Los triunviratos de Roma. Julio César

Infografía ilustrativa del primer triunvirato romano.
Primer triunvirato de la República Romana, una pugna por el Imperio.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IV LA LUCHA POR LA REPÚBLICA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

VER ÍNDICE GENERAL DE LA OBRA POR CAPÍTULOS.

Contenido de este artículo.

  1. El primer triunvirato «los tres tiranos».
  2. Los celtas.
  3. La guerra de las Galias.
  4. Un héroe galo: Vercingetórix.

El primer triunvirato «los tres tiranos».

Al regresar Pompeyo, la República estaba todavía en pie, pero la conjuración de Catilina había impresionado profundamente al pueblo. Mucha gente deseaba ver el Estado conducido por un jefe enérgico. Hasta entonces, ningún candidato a la corona manejó tantos triunfos como Pompeyo en este año 61 a. C. Pero, ¿aprovecharía la ocasión? Apenas desembarcó en Brindisi, adoptó una medida que dejó estupefacto al pueblo: licenció a su ejército, dando a cada legionario libertad de volver a su casa. Pronto se enteraría a su costa lo que valía un general sin tropas en la Roma de su época. Desde luego, Lúculo hizo cuanto pudo para dificultar la vida al hombre que le había arrebatado el mando y cosechado lo que él sembrara. El gastrónomo consiguió notables resultados: cuando Pompeyo pidió que fueran aprobadas las medidas adoptadas por él en Asia, tropezó con una oposición tumultuosa. Y cuando solicitó distribuciones de tierra entre sus soldados, le contestaron que no había tierras disponibles.

Con todo, Pompeyo pudo celebrar un triunfo brillante. Según se decía, en el cortejo vistió ropas que pertenecieron a Alejandro Magno. El botín de guerra sobrepasaba cuanto los romanos pudieron soñar. Las arcas del Estado aumentaron en unos centenares de millones. Pero los honores concedidos a Pompeyo cesaron con las últimas aclamaciones que saludaban su cortejo. El vencedor proporcionó a Roma doce millones de nuevos súbditos, es decir, dos veces la cifra de la población italiana de aquella época. Sin embargo, Cneo Pompeyo quedaba despedido por haber terminado su servicio. En Asia dispuso de tronos regios, fundó ciudades, creó nuevas fronteras en reinos y Estados… Sin duda, sintió amargamente haber licenciado sus soldados, pero era demasiado tarde. Cuando el Senado le volvió la espalda, sólo le quedó una cosa que hacer: desempeñar el papel de demagogo, para el que tenía muy pocas disposiciones. En el seno del partido democrático, César ocupaba ya el primer lugar y Pompeyo tuvo que contentarse con el segundo, posición que César cedió muy a su gusto.

En el año 60 a. C. pactóse una alianza entre César, Craso y Pompeyo: se llamó «primer triunvirato». Coalición que puede considerarse como una prolongación de la que formaran Pompeyo y Craso once años antes. Los tres se unieron para ayudarse mutuamente y compartir el gobierno de Roma. Ante todo, decidieron unir sus fuerzas para que César fuese elegido en el siguiente consulado. Juntos los tres, teníansuficientes partidarios para ejercer decisiva influencia en el Senado y en la asamblea popular. El triunvirato, según un historiador, era «la unión de la gloria, el genio y de la riqueza». Para reforzar más los lazos que unían a los triunviros, Pompeya se casó con la hija de César, la exquisita Julia.

Pompeyo a solas no hubiera conseguido el reparto de tierras para sus soldados, pero lo obtuvo con la ayuda de los demás triunviros, sobre todo gracias a César, elegido cónsul el año 59 antes de Cristo. Después de violenta discusión con los senadores, la asamblea popular votó la distribución de tierras y aprobó las iniciativas de Pompeyo en Asia. César obtuvo para sí, cuando terminara su mandato consular, el pro consulado de las Galias. El procónsul tenía el mando de cuatro legiones. El ejemplo de los Gracos demostró que en Roma no se conseguía nada sin un ejército; para tenerlo se necesitaba primero mandar en una provincia.

Ironías del destino: Pompeyo era un hombre mejor dotado y más enérgico que él para desempeñar un alto mando militar. Cometía, como dice Mommsen, un verdadero «suicidio político». Las cosas llegaban tan lejos que Roma era gobernada ahora por tres «tiranos» y el Senado se veía reducido al papel de un consejo monárquico. Los republicanos estaban perplejos ante este «monstruo de tres cabezas». Pompeyo era el más expuesto a su cólera, pues se quedaba en Italia para presidir el reparto de tierras y afrontar la situación en caso necesario.

Cicerón era el alma de la resistencia a los triunviros. César estimaba mucho la elocuencia y talento literario del gran orador; deseando atraerle a su causa, le hizo muchas y tentadoras ofertas. Pero Cicerón rechazó todas aquellas tentativas para uncirle al carro de los «tres tiranos». Previno también a Pompeyo contra la ambición de César y Craso. Los triunviros determinaron entonces acabar con «el padre de la patria». Valiéndose de Clodio, enemigo mortal suyo, tribuno popular y hombre por lo menos tan brutal y corrompido como Catilina, lo acusaron de haber ejecutado a los partidarios de Catilina al margen de la ley, sin juicio ni sentencia dada por un tribunal competente.

El tribuno obtuvo de la asamblea el destierro del «padre de la patria» y la confiscación de sus bienes en provecho del Estado. Cicerón se marchó a Grecia. Su casa de Roma fue incendiada y también destruida su hermosa quinta de Tusculano. Desde hacía tiempo, Cicerón pertenecía ya al bando enemigo; había atraído sobre sí las iras de las asambleas y ello por su incorregible locuacidad. Según Plutarco:

«No se podía ir ya al Senado, a la asamblea popular o a los tribunales, sin verse forzado a aguantar sus eternas muletillas sobre Catilina.» Además, Cicerón no podía contener la tentación de proferir frases ingeniosas, aunque su causticidad le acarreara odios eternos. Ejemplos de sarcasmo ciceronianos: un día, Cicerón obtuvo gran éxito ante la asamblea del pueblo al pronunciar el panegírico de Craso; pero días más tarde, ante la misma asamblea, lo colmó de afrentas. Craso exclamó: «¿No fuiste tú, Cicerón, quien hace poco cantabas alabanzas mías en esta misma tribuna?». «En efecto -dijo Cicerón- pero quería ejercitar mi talento de orador tratando un asunto desagradable.» Un muchacho sospechoso de haber servido a su padre un pastel envenenado, montó en violenta cólera y amenazó a Cicerón con una paliza; recibió esta respuesta: «De ti, prefiero recibir antes palos que pasteles». Un ciudadano inculto y estúpido se tenía por un gran experto en materia de derecho; Cicerón le citó como testigo en un proceso y cuando el tonto declaró que no sabía nada, le dijo Cicerón: «¿Piensas acaso que te pregunto sobre temas de derecho?». En el curso de otro proceso, el defensor de la parte adversa, Metelo Nepote, trató de turbar a Cicerón, repitiendo sin cesar con ironía: «¿Quién, pues, es tu verdadero padre, Cicerón?». Al principio, Cicerón no se dignó responder, pero al fin disparó esta réplica: «Querido Meteto, tu madre ha hecho todo lo que ha podido para que te hagamos también esa misma pregunta y para que sea mucho más difícil de responder». La madre de Metelo era famosa, en efecto, por su ligereza de costumbres.

El destierro anonadó a Cicerón, quien estuvo a punto de suicidarse; su correspondencia rebosa lamentaciones y reproches dirigidos a sí mismo. Se sentía, dice, como una planta arrancada de la tierra, que se va muriendo poco a poco. Al cabo de un año, Cicerón pudo volver a Roma, tomar posesión de sus bienes y obtener indemnización por daños y perjuicios. Los triunviros se percataron del gran error que cometían haciendo de su adversario un mártir. Al saber la noticia, Cicerón pasó, en un instante, de la más negra desesperación a la alegría más exaltada. El pueblo romano tributó un verdadero triunfo al «padre de la patria».

Los celtas.

Mapa de las Galias Europa occidental durante las conquistas de Julio César
Mapa de las Galias durante la conquista de Julio César.

El proconsulado de César no comprendía sólo la Galia cisalpina, sino también una parte de la Galia transalpina. En 125 antes de Cristo, los romanos habían comenzado a erigir en provincia romana la Galia meridional hasta Lugdunum (Lyon). El recuerdo de esta anexión perdura aún en el vocablo Provenza. Era tan enorme el influjo cultural de la helénica Massilia (Marsella), que la romanización se verificó a un ritmo acelerado.

Los galos prefirieron siempre guerrear a cultivar la tierra, pero sus nuevos dueños los forzaron a cambiar la espada por el arado. Al oeste de los Alpes, la romanización no era tan profunda como en la Galia cisalpina. Una de las manifestaciones de esta diferencia era el vestido. Los romanos llamaban a los galos occidentales «galos con bragas», por oposición a los «galos con toga», que vivían al este de los Alpes. Sin embargo, había otra diferencia importante entre éstos y los «galos de largos cabellos», establecidos más allá de Lyon.

Cuando César alcanzó el proconsulado, esta zona de la Galia era todavía independiente. La tarea principal de César consistía en introducir en este país la administración romana y la cultura helénica. Después de ser el terror de Italia, los celtas habían escogido residencias fijas y se dedicaban a la agricultura. Habían fundado ciudades y construido fortificaciones. Sus navíos mercantes visitaban las costas del Atlántico y del mar del Norte.

Había muchas naciones célticas en Europa. Con una sola excepción —Irlanda— han desaparecido casi todas, absorbidas por otras. La razón debe buscarse en su falta de disciplina y en la ausencia de preocupación política. La noción de Estado era en absoluto ajena a los celtas. Cierto es que tenían jefes apellidados rix; pero éstos eran muy numerosos, no ejercían poder más que en una sola tribu y, para colmo, eran electivos. Los nobles se escogían entre la familia real, una vez consultados los dioses con ceremonias adivinatorias. El día de su entronización, el nuevo rey se situaba, sin armas y con un bastón blanco en la mano, ante una piedra señalada; allí, un bardo le leía las leyes; después, prestaba juramento, y a partir de entonces gozaba de sus derechos regios. El más importante de ellos era el de declarar la guerra. A las órdenes del rey, que a veces pactaba alianzas con otras tribus, los nobles participaban en el combate con sus soldados protegidos con casco alado y armados con un venablo, un hacha, un sable y un escudo cuadrado.

Durante las hostilidades, el cultivo de la tierra se dejaba a los agricultores libres y a los esclavos. En caso de ataque por sorpresa, las familias se refugiaban en un recinto de acceso difícil, rodeado de piedras amontonadas y árboles cortados. Si la tribu lograba la victoria, se entregaba a grandes fiestas, juegos, libaciones de hidromiel y cerveza fresca.

Concentrando toda la civilización céltica, los druidas acumulaban funciones de sacerdotes, médicos, hechiceros y jueces. Desde el punto de vista religioso, en su ciencia se mezclaban los conocimientos humanos y la adivinación. Como tales, se parecían a los brahmanes y a los magos del Irán. El poder de los druidas estaba relacionado con la encina, de la que recogían el muérdago con hoces de oro, vestidos de blanco, mientras los bardos salmodiaban cantos sagrados. A veces, en la profundidad de sus bosques consagrados a la Luz, a las Fuentes o al Sol, rendían un culto extraño a la naturaleza. Sobre unos altares formados con tres bloques de piedra, herencia neolítica, sacrificaban animales a sus dioses.

Los druidas eran, además, educadores de la juventud. Enseñaban la historia de la raza céltica, nociones dé física y de astronomía, algunos conocimientos sobre las plantas, recetas mágicas y, en especial, su doctrina sobre la inmortalidad del alma. Según la religión céltica, la muerte sólo era un cambio; después de ella, la vida continúa con sus formas y sus bienes en el otro mundo. De ahí el culto a los antepasados que son a la vez héroes y dioses, y viven en el país de los bienaventurados.

La literatura céltica, o al menos la que conocemos a través de Irlanda, responde a las preocupaciones religiosas populares. El misterio domina hasta tal punto que no se sabe nunca bien si se trata de hombres o de espíritus. Otros largos relatos ofrecen aspecto precursor de los cantares de gesta. Debido a la trasmisión oral, la mayoría de sus personajes se han perdido o han sido transformados, pero es indudable que los celtas crearon ciertos héroes occidentales, como por ejemplo el rey Arturo, Tristán e Isolda y otros.

El genio céltico aparece también en su arte. El amor a la belleza presidió sin duda la concepción de objetos tales como el vaso de Gundestrup o el caballero persiguiendo un jabalí. El arte decorativo se manifiesta sobre todo en orfebrería, armería, cerámica y esmalte. La espiral aparece a menudo y algunos creen que simboliza el ritmo alterno de la evolución y la involución, el nacimiento y la muerte: lo infinito.

En muchos aspectos, los celtas recuerdan a los griegos de la época homérica. Se halla en ambos pueblos idéntico ardor, el mismo amor a la poesía y al canto. Los vates griegos se asemejan a los bardos celtas. Los héroes y los simples mortales de la Ilíada habrían podido ser descritos según modelos celtas. Ambos pueblos pueden compararse a dos hermanos desarrollados con distinto ritmo. Los griegos se anticiparon, porque vivían en un clima favorable y mantenían contacto con pueblos civilizados; los celtas habitaban regiones más frías y tenían por vecinos a pueblos menos evolucionados; quedaron atrás, se desarrollaron con mayor lentitud.

La guerra de las Galias.

Mapa de las conquistas romanas en tiempos de la República.
La República de Roma en tiempos de Julio César.

Gallia est omnis divisa in partes tres. Estas palabras con que comienza César su relato sobre la campaña de las Galias, De Bello Gallico, significan sencillamente «En conjunto, la Galia está dividida en tres partes». El ritmo de la breve frase nos hace presentir la exposición de grandes hazañas, descritas como sólo sabe hacerlo un romano: sin circunloquios inútiles, en estilo sencillo, luminoso y claro, a la vez digno y vivo. No debe olvidarse, sin embargo, que el libro describe los sucesos con parcialidad:habla el vencedor. Cierto que la obra es un documento, pero también lo es de propaganda y así debe ser juzgado.

Cuando César asumió el mando en la Galia transalpina, el país estaba amenazado, como en tiempos de Mario, por bandas de germanos nómadas; los mismos galos no eran bastante poderosos para afrontar el peligro. Los germanos eran más peligrosos aún al inmiscuirse en las luchas intestinas que dividían a las tribus celtas. Años antes de la llegada de César, una de las tribus había pedido ayuda a mercenarios germanos, mandados por el rey Ariovisto. Éste se prendó de tal forma de la Galia que, después de haber cumplido su misión, no se apresuró a regresar a su patria, antes al contrario, forzó a los galos a poner sus tierras a disposición de sus soldados y de las otras bandas germánicas que recorrían el país. Incrustó así un reino germánico en el seno de los territorios celtas. Pronto quedó en manos de Ariovisto toda la Galia central. Trataba a los celtas como vencidos, incluso a la tribu a la que ayudara poco antes. Ariovisto anunció sus éxitos en Germanía y la noticia corrió como reguero de pólvora. Desde las fuentes del Rin hasta el mar del Norte, los germanos pusiéronse en movimiento. En ese momento, las legiones de César prestaron ayuda a los galos; su general comprendió que serían bien pagados sus servicios.

Mommsen cree que, al iniciar su campaña en las Galias, César tenía conciencia de añadir nuevos territorios a la civilización grecorromana. Otros historiadores creen más bien que, para César, la Galia era un campo de ejercicio que le preparaba para la guerra civil inminente en Roma y el teatro de grandes hazañas que le harían ser admirado y respetado por los romanos.

El antiguo señorito romano se reveló de pronto como el mayor general de su tiempo. César, aunque de constitución delicada, estaba animado de una voluntad indomable. No retrocedía ante ningún esfuerzo; nadie hubiera podido recorrer tan largas distancias en tan poco tiempo. Dormía en su carro de viaje o en su litera. En las marchas forzadas se le veía al frente de sus legiones, siempre con la cabeza descubierta bajo unsol abrasador o una lluvia torrencial. Cuando un río interrumpía el paso de las tropas, él se arrojaba el primero al agua y nadaba hasta la otra orilla. Si alguna vez se replegaba una legión al empuje enemigo, se lanzaba al combate y luchaba como cualquier soldado. Montaba a caballo como nadie en el ejército. Los soldados veneraban a tal jefe, a ese genio de la estrategia dispuesto siempre a reanimar los ánimos más débiles.

Los celtas de la Galia central pidieron ayuda a César llorando a sus pies -él mismo nos relata esta escena dramática-; César intervino con la rapidez y energía que lo caracterizaron siempre. Entró en contacto con Ariovisto y propuso una entrevista. El jefe germano respondió con altivez: «¿Quién es ese César? Si quiere verme, que venga hasta mí. Y, además, ¿por qué se ocupa de lo que hacemos nosotros, los germanos? ¿Es que yo me ocupo de los asuntos de los romanos?».

César comunicó al rey que podía permanecer en la Galia a condición de no llamar a otros germanos. Ariovisto replicó que tenía tanto derecho a reinar en la Galia central como los romanos en la Galia meridional. César decidió, pues, acabar de una vez. Ambos adversarios -retomaron contacto en la región que hoy llamamos Alsacia. Algo más conciliador, Ariovisto aceptó una entrevista. Dio a entender a César que comprendía muy bien la situación y conocía sus debilidades. Si César le dejaba obrar a su antojo en la Galia central y septentrional, Ariovisto, a. su vez, ayudaría a César a conquistar el poder de Roma.

Pero César estaba harto de negociaciones. Temiendo que se relajara el espíritu bélico de sus soldados, obligó al germano a un combate, que fue verdadera matanza. Sólo algunos hombres de Ariovisto lograron escapar atravesando el Rin a nado o en pequeñas embarcaciones, entre ellos, el propio rey, que murió poco después, sin duda a causa de sus heridas. Otros pueblos germanos que avanzaban hacia el Rin, se asustaron y regresaron a Germanía. Algunos germanos prefirieron quedarse en la Galia como colonos; César los hizo defender la línea del Rin contra sus antiguos compatriotas. Este río se convirtió en frontera definitiva entre germanos y romanos. Éste fue el resultado más importante y duradero de la victoria sobre Ariovisto.

César tuvo pronto ocasión de dirigir también sus armas contra la Galia del norte. Poderosas tribus belgas poblaban las regiones lejanas del nordeste y oeste. La guerra contra ellas fue una de las más penosas de la carrera militar de César. Pertrechados detrás de Sella, los pueblos nervios de Buduognat atacaban a los romanos y se retiraban a los bosques para reaparecer de nuevo, cien metros más allá.

«Los belgas se enfrentaron con nosotros sin descanso -cuenta Julio César en su Guerra de las Galias-, mientras su presión aumentaba en ambos flancos. La situación era crítica. Viendo esto, César tomó el escudo a un soldado de retaguardia y avanzó a primera línea. Allí habló a cada uno de los centuriones, llamando a cada cual por su nombre y arengó al resto de la tropa. Dio orden de avanzar los estandartes y ampliar las líneas para poder servirse más fácilmente de las espadas».

La llegada de tres legiones frescas al campo de batalla cambió por completo la situación. La sabia táctica de César superó la bravura en exceso impetuosa de los belgas. La tribu de los nervios fue poco menos que aniquilada. En cuanto a los aduáticos, que llegaron demasiado tarde al combate, Julio César los capturó en su fortaleza y vendió 53000 de ellos como esclavos. La conquista del territorio no había terminado, sin embargo. Refugiados a lo largo del mar del Norte, en un país anfibio donde las marismas alternaban con bosques, los morinos y menapios no cesaban de tender emboscadas a las legiones romanas. Por otra parte, les llegaban con regularidad refuerzos de las colonias celtas de Inglaterra, ya en barcos ligeros de mimbres recubiertos de cuero o en barcos de madera carenados por medio de cortezas y juncos.

Para terminar con esta coalición de pueblos ribereños, Julio César se vio obligado a construir una ilota y desembarcar dos veces en Inglaterra. Los británicos se defendieron con valor; sus muchos carros de combate les permitían gran movilidad. Franqueando el Támesis en su segunda campaña, César obligó al jefe de los británicos a reconocer la supremacía de Roma. César no quería la conquista definitiva de la isla. Estas expediciones tuvieron importancia para el futuro, pues probaban a los sucesores de César que la conquista de este país sería empresa fácil. Un siglo más tarde, la Gran Bretaña sería anexionada al imperio.

César dirigió otra expedición para inspirar temor a los germanos. Los romanos atravesaron el Rin sobre un puente construido a tal efecto. Era la primera vez que las legiones penetraban en los bosques de Germania. Pero a los dieciocho días de marcha, César dio media vuelta y destruyó el puente. Esta expedición sólo tenía un fin determinado: convencer a los germanos que su intervención en los asuntos de la Galia acarrearía automáticamente la invasión de su país. Pero, entretanto, los belgas se aprovecharon para reagrupar sus tropas bajo el mando de Ambiorix, rey de los eburones, y de Induciomaro, rey de los tréviros.

Al saber que las legiones romanas se habían dispersado a causa de una pésima cosecha, Ambiorix consiguió atraer, fuera de su campamento del valle de Geer, a las fuerzas que mandaban Sabino y Cota, dos lugartenientes de César. Los exterminó en un combate que duró desde la salida del sol hasta la hora undécima. La rebelión se generalizó. Pero al recibir de Roma tres nuevas legiones, Julio César se vengó con saña.

«Todos los pueblos -cuenta sin avergonzarse-, todos cuanto, edificios aislados se veían, eran incendiados; se saqueaba por todas partes; aquella inmensa multitud de animales y de hombres consumían cantidades ingentes de cereales sin contar las que la estación avanzada y las lluvias habían cubierto. Aunque algunos hubiesen escapado ocultándose, era evidente que sucumbirían de hambre».

Induciomario intentó por última vez un ataque al sur de Tréveris, fue rechazado y muerto cuando franqueaba el Mosa.

Un héroe galo: Vercingetórix.

Ilustración del guerrero Celta Vercingetórix ante el conquistador romano Julio César.
Vercingetórix se entrega a Julio César.

En cambio cosechaba éxitos el valiente Vercingetórix. Sabía enrolar a los galos en la lucha y conseguía conservar sus tropas cuando la situación alcanzaba fases críticas. Los celtas veían en él al héroe de su libertad, al único hombre capaz de reconquistar su independencia.

Vercingetórix conocía a su pueblo. Tenía la prudencia de evitar toda batalla campal. No dudaba en emplear la estrategia de tierra calcinada, asolando su propio país, destruyendo sus propias ciudades, para matar de hambre a su adversario. Apenas los romanos se exponían para abastecerse, Vercingetórix lanzaba sobre ellos su caballería, superior en todos conceptos, y retornaba a reductos ,casi inexpugnables, donde acantonaba sus fuerzas. La lucha se concentró en torno a estas plazas fuertes. Fue una contienda larga y penosa, llevando los galos mucho tiempo la ventaja. La batalla decisiva se trabó durante cinco días cerca de Alesia, en el corazón de Galia. Cuando Vercingetórix se vio en situación desesperada, reunió a los principales jefes galos y les propuso entregarse a los romanos para salvar la vida de los demás. César exigió que los galos depusieran las armas y entregaran a su jefe. Aceptaron cuando el noble Vercingetórix se ofreció en sacrificio por su pueblo.

Altivo como una divinidad, Vercingetórix, revestido con su equipo más espléndido, se dirigió a caballo al campo romano. El joven héroe llegó a la tribuna donde se sentaba César; el galo ofreció al vencedor su caballo y sus armas diciendo: «¡Toma el más valiente de los héroes! ¡Has vencido a un hombre valeroso!». Después se postró ante César. Corría el año 53 a. C.. César había conquistado para Roma un territorio tan grande como dos veces Italia, y acrecentado su población en cinco millones de habitantes, casi tanto como toda la población italiana de su época. Vercingetórix permaneció cinco años cautivo en Roma y después figuró en el cortejo triunfal de Cesar, a la espera del triunfo de César, en cuyo cortejo figuró antes de ser decapitado. Tal fue el trágico fin del gran jefe de los celtas, su «último caballero». Pero, por repulsiva que fuese esta crueldad romana, no era insensata. Para los romanos, Vercingetórix era más peligroso que otro cualquiera. Roma veía en él un nuevo Aníbal, el campeón que en un momento crítico podría encender de nuevo la rebelión en la Galia y destruir así la obra a la que César había consagrado su vida.

Después de ocho años de guerra, la Galia transalpina estaba sometida. César se mostró generoso con los vencidos; en contrapartida, los celtas aceptaron las leves de los romanos, sus costumbres y hasta su lengua. Cuando César visitó después la Galia cisalpina, la población gala recibió con entusiasmo al vencedor de sus hermanos, los celtas de allende los Alpes. Convirtióse la Galia en bastión contra la presión de las tribus germánicas, pues he aquí la importancia histórica de la campaña de las Galias. Desunidos y veleidosos, los galos no hubieran podido contener por sí solos la marea germánica. Se puede con creer con Mommsen que si César no hubiese ido allí y si el gobierno de Roma lo hubieran manejado las débiles manos del Senado, la migración germánica se habría producido cuatro siglos antes. La cultura greco-latina no habría alcanzado a asentarse sólidamente ni en el sur de Galia ni en España.

Según Mommsen, si Ariovisto (que fue en la historia el primer general y estadista de raza germánica) hubiese podido imponer su política, «nuestra civilización se hubiera parecido tan poco a la civilización grecolatina como a la civilización asiria o india. Si un puente une el último esplendor de la Hélade y Roma con la historia de los nuevos tiempos es precisamente obra de Julio César». Con sus campañas en Galia, César dio tiempo a los romanos para romanizar Occidente, como los griegos lo habían helenizado.

Retrato antiguo de un hombre y portada de un libro
Profesor Carl Grimberg y la portada del tomo III de su Historia Universal.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IV LA LUCHA POR LA REPÚBLICA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

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