso su cadáver en la tribuna del Foro y realizó un póstumo desfile triunfal. Tras una serie de discursos incendiarios, el cadáver fue conducido a fa Curia, precisamente a la sede del detestado Senado. Con bancos, mesas y documentos senatoriales encendieron una pira en honor del difunto. El fuego prendió en el edificio y alcanzó a las casas vecinas. Pompeyo debió emplear la fuerza armada para poner término a tales orgías, pero prefirió esperar a que el Senado le diese oficialmente orden de proteger a Roma con sus tropas.

Durante su estancia sin pena ni gloria en la capital, Pompeyo seguía con irritación creciente los éxitos conseguidos en la Galia por su suegro. César, el antiguo joven frívolo, era ya el ídolo del ejército y del pueblo. La muerte de Julia rompió los lazos familiares entre ambos. La muerte de Craso anuló también los compromisos políticos existentes entre los dos supervivientes del triunvirato.

Para enfrentarse con su afortunado rival, Pompeyo contaba con la antigua estructura del Estado, por enmohecida que estuviese. Lo consiguió cambiando tina vez más el credo político y arrojándose en brazos del partido senatorial. Nada podía esperar del partido popular, dirigido durante la ausencia de César, por personajes de la misma calaña que el tristemente célebre Clodio.

Pompeyo intentó atraerse a la masa ofreciéndole juegos y otras diversiones públicas, pero sus esfuerzos fueron inútiles. También en ello le ganaba César la baza. Pero, con ayuda del Senado, Pompeyo confiaba en vencer a César; los senadores compartían esta esperanza. Aunque Pompeyo fuese impopular entre los optimates, la aristocracia estaba dispuesta a escoger el mal menor cuando el enemigo más peligroso amenazaba la existencia de la República. Así, cuando César presentó en Roma su candidatura para el consulado, el Senado le ordenó regresar como simple ciudadano. Los padres conscriptos trataban de ofrecer el gobierno a otro.

Si César hubiese obedecido la orden del Senado licenciando sus tropas, habría experimentado la suerte de los Gracos. César era más inteligente. Tampoco deseaba quedar en igual situación que Pompeyo cuando triunfó sobre los piratas y Mitrídates. ¿Por qué licenciar a un ejército que le obedecía ciegamente? Al llegar al Rubicón, río fronterizo entre su provincia e Italia propiamente dicha, exclamó: «La suerte está echada» y pasó sus legiones a la otra orilla. Corría el año 49 antes de Cristo y el espectro de la guerra civil se cernía sobre Roma.

César en Italia y España.

Infografía ilustrativa del primer triunvirato romano.
Primer triunvirato de la República Romana, una pugna por el Imperio.

Sólo una semana de camino separaba a César de Roma. De igual forma que los atenienses se entretenían escuchando a sus oradores cuando Filipo de Macedonia franqueaba el paso de las Termópilas, el Senado romano discutía en el momento en que César pasaba el Rubicón. Pompeyo aseguraba al Senado: «No tengo más que dar un golpe en el suelo con el pie para levantar ejércitos enteros». Pero las tropas alistadas se pasaron tranquilamente, unidad tras unidad, al campo de César. El vencedor de las Galias gozaba de una popularidad arrolladora. Cierto es que representaba los ideales democráticos, pero su misma persona, su espíritu decidido y su afabilidad atraían también de modo irresistible la simpatía de los legionarios.

Al aproximarse César, Pompeyo y los senadores más importantes huyeron. Pompeyo proyectaba concentrar sus fuerzas en Apulia, pero cundía el nerviosismo. Insistió en ordenar a Domicio, su inmediato lugarteniente, que abandonara Corfinium, ciudad de los Abruzos, y se uniera al grueso de ejército.

«Me maravilla mucho -escribió Pompeyo a Domicio- no recibir noticias tuyas y que otros me informen de los asuntos de Estado antes que tú. Mientras nuestras fuerzasestén separadas no podremos medirnos con nuestros enemigos. Por el contrario, si unimos nuestros efectivos, espero que podremos salvar al Estado y el bienestar de la comunidad. Por ello no comprendo por qué no has dejado aún Corfinium para unirte a mí. Ahora que el enemigo se acerca, deberías apresurarte a juntarte conmigo antes que César nos cerque a uno tras otro. Te exhorto, pues, una vez más, a hacer lo que te pedí en vano en mis anteriores cartas; es decir, venir aquí lo antes posible. Si alguien te retiene para que protejas sus bienes de la destrucción, puedo reclamarte razonablemente el envío de cohortes que han llegado de Picenum y Camerinum y han dejado sus bienes indefensos».

Días después recibió otra carta, en la que Pompeyo consideraba el porvenir con verdadera angustia. Pero Domicio rehusó con obstinación unirse a su jefe supremo. ¡Buen ejemplo de disciplina! César cercó a los doce mil hombres de Corfinium y los obligó a capitular. Dio libertad a todos los cautivos y quedaron a su servicio los soldados que así lo quisieron. Su generosidad causó sensación y se hizo pronto proverbial. César había proclamado: «Quien no está contra mí, está conmigo», mientras que Pompeyo afirmaba: «El que no está conmigo, está contra mí». Un mes más tarde, en camino hacia Brindisium, César escribió a uno de sus próximos colaboradores en Roma:

«Me aconsejas que sea clemente y partidario de la reconciliación. Recibo con mucho gusto el consejo; tanto más porque yo mismo estoy resuelto a ser lo más magnánimo posible y hacer cuanto esté de mi parte para reconciliarme con Pompeyo. Tratemos así de ganarnos la benevolencia mutua y asegurarnos d, esa forma una victoria auténtica. Pues son las crueldades las que hacen que otros sean odiados y por eso no lograron que su victoria fuese durable, a excepción de Sila—al que, sin embargo, no deseo parecerme—. Éste debe ser nuestro nuevo modo de vencer: ¡buscando nuestra fuerza en la piedad y en la clemencia!».

César añade que ha libertado a dos importantes ofíciales de Pompeyo que había capturado y sigue:

«Si quieren mostrarse agradecidos, aconsejarán a Pompeyo que prefiera mi amistad a la de aquellos que, en realidad fueron siempre los peores enemigos de ambos».

Los optimates hubieron de huir a Grecia, seguidos de las tropas fieles a Pompeyo. Es en Oriente donde Pompeyo había conseguido sus mayores victorias y donde le consideraban como representante de la grandeza romana. Allí podría con facilidad organizar la resistencia contra el hombre que pretendía derribar la república romana.

En dos meses, César se adueñó de Italia entera, casi sin desenvainar la espada, y poco después vencía en España a las legiones de Pompeyo. La campaña española le acarreó algunas dificultades, sin embargo. César había pronunciado, en efecto, su famoso retruécano, refiriéndose a su rival: «Vamos a combatir con un ejército sin general, y luego venceremos a un general sin ejército». Desembarcado en la Tarraconense, se dirigió hacia Ilerda (Lérida), donde venció a los generales pompeyanos Afranio y Petreyo (49 a. C.). Pasó por una situación angustiosa a causa de un repentino desbordamiento del Segre, que amenazó dispersar su ejército. Lo remedió abriendo también canales para hacer bajar las aguas. A tal efecto, dice el poeta Lucano: «Así dividido, aquel que poco antes blasonaba de brazo de mar, quedó reducido a humilde arroyo, sufriendo el castigo de sus olas desbordadas». En la Bética (Andalucía), el general pompeyano Varrón tuvo que rendirse poco después, abandonado por sus tropas. César dejó entonces el gobierno de España a Lépido y Casio, y se embarcó de nuevo para Italia.

La guerra en Grecia: batalla de Farsalia.

Había liquidado César con tanta prisa la situación de España, que Pompeyo no tuvo tiempo en Macedonia de organizar convenientemente su ejército. Por otra parte, la cosa no era fácil ni agradable. Pompeyo era un fugitivo, lo mismo que otros fugitivos distinguidos que trataban de persuadirse, en país macedonio, que ellos seguían siendo los señores de Roma. Eligieron un Senado compuesto de ancianos venerables y antiguos dignatarios, quienes, en lugar de discutir asuntos de gobierno, se eternizaban en sutilezas jurídicas, dándose importancia, como altivos desterrados que nada aprenden y nada olvidaron. Mommsen describe la vida «militar» que llevaban esto grandes señores.

«Sus tiendas eran verdaderos pabellones, con paredes adornadas de hiedra. Sobre sus mesas relucía la vajilla de plata; las copas circulaban de boca en boca desde el mediodía. Estos elegantes soldados formaban extraño contraste con las tropas escogidas de César, que se alimentaban de un modo que sólo ellos podían soportar; cuando no tenían pan, los soldados de César comían raíces y juraban por sus dioses que preferían comer la corteza de los árboles antes que dejar escapar a Pompeyo.»

Esta energía y unidad de mando, que constituían la fuerza del adversario, faltaban precisamente en el ejército de Pompeyo. César y sus legiones no eran más que un solo cuerpo y una única alma. Un cuerpo con una sola cabeza y mil brazos. Cuando César alcanzó el litoral del Epiro, la flota de Pompeyo superaba a la suya en cantidad y calidad, pero tenía un solo defecto: no estaba en estado de hacerse a la mar. César pudo, pues, desembarcar a la propia vista del enemigo y lo sorprendió como poco antes en España. Como no tenía bastantes navíos para trasladar todo el ejército de uña sola vez, su situación fue crítica mientras las legiones rezagadas no pasaron el mar.

Tan pronto como César recibió los refuerzos indispensables, trató de cercar a las tropas de Pompeyo repitiendo su maniobra de España. Pero el enemigo descubrió el punto flaco de las líneas de César y las rompió durante la noche; el combate que se entabló entonces fue desfavorable a César. La alegría fue grande en el campamento pompeyano. Sus partidarios proponían una decisión rápida, pero Pompeyo malgastó en chanzas el tiempo en que la suerte lo favoreció perdió la iniciativa. César había optado por retirarse y entablar el Combate decisivo en el interior de Grecia; allí no podría contar Pompeyo con el apoyo de su flota y le sería imposible abastecerse por mar. César llegó a Tesalia sin contratiempo; allí sus legiones pudieron reparar las fuerzas.

Hacía tiempo que la prudente estrategia de Pompeyo irritaba a los «generales» del partido senatorial que le rodeaban; cuando esto estrategos de salón vieron que César se retiraba, persuadiéronse que era el momento de recoger los frutos de la victoria, perseguir al ejército vencido y hacerle prisionero. Los flamantes empezaron a redactar listas de proscripción y a disputarse los cargos políticos. Vendían la piel del oso antes de matarlo. La batalla se entabló cerca de Farsalia. En el campo de Pompeyo, todos creían la victoria fácil. ¿No tenía Pompeyo la ventaja del número, sobre todo en cuanto a caballería? Pero las cosas se desarrollaron de modo muy distinto. El genio táctico de César y el valor de sus veteranos hicieron maravillas. Pompeyo lanzaba masas humanas; César operaba con movimiento rápidos. Pompeyo se eternizaba en largos preparativos; el genio de César comprendía en un instante la situación más complicada y, rápido como el rayo, adoptaba las medidas necesarias; sus ataque eran a veces impulsivos o temerarios, pero acertaban siempre, aun cuando sus fuerzas fueran poco numerosas. César cercó a la caballería pompeyana, y ésta emprendió la huida.

Pompeyo, de reacciones lentas, asistía a una experiencia nueva para él. Enfrentado con adversarios formales había podido dirigir espectaculares maniobras, perfectas en método y ejecución; pero perdió por completo la serenidad ante un enemigo avezado en
combates contra ágiles celtas y germanos. El ejército, es decir la infantería, quedó entonces sin general y no tardó en seguir el ejemplo de la caballería. Viendo al resto de su ejército maniobrar en desorden, Pompeyo arrojó deprimido el manto de púrpura, insignia de su grado. Su rápido caballo lo sacó sano y salvo en una desenfrenada carrera. Se dirigió hacia el puerto más cercano y se hizo a la mar. Pompeyo había experimentado su primera gran derrota, realmente aplastante.

Al día siguiente, los restos del flamante ejército, aniquilado, abandonado por su jefe, depusieron las armas. Los simples legionarios mejoraron de suerte: César los incorporó a sus legiones. Los prisioneros más ricos pudieron comprar su vida pagando lo estipulado o sacrificando sus bienes. Pero los jefes y miembros del Senado en exilio que cayeron en manos de César fueron muertos. En aquel momento, no hubo clemencia. De hecho, la batalla de Farsalia acabó con la República. En el año 49 a. C., la gran lucha por el dominio del inundo finalizaba en el país donde los romanos con la victoria de Flaminio sobre Filipo de Macedonia, habían cimentado, siglo y medio antes, su poder en Oriente.

La muerte de Pompeyo.

Pompeyo había experimentado una total derrota, pero no se confesaba vencido. Después de su escala en Lesbos, donde embarcó a su mujer y a su hijo, huyó a Egipto, el único reino helenístico de Oriente que conservaba, al menos en teoría, su independencia nacional. ¿Por qué Egipto permanecía independiente? Los romanos no temían la resistencia de los egipcios, país tan —o tan poco— importante como Siria. Amén que los Tolomeos tenían asegurado su trono gracias a la corrupción sistemática de los senadores romanos.

Pompeyo confiaba en la gratitud de la casa real de Egipto. En tiempos mejores, había ayudado a Tolomeo a reconquistar su trono. Este monarca, tan buen flautista como mal soberano, era apodado el «tañedor de flauta». Un día, sus fieles súbditos se cansaron de los trinos de su majestad, arrojándolo del trono. Pompeyo no sólo se lo devolvió por la fuerza de las armas, sino qué además dejó tropas romanas en Egipto para proteger al rey contra posibles rebeldías.

Es cierto que el melómano coronado había muerto ya, pero quedaban dos hijos suyos: Cleopatra y Tolomeo. Cuando Pompeyo desembarcó en Egipto, el hijo tenía catorce años y la hija veintiuno. Obedeciendo el deseo de su padre, reinaban juntos y eran marido y mujer, según tradición de los reyes de Egipto. Este matrimonio entre hermanos constituía un completo fracaso; el joven esposo, por consejo de su tutor, había expulsado del país a la joven reina. Tolomeo y Cleopatra se disputaban, pues, el poder, lo que favorecía los planes de Pompeyo. Además, había siempre tropas romanas en Egipto.

Los egipcios eran, sin embargo, gente prudente y astuta; nadie deseaba exponer su cabeza para socorrer a un vencido. Pompeyo podría ser útil para atraerse la gracia del vencedor. Cuando Pompeyo llegó a Egipto, Tolomeo y Potino, su tutor, hallábanse en la desembocadura oriental del Nilo, lugar donde el fugitivo debía desembarcar. Protegían las fronteras orientales del reino contra los planes de Cleopatra, pues la reina se había refugiado en Siria, recibiendo allí ayuda armada. Desde su nave, Pompeyo divisó en la playa el campamento del ejército egipcio, la tienda real y al rey con manto de púrpura:

Uno de los generales del monarca acudió a recibirle en una barca, y con él dos antiguos oficiales de Pompeyo; uno de ellos, un tal Septimio, se acercó y lo invitó a acompañarlo junto al rey, pues en aquel lugar sólo podían anclar embarcaciones de poco tonelaje. Pompeyo descendió a la barca; nadie, salvo Septimio a bordo, se dignó concederle la menor atención ni dirigirle la palabra. Al erguirse Pompeyo para desembarcar, Septimio le clavó la espada por la espalda, mientras los demás lo acribillaban a puñaladas. Sin proferir una palabra, se cubrió la cabeza con la toga y se desplomó.

Su esposa y su hijo, impotentes, asistieron a la escena desde el navío. La dotación levó anclas para salvar a sus desventurados pasajeros. Cornelia había perdido a su primer esposo, el valiente Publio Craso, hacía muy pocos años, experimentando entonces deseos de suicidarse; y ahora, ante sus propios ojos, asesinaban a su segundo marido. Pompeyo murió en el aniversario de su entrada triunfal en Roma, cuando sus victorias de Oriente. Ahora, yacía en tierra extranjera, asesinado por uno de sus propios veteranos. Durante treinta años, la fortuna estuvo de su parte, permitiéndole siempre recoger sin esfuerzo lo que otros sembraron.

El error de Pompeyo fue querer volar más alto de lo que sus alas le permitían. Poseía mucha ambición y poco genio; no soportaba el tener iguales y, mucho menos, superiores. Además, ningún ideal guiaba su conducta. Su meta era llegar al más elevado peldaño social; una vez conseguido el poder, prefirió disfrutarlo sin trabajar por el gobierno del Estado. Quería destacar entre todos los romanos, rehuyendo el esfuerzo.

Pompeyo no era digno del alto puesto que pretendía. Pero debemos hacerle justicia y reconocer que su carácter tampoco ofrecía los rasgos envilecedores de algunos jefes políticos mejor dotados. Pompeyo dio siempre muestras de una generosidad simpática. Sus manos jamás se mancharon con sangre inocente. En la época de Mario,Sila, Catilina y Clodio, Pompeyo se abstuvo de toda violencia inútil. Respecto a su vida privada, era excelente esposo, de existencia honesta en medio de la inmoralidad general.

César en Egipto: Cleopatra.

A poco de la muerte de Pompeyo, César llegó a Alejandría al frente de unos miles de hombres. Apresuráronse los egipcios a presentarle la cabeza del enemigo difunto. César, horrorizado y llorando, apartó la vista de los despojos de su yerno. Las circunstancias habían obligado a César a combatir al hombre que fuera su aliado y esposo de su hija; pero nunca lo había odiado, siempre hablaba de él con la mayor consideración. Le tributó honores póstumos y le erigió un monumento funerario en un bosque sagrado cerca de Alejandría.

Pero César no llegaba a Egipto sólo para perseguir a Pompeyo. Había resuelto extender el poder romano a este país, no sólo nominalmente, sino también en la práctica, pues quien disponía del trigo egipcio disponía también del pueblo de Roma. Para ejercer influencia decisiva sobre la política egipcia, César trató de arbitrar en la lucha por el trono y, además, cobrar una antigua deuda contraída por el «tañedor de flauta» con el triunvirato. En efecto, de los 10000 talentos prometidos por la ayuda militar que lo restableciera en el trono, sólo se había pagado la mitad.

César estableció su cuartel general en el palacio real de Alejandría. Pronto comprendió que la población lo consideraba un huésped indeseable. Por tal motivo, mandó traer refuerzos de Siria, Asia menor e islas del mar Egeo. Mientras, dispuso del gobierno del país: ordenó al rey y a la reina que cesaran en sus hostilidades y se sometieran a su arbitrio. El partido de Tolomeo hizo todo cuanto pudo para evitar una entrevista entre César y Cleopatra, que podía seducir al romano. Pero la joven princesa era más astuta que los partidarios de su hermano y esposo.

«Un día -cuenta un biógrafo- se detuvo ante el palacio real un pequeño barco de pesca que, sin llamarla atención, había traspasado la barrera de centinelas. Descendió un hombre que llevando en brazos un paquete atado con correas, cruzó la puerta del palacio. En el aposento de César fue abierto el paquete. Salió de él la bella Cleopatra y apareció ante César.»

Julio César siempre tuvo debilidad por el bello sexo. Al día siguiente, anunció a la corte estupefacta que las diferencias entre hermano y hermana estaban solucionadas:Cleopatra se sentaría en el trono de Egipto porque le pertenecía en derecho. Resuelto el problema sucesorio, ambos monarcas pagarían las deudas de su padre, el «tañedor de flauta». César se conformaría con sólo 2000 talentos, pero pagados al contado. No obstante, la situación económica de Egipto era entonces tan lamentable que fue preciso acudir a los tesoros de los templos para saldar la deuda. La indignación de la gente degeneró en fanatismo. El palacio de César fue asediado por tina multitud enfurecida; el joven Tolomeo se pasó a ella.

Durante el combate inmediato, César mandó incendiar la flota egipcia anclada en el puerto. El fuego se propagó a varios edificios del muelle y, sobre todo, a la célebre biblioteca. Tesoros culturales insustituibles fueron presa de las llamas. En tan difícil situación, César encontró una aliada -singularmente encantadora-, en la persona de Cleopatra. La joven princesa había hechizado por completo a quien venciera tantos ejércitos y tantos corazones femeninos. No obstante que las aventuras amorosas de César fueron innumerables, en Alejandría vivió una experiencia totalmente nueva. Sobrepasaba ya bastante la cincuentena, pero jamás conoció nada comparable a la atrayente joven egipcia. Plutarco afirma que Cleopatra no era sólo bellísima, sino algo más: una «sirena del Nilo» con un encanto fascinador, irresistible, graciosa, traviesa como una gatita, pero culta también, capaz de sostener elevadas conversaciones. Y además, con una voz musical y acariciadora.

No fue Cleopatra quien inspiró las decisiones de César, aunque entendiese en política y supiera mover sus hilos con eficacia. César no permitía nunca que las mujeres influyeran más allá de cierto límite: «Era -dice Mommsen- de naturaleza apasionada, pues no existe genio sin pasión, pero no se dejó dominar por ella. Su política se distinguió siempre por el sello del realismo y de la inteligencia». Estas cualidades hacían de él un consumado político y un perfecto general; los mayores maestros del arte militar han admirado su genio en toda época. «Sin dejarse llevar por rutinas y tradiciones, supo siempre hallar la táctica que, en determinada situación, derrotara al enemigo y, en aquel momento, su táctica fue siempre la mejor».

El genio de César fue puesto a prueba durante los seis meses que esperó en Alejandría la llegada de refuerzos. La suerte del pequeño contingente romano estuvo pendiente de un hilo. Al fin llegaron las tropas y César pudo pasar de una resistencia desesperada a una ofensiva enérgica y victoriosa. Durante las hostilidades, al escapar de sus perseguidores, Tolomeo se ahogó en el Nilo.

La estancia de César en el país de los faraones terminó con suntuosas fiestas, ofrecidas por la reina en su honor. Por primera vez después del paso del Rubicón, el conquistador permitióse el lujo de descansar un poco. Visitó también los santuarios más célebres del Nilo y otras curiosidades. Durante el viaje, César y Cleopatra vivieron a bordo de la maravillosa galera de la reina, verdadero palacio flotante de varios piso, seguido de un enjambre de pequeñas embarcaciones de recreo. César aún permaneció tres meses en el país, antes de desprenderse de los encantos de esta Circe egipcia. Poco antes, Cleopatra había dado a luz un hijo, que llamó Cesarión, «el pequeño César».

Trasmitió entonces el gobierno del país a Cleopatra y a uno de sus hermanos pequeños, y les dejó el apoyo de tres legiones romanas. La prolongada estancia de César en Egipto perjudicaba su posición política. Mientras, los partidarios de Pompeyo y otros enemigos levantaban cabeza. En Asia, Farnaces—quien había firmado la paz con Roma después de la muerte de su padre, Mitríades, conservando así el Ponto, su patrimonio—, al estallar la guerra civil entre Pompeyo y César, aprovechó la confusión general, tomó las armas e infligió una dolorosa derrota al gobernador romano de Asia menor. Saqueó el país y sus templos;sus soldados mataron a miles de romanos y violaron a millares de romanas. Pero César apareció mucho antes de lo que el astuto déspota pudo creer. Farnaces perdió su reino, que fue ofrecido a su hermano, en agradecimiento por las tropas que envió a Egipto para ayudar a César. Y éste anunció su victoria al Senado en términos dignos de un lacedemonio: Veni, vidi, vinci (Llegué, vi, vencí).

Urgía ahora qué César volviera a Italia, pues la situación allí era critica. Cuando llegó, varias legiones de sus veteranos más aguerridos se habían rebelado. César había prometido ricas recompensas al acallar la guerra, pero ésta se eternizaba y los legionarios no querían esperar más. César les envió en primer lugar algunos oficiales con orden de calmarlos. Fueron recibidos a pedradas e insultos. César mandó entonces ocupar las puertas de la ciudad y se lanzó entre la furiosa multitud sin preocuparse del peligro. «¿Qué queréis?», preguntó a los soldados. «¡Volver a nuestras casas!», replicaron, seguros de que César no podría pasarse sin ellos. César exclamó entonces: «¡Ciudadanos!: os concedo vuestra licencia ahora mismo. Recibiréis vuestra recompensa cuando yo haya celebrado mi triunfo en compañía de mis fieles soldados».

El oírse llamar «ciudadanos» en lugar de «compañeros de armas», como solía llamarles, cayó como un jarro de agua fría sobre esos rudos militares. En el acto, bajaron de tono, pues la idea de no participar en ese triunfo glorioso, corona de tantos esfuerzos, les era insoportable. Pronto se oyeron gritos por doquier: «¡Perdónanos, César! ¡Que nos llamen de nuevo soldados de César! ¡Te seguiremos adonde tú quieras!». En castigo, César ordenó disminuir en un tercio la futura recompensa de los cabecillas.

Catón el Joven, último acto de la guerra civil.

En aquel momento, los días de la República estaban contados. Pero vivía un hombre todavía fiel al espíritu de los antiguos romanos, en medio de la decadencia general. Se llamaba Marco Porcio Catón, biznieto de Catón el Censor. Como su antepasado, al joven Catón le entusiasmaba la gran época de la República romana, la edad de oro en que la fuerza viril se unía al espíritu cívico, en que el ciudadano se sacrificaba al Estado. Para él, antiguas virtudes romanas y estructura republicana eran lo mismo. El único objetivo de su vida era salvar y perpetuar esta forma de gobierno. Nunca se le ocurrió que las antiguas virtudes romanas no eran producto de la estructura republicana, pino más bien su base. Aún comprendía menos la diferencia existente entre Roma, diminuto Estado de Italia, y Roma cabeza del imperio mediterráneo. No comprendía que un imperio no puede gobernarse como una pequeña comunidad.

Personalmente, Catón el Joven pretendía ser la imagen viva de su gran antepasado. Le gustaba moralizar a sus contemporáneos corrompidos. Como verdadero estoico, se expresaba con preferencia en términos filosóficos y abstractos. Catón era un hombre íntegro, que no transigía con su conciencia. Estaba siempre dispuesto a sacrificarse. Cualidades raras en un mundo relajado y sin grandeza de espíritu. Nada tiene de particular que Catón se convirtiera pronto en el jefe consagrado del partido optimate; aunque-falto de talento, su programa era negativo en exceso. Sin embargo, el mismo César, modelo de flexibilidad, apreciaba a un teórico tan intransigente como el mismo Catón, aunque perteneciera al campo contrario: lo prueba la indulgencia un poco irónica que demostró cuando los triunviros determinaron desterrarlo.

Cuando César asumió prácticamente el poder personal, Catón fue el último en doblegarse y planteó una lucha desesperada para salvar a la República. César dirigió en África su última batalla contra los partidarios insumisos de Pompeyo, que, después de Farsalia, se habían refugiado allí. Desde tiempo atrás, les ayudaba Juba, rey de Numidia.

El mando de las fuerzas aliadas no podía ser confiado a un africano, y así se dio a un tal Escipión que, aunque combatiese en África, no era, desde luego, Escipión el Africano. Un antiguo y glorioso nombre llevado ahora por un hombre cuyo único mérito fue el de dar su hija en matrimonio a Pompeyo.

Cuando César desembarcó en África, se produjo un pequeño incidente que fue interpretado como un mal presagio: el general tropezó, cayendo cuan largo era. Su presencia de espíritu lo salvó una vez más. Interpretó su caída como señal favorable y aparentó haberse caído por su propia voluntad, exclamando: «¡Te abrazo, tierra de África!».

La batalla decisiva se entabló en Tapso, en la costa oriental, al sur de Cartago. Se enfrentaban los dos suegros de Pompeyo. A los primeros reveses, los oficiales de Pompeyo perdieron la serenidad y sólo pensaron en huir.

Catón no participó en la batalla. Mandaba la retaguardia de los aliados en la ciudad de Útica, al norte de Cartago. Apenas supo el resultado del combate, tomó la determinación de suicidarse; pero antes hizo cuanto pudo para proteger de una eventual venganza a los residentes en la ciudad. Obtuvo del enemigo la seguridad de que nada sucedería a sus habitantes; luego, se retiró a su habitación a leer el Fedón, sublime diálogo en que Platón demuestra la inmortalidad del alma. Después se arrojó sobre su espada. No había cumplido aún cincuenta años. Su muerte causó sensación en la ciudad y la historia le llamo en lo sucesivo Catón de Útica. Cuando la ciudad y la historia Cesar supo la muerte del irreductible republicano, exclamó: «¡Te reprocho tu muerte, Catón, pues me has impedido salvarte la vida!». En realidad, Catón era más peligroso muerto que vivo, pues los republicanos podían oponerle ahora un mártir a César.

La mayoría de los jefes optimates perecieron igualmente. Escipión se dio la muerte cuando iba a ser capturado y Juba se hizo matar por su esclavo al terminar una orgía desenfrenada. Sus súbditos respiraron aliviados.

César entró al fin en la capital y al frente de sus veteranos coronados de laureles celebró su cuádruple triunfo: había vencido a los enemigos de Roma en la Galia, en Egipto, en el Ponto y en Numidia. La lucha por Roma se había desarrollado en tres continentes. A la cabeza del cortejo se exhibían esculturas que simbolizan el Rin, el Ródano y el Océano encadenado. Seguían numerosos prisioneros cargados de cadenas de oro y, entre ellos, el desventurado Vercingetórix, la princesa Arsinoe, hermana de Cleopatra, que mantuvo feroz lucha contra César, y un hijo de Juba. Venía después el triunfador, en un carro dorado tirado por cuatro caballos blancos, precedido de seis grupos de doce lictores y seguido de sus legiones.

Con el triunfo llegó el momento de distribuir entre sus soldados la esperada recompensa. Jamás presenció Roma tanta generosidad: los simples soldados recibieron casi un talento cada uno; los oficiales, de dos a cuatro veces más. Clausuraron las fiestas de la victoria, juegos y diversiones populares de toda clase, entre ellos un festín de 22000 mesas. El vino corrió generosamente; hasta los más pobres pudieron participar en los regocijos generales. Mario y Sila habían iniciado su dictadura derramando la sangre de sus conciudadanos; César, arrojando ríos de vino de Falerno para celebrar el advenimiento de una nueva época en la historia romana: la era de los césares.

Retrato antiguo de un hombre y portada de un libro
Profesor Carl Grimberg y la portada del tomo III de su Historia Universal.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IV LA LUCHA POR LA REPÚBLICA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

VER ÍNDICE GENERAL DE LA OBRA POR CAPÍTULOS.

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