Pompeyo y Craso. Espartaco y los gladiadores

Mapa de Roma, era republicana siglo II AC.
Mapa de la República Romana, siglo II a. de C.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IV LA LUCHA POR LA REPÚBLICA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

VER ÍNDICE GENERAL DE LA OBRA POR CAPÍTULOS.

Contenido de este artículo.

  1. Rebelión de los esclavos: Espartaco y los gladiadores.
  2. Pompeyo llamado «El Grande».
  3. Sertorio, un problema español.
  4. Guerra a los piratas.
  5. Lúculo contra Mitrídates.
  6. Pompeyo y el poder romano en oriente.
  7. Cicerón y la conjuración de Catilina.
  8. Craso y César.

Las nuevas estructuras políticas que Sila dio a Roma fueron elaboradas magistralmente, pero se asentaban sólo en la aristocracia, de la que poco podía fiarse. La guerra contra Yugurta había puesto de manifiesto la decadencia de esta clase social. Los optimates estaban corrompidos y carecían de carácter en el más amplio sentido de la palabra. Nadie era capaz de inyectar en la clase dirigente la fuerza y el vigor manifestados durante las guerras púnicas; Sila menos, quizá, que ningún otro. El dictador tenia talento, pero carecía de autoridad moral. Por esta razón, el edificio sobrevivió sólo diez años al arquitecto.

El punto débil de la administración radicaba en la necesidad de reelegir cada año nuevos funcionarios. Las violentas luchas electorales polarizaban la atención y consumían casi todas las fuerzas vivas de los políticos. La carrera por alcanzar las más altas dignidades adquirió cada vez más el aspecto de caza para adjudicarse un botín. Apenas terminadas las elecciones para el año en curso, cada uno dedicaba todo su tiempo y energías a la preparación de las elecciones siguientes.

Rebelión de los esclavos: Espartaco y los gladiadores.

Kirk Douglas en Espartaco (1960), film de Stanley Kubrick.

«En todos los estados de la Antigüedad—dice Mommsen—, el cáncer de la esclavitud roía las fuerzas de la sociedad en proporción a su grado evolutivo, pues el poder y la riqueza de un Estado llevaba consigo inevitablemente un aumento desproporcionado del número de esclavos”. Por consiguiente, Roma padecía de este mal social más que ningún otro pueblo de la Antigüedad. Cuanto más aumentaba el número de esclavos, más penosa era su suerte. Los esclavos empleados en las casas de los ricos eran bien tratados, en general; pero los desgraciados que trabajaban en los grandes latifundios arrastraban una existencia miserable. Marcados a veces en la frente, encadenados, eran conducidos al trabajo a latigazos y no tenían momento de reposo.

Estos parias hacían tentativas repetidas y desesperadas para resobrar la libertad. Desde comienzos de la república hubo, que cazas bandas de esclavos fugitivos que saqueaban los campos. En época de los Gracos, el problema de la esclavitud adquirió palpitante actualidad: en diversos lugares estallaron rebeliones de esclavos. Durante el consulado de Mario, mientras cimbrios y teutones amenazaban la existencia de Roma, los esclavos de Sicilia aprovecharon la ocasión para sublevarse contra sus opresores. Tomaron casi todas las ciudades importantes de la isla y muchos ciudadanos humildes y campesinos pobres hicieron causa común con ellos. El gobierno estaba reducido a la impotencia. Cuatro ejércitos romanos fueron vencidos, uno tras otro, perdiendo el Estado durante siete años una de sus más ricas provincias. Los romanos reprimieron al fin la rebelión; se dice que fueron crucificados unos veinte mil esclavos. Una generación más tarde estalló de nuevo otra rebelión similar; cuatro años necesitaron esta vez los romanos para sofocarla. Casi todos los esclavos perecieron. Los sobrevivientes fueron enviados a Roma, descuartizados y arrojados a las fieras, ante el pueblo reunido en el circo.

La más peligrosa de todas estas rebeldías estalló en Capua, hacia el año 73 a. C. Capua contaba con varias escuelas donde los esclavos eran formados, o mejor, adiestrados para el oficio de gladiadores; esos infelices debían luchar hasta morir para que fuera mayor el placer de los romanos. El fin de estos juegos era dar a los espectadores una lección de valor y combatividad. En el anfiteatro, los gladiadores recibían una herida tras otra sin proferir la menor queja y afrontaban la muerte sin titubeos. Al principio, los combates de gladiadores eran un sacrificio humano ofrecido en honor de los manes o difuntos; así se explica el hecho que tales luchas terminaran siempre con la muerte de uno de los adversarios. De ahí la frase tradicional que los gladiadores de la época imperial pronunciaban al entrar en la arena para saludar al soberano: ¡Ave, Caesar! ¡Morituri te salutant! (¡Salve, César! ¡Los que van a morir te
saludan!).

Cierto es que el vencido levantaba la mano e imploraba así gracia a los espectadores; pero éstos rarísima vez concedían perdón. En general, volver el pulgar hacia el suelo significaba que el público pedía al gladiador vencedor la muerte para el adversario vencido. Los gladiadores eran elegidos entre los prisioneros de guerra más robusto, valerosos. Los propietarios vendían a las escuelas de gladiadores los esclavos insubordinados como si vendieran reses bravas.

Pero los gladiadores sabían también combatir contra otros que no fueran sus amigos de infortunio. Aprovechaban la menor ocasión para volver sus armas contra sus verdugos. Un día, setenta gladiadores, arriados de espadas y puñales, forzaron las puertas de su escuela y se refugiaron en el Vesubio. Su jefe era hombre de fuerza y valor excepcionales, Espartaco, un tracio de noble alcurnia, según se decía. De toda Italia acudieron esclavos a reforzar el grupo y el ejército aumentó de día en día, sobre todo cuando consiguieron una victoria sobre destacamentos del gobierno. Espartaco se halló pronto al frente de diez mil hombres y dueño de toda Italia meridional. Una tras otra, fueron cayendo ciudades bajo su ofensiva; entonces los esclavos se vengaban de quienes los habían cargado de cadenas tanto tiempo.

El objetivo de Espartaco era, sin duda, atravesar los Alpes después de vengarse de los romanos propietarios de esclavos y establecerse con sus hermanos de armas en las Galias, donde podrían llevar una existencia digna de hombres libres. Su tarea más difícil era, evidentemente, mantener la unión y la disciplina en sus tropas; pese a todo su talento, no pudo conseguirlo nunca por carecer de dotes de organización. En general, los esclavos preferían entregarse al bandidaje antes que doblegarse al rigor de un ejército disciplinado, pero, organizados o no, los esclavos eran muy peligrosos. Más de una vez, los legionarios, enfrentados con los gladiadores de Espartaco, arrojaron las armas para huir mejor. Como otro Aníbal, Espartaco condujo a sus hombres a través de toda Italia, derrotó a los dos cónsules y amenazó a Roma. Como último recurso, el Senado acudió a Marco Licinio Craso, el hombre más rico de Roma.

Craso habíase distinguido ya en tiempo de las campañas de Sila. Y también haciendo pingües negocios durante las proscripciones. Había amasado su inmensa fortuna comprando bienes y propiedades a precios bajísimos y especulando sobre inmuebles y actividades industriales. Además, se dedicaba a la usura en gran escala. Años después, al sucumbir en campaña contra los partos, dejaría una fortuna de unos 65 millones de oro amonedado. Craso fue el primero de aquella larga serie de especuladores y de prestamistas que aparecieron con la transformación económica de Italia, país agrícola hasta entonces. Este proceso era la consecuencia inevitable de las conquistas de Roma. El espíritu mercantil hizo inmensos progresos, acompañado de necesidades suntuarias cada vez mayores en todas las clases sociales.

Craso parecía el hombre indicado para alejar la amenaza que los esclavos hacían pesar sobre Roma. Aparte de la influencia política que le concitaban sus riquezas, poseía la energía y la tenacidad necesarias para la dirección de las operaciones. Pero cuando mandó a sus tropas avanzar contra el enemigo, los legionarios de vanguardia imitaron a sus predecesores arrojando las armas al primer contacto. Sin embargo, Craso impidió la fuga de los cobardes, los capturó a todos y, con la mayor sangre fría, los hizo diezmar. El remedio fue draconiano, pero eficaz. En el siguiente encuentro, Espartaco halló tal resistencia que prefirió retirarse hacia el sur. La situación aún fue crítica algún tiempo para los romanos, pero la indisciplina de los esclavos dio sus frutos. Vagaban desbandados por los campos en grupos reducidos, y Craso pudo ir aniquilando las bandas una tras otra. Espartaco encontró la muerte en la última batalla campal (año 71 a. C.). Luego, siguió una terrible caza del hombre en Italia meridional. Seismil esclavos crucificados convirtieron la carretera de Capua a Roma en una vía macabra.

Pompeyo llamado «El Grande».

Mapa de la península itálica durante el final de la Repúblicaromana, campaña de Pompeyo.
Campaña de Pompeyo el Grande por la península itálica.

Entre quienes ayudaron a Sila a vencer al partido popular, un hombre en especial, Cneo Pompeyo, se haría famoso. Sólo tenía veintitrés años cuando ofreció sus servicios a Sila. El dictador sentía debilidad por el joven guerrero y le concedió incluso, a petición suya, los honores del triunfo aun sin haber desempeñado el menor cargo estatal. «¡Que triunfe si le agrada!», exclamó Sila. Sin duda fue Sila quien apellidó a Pompeyo «El Magno» y lo hizo con aquella ironía particular suya. El apodo lo situaba en plano de igualdad con Alejandro Magno, lo que era un tanto exagerado; desde entonces, la historia ha juzgado a Pompeyo como a su mediocre competidor. Pompeyo poseía cierta dignidad y una moralidad intachable, pero sus talentos se limitaban estrictamente al terreno militar.

Hay dos clases de ambición: la codicia del mando para realizar grandes cosas y la que ambiciona el poder por el poder mismo. La ambición de los Gracos y de César pertenece a la primera categoría, la de Mario y Pompeyo, a la segunda.

Sertorio, un problema español.

Pompeyo tuvo mucha suerte durante su vida, ya desde el momento en que tomó partido por Sila. Poco después de morir éste, fue enviado a España para reprimir una peligrosa rebelión promovida por Sertorio, un valeroso soldado de Mario que logró unir a los celtíberos en contra de Roma. Pompeyo conoció sus terribles efectos de esas guerrillas. Según Plutarco, era Sertorio, tuerto como Filipo y Aníbal, un hombre inteligente. Fundó en Osca (Huesca) una escuela donde maestros griegos y latinos educaban a los hijos de sus partidarios y de los jefes ibéricos.

Pompeyo fue a menudo derrotado. Las cosas le hubieran ido muy mal si el cónsul que mandaba el ejército no lo hubiese socorrido en una retirada. De nuevo lo mimó la suerte. Sertorio, el cabecilla rebelde, fue asesinado por Perpena, uno de los suyos, en 72 a. C. Desaparecido el gran guerrillero, la mayor parte de las ciudades rebeldes se sometieron a Roma y Pompeyo sólo tuvo que reducir unos pocos núcleos que se obstinaban todavía, misión sin grandes dificultades. A excepción, quizá, de la ciudad de Calagurris (Calahorra), que fue sitiada y padeció miseria tan terrible que incluso sus habitantes comieron cadáveres y se hizo proverbial la frase «hambre calagurritana». Solucionado el problema español, regresó a Roma al frente de un ejército que enloquecía por él.

Al volver de España, tuvo la fortuna de topar con cinco mil fugitivos del ejército de Espartaco que buscaban refugio al otro lado de los Alpes; Pompeyo los aniquiló totalmente. Orgulloso de su nueva hazaña, escribió al Senado que si Craso había derrotado a Espartaco, él acababa de extirpar la raíz del mal.

La Hispania de Sertorio.

Habiéndole ya ofrecido Sila un triunfo al que no tenía derecho, exigió Pompeyo el consulado sin haber desempeñado nunca las funciones conducentes a tal cargo. Como no confiaba en la ayuda del Senado, cambió de partido y aparentó ser defensor del pueblo. Craso, antiguo partidario de Sila, había seguido el mismo camino. Ambos rivales se encontraron así juntos y aunaron sus fuerzas en un pacto que les permitiría repartirse el poder en Roma. Gracias a la popularidad militar de uno y al dinero del otro, ambos fueron elegidos cónsules en el año 70.

Antes de tomar posesión de su cargo, Pompeyo afirmó solemnemente ante la asamblea su fidelidad al programa democrático. Y, en efecto, los dos nuevos «demócratas», apenas entrados en funciones, introdujeron una serie de reformas políticas de acuerdo con ese programa. La autoridad del Senado fue de nuevo limitada y los tribunos populares fueron restablecidos en las prerrogativas, de las que el propio Sila los había despojado. La mayoría de las reformas de este dictador desaparecieron. El pueblo aplaudió el retorno de la libertad y entonó alabanzas a Pompeyo, su bienhechor. Pompeyo era, a los treinta y cinco años, el primer hombre de Roma.

Guerra a los piratas.

Existía una humillación permanente que ensombrecía la dicha del pueblo romano. Roma era dueña del mundo mediterráneo y, sin embargo, no conseguía destruir a los piratas que infestaban aquel mar que los romanos apellidaban con orgullo Mare Nostrum. La piratería era una plaga, sobre todo en la cuenca oriental del Mediterráneo. Ya en su tiempo, Alejandro había emprendido auténticas guerras contra los piratas. Las luchas de los diádócos explican que los bandidos volvieran a levantar cabeza. Al llevar los romanos la guerra al Mediterráneo oriental, sembraron general confusión. El mar se convirtió en refugio de casi todos los desesperados. La crueldad de los piratas crecía por momentos. Al principio actuaban separadamente, pero luego organizaron verdaderas escuadras. Tenía almirantes propios que lanzaban sus rápidas naves a verdaderas expediciones de rapiña. Aprisionaban los navíos, saqueaban costas e islas y capturaban numerosos prisioneros que vendían como esclavos, pues, en esa época, este tráfico odioso era el negocio más lucrativo.

Había ciudades costeras, en otro tiempo prósperas, que debían dedicar todas sus fuerzas a rechazar los ataques piratas. En otros lugares, los habitantes abandonaban casas y riquezas para escapar a otro destino más penoso: ser presos por los corsarios. Los templos situados en el litoral de Grecia y Asia menor fueron despojados de sus tesoros. La piratería se extendía por todo el Mediterráneo; la escoria de todos los pueblos mediterráneos iba a engrosar las filas de los bandidos. Ningún marino se sentía seguro. Los piratas tenían su principal guarida en la costa de Cilicia, Asia menor. Allí acumulaban los tesoros robados, en fortalezas inexpugnables en las rocas.

Si la piratería pudo desenvolverse sin obstáculos, no fue sólo por la debilidad de los romanos, sino más bien por la codicia de sus gobernantes. En efecto, piratería y comercio de esclavos estaban íntimamente ligados: los piratas eran los principales abastecedores de esta mercancía humana de la que tenían apremiante necesidad los grandes terratenientes y los capitanes de empresa. Los intereses de los capitalistas se complementaban de hecho con los de los piratas. Los romanos dejaron a los piratas amplia libertad de acción mientras saquearon navíos extranjeros. Después de cada redada, observan satisfechos la baja de precios en el mercado de esclavos de Delos. Pero, a la larga, los corsarios se extralimitaron, llegando a saquear el litoral italiano. Incluso Ostia, el puerto de Roma. Se apoderaron de navíos romanos y de cargamentos de víveres destinados a Roma, amenazando así de hambre a la población.

El pueblo romano se lamentó entonces y los gobiernos reconocieron que la dignidad del Estado exigía el castigo de tos bandidos. Para poner fin a situación tan humillante, propuso un tribuno de la plebe, en el año 67 antes de Cristo, investir al gran Pompeyo con poderes extraordinarios, no sólo en el mar, sino también en todas las regiones costeras del imperio romano. Pusieron a su disposición unos 130000 hombres y quinientos navíos de guerra; además, se le autorizó a sacar fondos de las arcas de la capital y de las provincias. El Senado se opuso a esta proposición, pues no quería querecayera un poder tan grande en manos de un solo hombre. Los senadores pusieron en juego todos los medios imaginables. Uno de los más acérrimos optimates dirigió a la asamblea un discurso conmovedor. No debía ponerse en peligro la existencia de Pompeyo. Decía: «¿Qué ocurriría si lo perdiéramos? ¿Qué general le sustituiría?» «Tú», respondieron al unísono todos los miembros de la asamblea. Calló el orador, admitiendo la derrota. La proposición fue aceptada, pese a la resistencia obstinada de los senadores. El pueblo tenía hambre, y Pompeyo se vio investido de una autoridad similar a la de un rey.

La rapidez con que Pompeyo puso fin a la piratería sobrepasó todas las esperanzas. Se creía que se necesitarían tres años de guerra. Tres meses le bastaron a Pompeyo para limpiar de piratas el Mediterráneo, desde las columnas de Hércules (estrecho de Gibraltar) hasta el Helesponto. Causó impresión profunda el saludable terror que inspiró a los piratas y, también —al menos en aquella época— su magnanimidad con los vencidos. Por tal motivo, sólo continuaron resistiendo los jefes más recalcitrantes de la Cilicia. Pero su valor insensato nada pudo contra la disciplina y el excelente armamento de los romanos. El vencedor desembarcó a sus hombres en la costa y redujo con máquinas de asedio y asaltos de infantería todas las fortalezas y guaridas de los corsarios. En resumen, fuera de diez mil muertos, veinte mil piratas cayeron vivos en manos de Pompeyo, victoria que permitió el restablecimiento del comercio y del tráfico marítimo.

Lúculo contra Mitrídates.

Los poderes extraordinarios concedidos a Pompeyo debían terminar al mismo tiempo que la campaña contra los piratas. No fue así. Se le otorgaron de nuevo amplios poderes, esta vez en atención a la guerra contra Mitrídates.

Mitrídates permaneció tranquilo mientras vivió Sila, pero nadie en Roma tenía la menor confianza en este astuto oriental. Desde la muerte de su antiguo adversario comenzó a prepararse para una nueva guerra contra los romanos. Reclutó piratas y otros enemigos de Roma. Se le ofreció un casus belli cuando su vecino, el último rey de Bitinia, siguió el ejemplo de Átalo III y cedió su reino a los romanos. Apenas tomaron éstos posesión del país, lanzóse Mitrídates sobre las posesiones romanas del Asia menor.

Los romanos iniciaron la guerra con energía y éxito gracias a Lúculo, uno de los jefes del partido senatorial. El terreno le era desfavorable, pero él compensó esta desventaja con su habilidad estratégica. Mitrídates hubo de retroceder en todos los frentes, abandonó su país y huyó junto a su yerno, Tigranes de Armenia, que, con sus afortunadas conquistas, había creado el poderoso reino de Asia anterior. Tigranes, confiando en su fuerza, se negó a entregar a su suegro. Pero Lúculo invadió Armenia —era la primera vez que un ejército romano atravesaba el Éufrates y el Tigris—, derrotó al adversario, superior en número, y tomó la capital de Tigranes.

Conquista del Cáucaso.

Los legionarios empezaron a murmurar, no sin motivo. Su general prohibía a las tropas recoger botín en el país conquistado, pero él, aparentemente, no se privaba de nada: cargaba caravanas de camellos y carros con todos los tesoros de Oriente. Cuando llegó el invierno, los soldados, tiritando de frío entre la nieve y el hielo de las montañas inhóspitas, se amotinaron. Exigieron el regreso inmediato a Roma; que continuase a solas la guerra su general, ya que él solo sacaba provecho de ella. Lúculo, entonces, hubo de retirarse a Mesopotamia y de allí al Asia menor. Reducido a la impotencia, no pudo impedir que Mitrídates y Tigranes reconquistaran sus países.

Por otra parte, Lúculo tenía otros adversarios además de sus legiones. El general siempre actuó con energía contra los funcionarios romanos que explotaban el Asia menor, y quiso poner término a sus abusos y exacciones. Esta política le acarreó entre tales gentes enemigos poderosos que no descuidaron ocasión para perjudicarle. Sobornaron a los tribunos para que persuadieran a la asamblea que sustituyeran a Lúculo, pues la destitución del general les dejaría otra vez las manos libres en una provincia que para ellos era una verdadera mina de oro.

Pompeyo manejaba los hilos de esta trama contra Lúculo. Su ambición no quedó satisfecha sólo con la guerra contra los piratas; codiciaba el mando supremo de una campaña importante. Y una expedición a Oriente constituía su ilusión. Cneo Pompeyo sucedió a Lúculo al frente del ejército de Oriente. De nuevo se alzaron protestas: sin duda eran demasiados poderes en manos de un solo hombre. Pero Pompeyo tuvo la habilidad de quejarse de la «carga aplastante» que pesaba sobre seis hombros. No deseaba más que una cosa: vivir tranquilo en el seno de su familia, lejos de la gloria; sólo por deber aceptaba esta nueva misión.

El general destituido y su sucesor se encontraron en una ciudad de Galacia. Fue un momento dramático. Los amigos de ambos rivales hubieron de separarlos. Su nombre pasó a la posteridad por su vida ostentosa más que por sus victorias. Sus fincas y jardines eran verdaderas maravillas. En cuanto a los festines… Recibió un día la visita inesperada de dos amigos y los invitó a comer. No habían pensado en esta posibilidad, pero aceptaron a condición que su anfitrión los tratara con sencillez. «No temáis —dijo Lúculo—, tendréis la suerte de comer puchero». La comida sería servida, además, en un comedor pequeño. El almuerzo le costó a Lúculo una fortuna, pues los servidores sabían que debían servir una comida en extremo cara cuando su señor elegía aquella sala para comer.

¿Cómo podía gastar tantísimo dinero en una sola comida y con tan pocos convidados? Sencillamente, porque los gastrónomos romanos tenían el prurito de servir sólo los platos más raros, los más difíciles de conseguir. Por ejemplo, sesos de pavo real y lenguas de ruiseñor. Ningún naturalista hubiera sondeado los mares y recorrido lejanos países en busca de animales y plantas raras con más afición que el anfitrión romano en busca de platos originales. Pero Lúculo no era sólo un sibarita; tenía también otras aficiones más elevadas, sobre todo por la ciencia y la cultura. Reunió en torno suyo un círculo de literatos, sabios y artistas, gastó enormes sumas en colecciones de rollos y obras de arte que abrió al público.

Pompeyo y el poder romano en oriente.

Cuando Pompeyo se enfrentó con la misión que Lúculo no logró terminar, su predecesor había realizado ya el peor trabajo. Además, Pompeyo disponía de tropas más numerosas y una autoridad mucho más amplia que la de Lúculo; por otra parte, Mitrídates habíase agotada tanto en esta guerra que pidió la paz. Pompeyo exigió una capitulación sin condiciones. Pero cuando Mitrídates se vio constreñido ante dos posibilidades, la de seguir las hostilidades o la muerte, volvió a tomar las armas y juró no pactar la paz con Roma. Pompeyo envolvió al viejo zorro en su último rincón, el Ponto; pero no pudo obligarle a entablar batalla. Un día, por fin, consiguió Pompeyo atraer a Mitrídates a una emboscada y destruyó sus últimas tropas. El anciano rey consiguió escapar una vez más a la muerte, buscando nuevo refugio junto a Tigranes; pero fue decepcionado: su yerno prefirió entregarse al vencedor. A cambio de su rendición, Tigranes pudo conservar su patrimonio, la Armenia actual, como vasallo del Estado romano. Para atraerse la amistad de Roma llegó incluso a poner precio a lacabeza de Mitrídates. El anciano rey huyó entonces a sus posesiones del mar de Azov. Pompeyo lo persiguió empujándolo hasta la Cólquida, la legendaria orilla del mar Negro donde los argonautas buscaron el Vellocino de Oro. Allí terminó la persecución. Era temerario exponer al ejército a tal peligro, adentrándose en regiones desconocidas, pobladas de tribus hostiles y salvajes. Prefirió volver al Asia menor para restablecer el orden. Fijó las fronteras orientales del imperio romano, que permanecieron inalterables durante muchos años.

Siria vivía en permanente desorden desde la guerra de Antíoco III con Escipión, en el año 190 a. C; Pompeyo puso orden en los asuntos de ese reino y lo convirtió en provincia romana (66 a. C.).

Al sur del país, los judíos habían vuelto a manejar su política interna, dirigidos por el belicoso grupo de los Macabeos. Pero la nación judía estaba desintegrada a causa de las guerras civiles, lo que proporcionó a Pompeyo un buen pretexto para intervenir. Poco le costó al romano conquistar la capital, Jerusalén; sin embargo, los judíos, atrincherados en el templo y puesta la confianza en Yahvé, le opusieron feroz resistencia. Pero los romanos tenían mucha experiencia en sitiar ciudades. Con la rendición, su heroica lucha acabó en un mar de sangre.

Fue una prueba terrible para los judíos ver cómo Pompeyo profanaba el Sancta Sanctorum. «Pompeyo -dice el historiador romano Floro- alzó el velo sagrado que ocultaba la cámara santa de los judíos. El general se admiró al no encontrar ninguna estatua de dioses en el gran templo del pueblo impío.» Sólo vio un candelabro de oro de siete brazos, una bandeja de oro con pan ácimo y los libros sagrados. Pompeyo contempló estos objetos litúrgicos sin tocarlos. Luego confió la administración de Palestina al sumo sacerdote, sometido a la autoridad de Roma.

La fortuna favoreció a Pompeyo tanto en Siria como en otros lugares. Ante los muros de Jericó, supo que Roma quedaba libre en lo sucesivo de su enemigo más temible. El anciano Mitrídates se había establecido a orillas del Azov, donde su hijo Farnaces, señor del Quersoneso, juzgó que valía más prevenir que lamentar: encerró a su padre en el palacio real. El anciano suplicaba a su hijo que no manchara sus manos con sangre paterna. Desde luego, algo hizo la escena menos emotiva: el viejo tirano había manchado las suyas con la sangre de su madre, de cuatro de sus hijos y de muchos otros parientes.

Las súplicas de Mitrídates no hallaron eco en Farnaces. El padre comprendió que ya no había esperanzas, pero no quiso abandonar solo este valle de lágrimas. Obligó a sus mujeres, a su concubina (disfrazada de hombre para poder seguirle en la huida) y a sus hijas (entre ellas las esposas de los reyes de Egipto y Chipre) a beber la copa de veneno, antes de tomarla él. Pero Mitrídates se había inmunizado contra el veneno, de modo que éste no le hizo efecto; ordenó, pues, a un soldado que le cortara la cabeza. Así murió Mitrídates, a los sesenta y ocho años, en 63 a. C. El mundo romano
suspiró aliviado. Después de Aníbal, Roma no había tenido un enemigo tan atosigador.

Cicerón y la conjuración de Catilina.

Catilina era un patricio romano de alta alcurnia; en su juventud había sido el representante más típico de la juventud rica y totalmente corrompida de la gran ciudad. Sus vicios, como sus cualidades, lo presentaban como un segundo Alcibíades, peor todavía que el primero. La posteridad conservó la semblanza de este tipo peligroso en la obra literaria de su acusador Cicerón y del historiador Salustio.

Catilina se enorgullecía de su estirpe y quería desempeñar en el mundo un papel digno de sus antepasados, pero, por desgracia, no tenía dinero. Sus apetitos insaciablesde placer le impulsaban a todas las audacias y bajezas para enriquecerse. Un hombre así, no desaprovechó las proscripciones de Sila. Uno de los más ardientes defensores del dictador, Catilina mató a su padre durante las proscripciones y escapó a los anatemas de la ley haciendo inscribir el nombre de su víctima en las listas, una vez perpetrado el crimen.

Catilina no sabia almacenar dinero como Creso, ni hacerlo fructificar, pues se le escapaba de entre los dedos. La sed de placeres y de dinero lo arrojó en una sangrienta y desenfrenada carrera. Las aventuras amorosas ocupaban lugar importante en la vida de Catilina. El mayor escándalo fue su compromiso con una vestal. Asesinó a su esposa para poderse casar con otra mujer célebre por su belleza y ligereza de costumbres. Corría el rumor, también, que su nueva esposa era fruto de sus relaciones con la mujer de un alto funcionario romano; de esta mujer, dice Salustio con su lengua impenitente, «no había nada que elogiar una vez alabada su belleza».

Catilina era el libertino número uno de la Ciudad Eterna. Gustaba de corromper a los jóvenes nobles romanos hasta hacerlos como él. Dice Salustio que dirigía una especie de escuela donde se aprendía a deponer falsos testimonios, imitar las firmas y desembarazarse de uno sin ser descubierto (aunque sólo se hiciera a título de ensayo). Cicerón nos permite adivinar el carácter de los jóvenes amigos de Catilina: dice que se perfumaban de tal forma que podían identificarse desde lejos.

Catilina llegó a ser un peligro no sólo para la moralidad, sino también para la seguridad pública, al dedicarse a la política. Para alcanzar el poder, cada año solicitó el consulado; jamás fue elegido. Ante sus repetidos fracasos, fraguó una conjuración para hacerse nombrar dictador de Roma y repartir con sus amigos los cargos y bienes del Estado. Entre los conjurados hubo personas pertenecientes a las familias más distinguidas de Roma; algunas matronas participaron también en el complot. Además de estos miembros «oficiales», la conjuración contaba con otros innumerables, dispuestos a secundar a sus jefes apenas la conjuración ofreciera posibilidades razonables de éxito. Éste era el peligro, y un peligro grande.

Pero, se dirá, ¿cómo pudo lograr Catilina tantos adeptos? El joven libertino no tenía rival para enmascararse. Pese a sus tendencias anárquicas, afectaba las apariencias de un demócrata. Nada le costaban las promesas más lisonjeras; quería «liberar a los oprimidos de sus cadenas», decía, y suprimir todas las deudas, haciendo fructíferas todas las riquezas del Estado. Desde luego, sus oyentes no deseaban otra cosa, y así, la conjuración se extendió a toda Italia. Con todo, un hombre se irguió contra Catilina, el abogado Marco Tulio Cicerón, el mayor orador de Roma. Tenía la misma edad que Pompeyo.

Cicerón era un autodidacto. Cierto que procedía de una familia rica y culta, pero, nacido y educado en una ciudad provinciana, no podía evocar ningún antepasado. Cuando entró en la liza política de la capital, no tuvo protector que pudiera ayudarlo en caso necesario. Pero era entusiasta, bien dotado, fogoso patriota y sentía ardiente deseo de hacer respetar por doquier el nombre romano. Formado en las escuelas griegas de filosofía y retórica, manejaba con singular elegancia (al estilo griego) la soberbia lengua de los romanos. El estilo de Cicerón llegaría a ser modelo de latín «clásico».

A los veintiséis años, Cicerón pronunció su primer discurso importante, la defensa judicial de Sexto Roscio de Ameria. El proceso descubrió los crímenes de los favoritos del dictador Sila.

La causa de este proceso fue que Roscio heredó de su padre y homónimo bienes de gran valor. Uno de los libertos de Sila, un griego rico y corrompido llamado Crisógono, se interesaba por estos bienes. Para apoderarse de ellos, hizo inscribir en una lista de proscripción el nombre de Roscio, padre, lo que le permitió comprar todos los bienes de la víctima por una cantidadínfima. Para evitar posibles y desagradables complicaciones, Crisógono intentó deshacerse del joven Roscio con ayuda de secuaces. Al no conseguirlo, el liberto mostró atroz perversidad: compró testigos falsos y acusó al joven de parricida.

Cicerón demostró que tan terrible acusación estaba desprovista de todo fundamento y que, por el contrario, existían bastantes sospechas contra los hombres de Crisógono. Cicerón obtuvo la libertad de Roscio y su rehabilitación completa, aunque continuó siendo pobre. En tiempos de Sila era inconcebible que un individuo inscrito en las listas de proscripción pudiese recobrar ni una parte de sus bienes.

Cicerón dio pruebas de audacia atacando a una de las hechuras del todopoderoso Sila; se necesitaba mucho valor para expresarse así en una época en que el terror paralizaba todas las lenguas. Sin embargo, Cicerón tuvo sumo cuidado en no pronunciar todas las frases que añadió después en la versión de sus discursos.

Por su valiente intervención en el caso de Roscio, Cicerón creóse un prestigio como abogado. Después escogió la carrera política y triunfo muchas veces en el Foro gracias a su elocuencia. En 64 a. C. propuso su candidatura para el consulado del año siguiente, contra Catilina; después de una violenta campaña electoral, ganó la partida. Una vez cónsul, Cicerón empleó todos los medios que su cargo le ofrecía para hacer fracasar a su peligroso enemigo. Entre los conjurados tenía dos espías que comunicaban al cónsul todos los planes de Catilina. Cicerón supo así que Catilina planeaba su muerte. Se rodeó de precauciones y escapó al puñal de los asesinos.

Descubierta la conjuración, Cicerón convocó al Senado. Catilina cometió la imprudencia de aparecer ante los senadores y fingir inocencia. Cicerón desenmascaró al criminal en un inflamado discurso, la célebre primera Catilinaria, que empieza con la frase que se ha hecho proverbial: Quousque tandem?

«¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? ¿Cuánto tiempo aún esquivará nuestros golpes tu furor? ¿Hasta dónde se atreverá tu audacia desenfrenada? ¡Oh, tiempos! ¡Oh, costumbres! ¡Todo lo sabe el Senado, el cónsul lo ve y todavía vive este hombre! ¿Vive? ¿Qué digo? Viene al Senado, participa en las deliberaciones y apunta y señala con los ojos a aquellos que asesinará de entre nosotros. Pues bien, lo que era preciso hacer tiempo ha, tengo que aplazarlo por graves razones. Sólo morirás cuando no haya nadie tan malo y vicioso como tú, tan semejante a ti, que no convenga que actúe según la ley. Mientras exista un hombre que se atreva a defenderte, vivirás.»

Catilina respondió con insolencias, pero los senadores no le dejaron seguir: su cólera hizo temblar la sala hasta sus cimientos. Lleno de indignación, Catilina abandonó el Senado entre abucheos y vehementes amenazas y aquella misma tarde abandonó Roma. Cicerón podía respirar. Su primera catilinaria había alcanzado el objetivo.

Catilina se refugió en Etruria, donde se formó un ejército que agrupaba a los antiguos partidarios de Mario, veteranos expulsados de las legiones de Sila y muchos otros descontentos. Catilina se puso al frente y se proclamó a sí mismo cónsul. El gobierno replicó declarándole enemigo del Estado, lo mismo que a sus hombres. Catilina tenía partidarios también en la propia Roma. Según Cicerón, esta «quinta columna» tenía por misión asesinarle a una señal dada e incendiar al mismo tiempo la ciudad.

El cónsul veló infatigable por la seguridad de Roma. Para reducir a impotencia a los secuaces de Catilina, pronunció ante la asamblea del pueblo su segunda catilinaria, que desenmascaró a todos.

«Si no pidieran más que juegos, vinos, orgías nocturnas y trato con prostitutas, sin duda nada bueno habría que esperar de ellos, pero al menos serían soportables; pero ¿quién tolerará ver a los más ineptos conjurarse contra los ciudadanos más laboriosos, a los locos contra los prudentes, a los licenciosos contra la gente sobria, a los aletargados contra quienes mejor velan? ¡Ah, parece que los veo: tendidos en torno a sus mesas, con mujeres impúdicas entre los brazos, ebrios de vino, hinchados de comer, la cabeza ceñida de flores y el cuerpo perfumado, embrutecidos por el desenfreno, vomitando amenazas contra los ciudadanos y planeando el incendio de Roma!».

Semanas después, Cicerón tenía en su poder documentos y pruebas de la existencia y planes de la conjuración. En el acto fueron detenidos los cabecillas y depositados los papeles comprometedores ante el Senado: los conjurados proyectaban fomentar en la Galia una revolución que esperaban se extendiera a España.

Las deliberaciones del Senado prosiguieron todo el día y el cónsul fue felicitado oficialmente por su celo. Los ciudadanos, ansiosos de noticias, se apretujaban en torno a la curia. Se levantó la sesión al atardecer. Al salir, Cicerón fue aclamado. El orador pronunció para la multitud reunida en el Foro la tercera catilinaria, en donde comunicó las medidas adoptadas y el homenaje que el Senado le había tributado.

Cicerón no era de los que esconden la luz bajo el celemín. No puede atribuírsele excesiva modestia cuando se leen sus frases en que se compara a Rómulo:

«Ya que nuestro agradecimiento elevó al fundador de esta ciudad a la categoría de los dioses, como lo merecía, será justo también que, tanto vosotros como vuestros descendientes, tributéis el debido honor al hombre que supo conservar la ciudad una vez fundada y engrandecida. El Senado decretó plegarias solemnes a los dioses inmortales para su protección. Serán hechas en mi nombre, honor concedido por vez primera a un civil desde la fundación de Roma. El decreto dice textualmente: ‘Porque yo salvé a la ciudad del incendio, a mis ciudadanos de la matanza, a Italia de la guerra’. Comparad estas plegarias con las del pasado y veréis que difieren en esto: aquéllas recompensaban los ciudadanos que sirvieron bien a la República; éstas recompensan al ciudadano que la ha salvado».

Dos días después, Cicerón convocaba de nuevo al Senado para deliberar sobre el castigo que debía darse a los conspiradores detenidos. En esta ocasión pronunció su cuarta catilinaria. En términos apremiantes, exhortó a los padres del Estado a reducir a los malhechores a la impotencia:

«Amenazada por el hierro y por el fuego de una conspiración impía, la patria, nuestra común madre, suplicante, tiende las manos hacia vosotros: a vosotros es a quien se confía, a vosotros a quien confía la vida de todos los ciudadanos, la ciudadela y el Capitolio, y los altares de los penates, y el fuego de Vesta, que arde de continuo, y los templos y los santuarios de todos los dioses, y las murallas y casas de la ciudad».

También esta vez fue conquistado el Senado por la elocuencia de Cicerón, y decretó la ejecución de todos los prisioneros. Muchos de ellos pudieron escapar de Roma y reunirse con Catilina en Etruria. La mesnada de Catilina fue cercada por las tropas del Senado y destruida hasta el último hombre. Comprendiendo Catilina que todo
estaba perdido, se arrojó contra las filas enemigas seguido por sus lugartenientes. Muriódando pruebas de un valor digno de mejor causa. Cicerón recibió del Estado el título honorífico de pater patriae (padre de la patria).

Craso y César.

En 61 a. C., Pompeyo, al regresar de Oriente, hizo su entrada triunfal en Roma. Los últimos sucesos demostraban que el poder Ejecutivo debía ser concentrado en manos de un solo hombre. De lo contrario, cualquier aventurero podría, cuando quisiera, poner en peligro la seguridad del Estado y de los ciudadanos. El hombre que tenía la fuerza del ejército a su disposición llegaba precisamente en aquel momento. La corona se le ofrecía como un fruto que no había más que coger. Muchos predecían que el año 691 de la fundación de Roma (62 a. de C.) sería el fin de la República. Todos los partidarios del sistema republicano, tanto senadores como miembros del partido popular, aguardaban con ansiedad el retorno de Pompeyo. El general se había pronunciado abiertamente en favor de la democracia, pero el partido popular desconfiaba de esta profesión de fe. Era prudente buscar un hombre que sirviera de contrapeso al dueño de Oriente. Craso compartía esta opinión. El partido popular estaba cada vez más convencido que Craso era la única solución. Los demócratas carecían de jefes desde las proscripciones de Sila.

Pero Craso, solo, no tenía posibilidades frente a un hombre que disponía de un ejército poderoso y dispuesto a la guerra. Sería apoyado por un hombre nuevo cuya estrella era creciente en el firmamento del partido demócrata: Cayo Julio César.

Julio César nació hacia el año 100 a. C. y pertenecía a una gran familia, la gens Julia, que se enorgullecía de descender de Julo, el hijo de Eneas. Circunstancias familiares pusieron a César en relación con el partido demócrata. En efecto, Mario se había casado con una tía de César y éste se casó con la hija de Cinna, uno de los demócratas más fervorosos. Cuando Sila se adueñó del poder, César no modificó su orientación política, como otros; al contrario, se atrevió a desafiar al omnipotente dictador cuando éste le ordenó que se divorciase y se casara con una matrona «honorable». El nombre de César apareció pronto en lugar destacado en las listas de proscripción. El dictador no hacía caso de los ruegos de amigos influyentes y replicaba: «No sabéis lo que hacéis, pues este joven será con el tiempo mucho más que Mario». Para los demócratas, esta frase era la mejor recomendación.

Según parecía al principio, la única ambición de César era sobresalir entre los jóvenes romanos extravagantes. Derrochaba dinero a manos llenas. Pero, ¿no tenía segundas intenciones cuando organizaba para el pueblo distribuciones de trigo y espectáculos suntuosos? Un día presentó trescientos gladiadores con corazas de plata; otra vez organizó una representación excepcional: mil doscientos hombres cazaban cuarenta elefantes. Sus deudas ascendían ya a millones. ¡Pero qué importaba eso! Esta prodigalidad daría frutos a la larga. César alcanzó extraordinaria popularidad. Fue nombrado pro cónsul de España. Al gobernador de un país productor de plata poco había de costarle pagar sus deudas, pero sus acreedores no lo hubieran dejado partir a tierras españolas si Craso no le hubiese prestado fianza por valor de 830 talentos. Una vez en la península, inició una campaña militar, con razón o sin ella, y llevó sus conquistas hasta el Atlántico y comarcas gallegas.

César acrecentó también su popularidad aprovechando al máximo su parentesco con el viejo Mario. Cuando murió su tía, procuró que el retrato de su esposo figurara en buen lugar en el cortejo fúnebre. Esto era un desaire para el Senado, que había declarado a Mario enemigo de la patria. Pero el pueblo no contuvo su entusiasmo cuando volvió a ver la imagen del inolvidable héroe. Es casi cierto, aunque no existan pruebas jurídicas, que César y Craso estuvieron implicados en la conjuración de Catilina. Hay razones para creer que ambos aliados querían aprovechar la ausencia de Pompeyo para adueñarse del poder supremo, sirviéndose —provisionalmente— de Catilina. Como es lógico, César y Craso se mantuvieron en la sombra. Soltaban las riendas a Catilina, le permitían que hiciera el peor trabajo, que estableciera él solo la anarquía y el terror. Cuándo llegase el momento, aparecerían ambos a plena luz. para poner orden en Roma. Fracasado el golpe de Estado, César y Craso consiguieron borrar toda huella de complicidad.

Cuando el regreso de Pompeyo fue inminente, César y Craso comprendieron que tenían necesidad uno de otro. El peligro común unió al romano más rico con el romano más insolvente.

Retrato antiguo de un hombre y portada de un libro
Profesor Carl Grimberg y la portada del tomo III de su Historia Universal.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IV LA LUCHA POR LA REPÚBLICA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

VER ÍNDICE GENERAL DE LA OBRA POR CAPÍTULOS.

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