Los Optimates, Tiberio y Cayo Graco

Escultura romana de la era republicana, hermanos Graco.
Cayo y Tiberio Graco, los hermanos fueron Tribunos de la Plebe a finales del siglo II a. de C.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO III EXPANSIÓN ROMANA EN LOS EXTREMOS DEL MEDITERRÁNEO. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

VER ÍNDICE GENERAL DE LA OBRA POR CAPÍTULOS.

Contenido de este artículo

  1. Lumpen y demagogos
  2. Ganadería y esclavos en vez de agricultores libres
  3. Decadencia de los optimates
  4. Tiberio Graco
  5. Cayo Graco

Lumpen y demagogos

«Las alimañas de Italia tienen cuevas para guarecerse, pero los hombres que luchan y mueren por Italia sólo poseen el aire y la luz. Vagan por los campos, con su mujer y sus hijos, sin casa ni hogar. Mienten los generales cuando exhortan a sus soldados a defender sus hogares y las tumbas de sus antepasados; los legionarios no tienen hogar, ni tumba para enterrar a sus padres». Semejantes palabras fueron pronunciadas por un fogoso patriota: Tiberio Graco. Le dolía en el alma ver que el pueblo romano, pueblo sano en el fondo, se escindía fatalmente en dos clases opuestas: una gran masa de proletarios y un puñado de explotadores.

¿Cómo había llegado Roma a tal situación? Las guerras -primero, la guerra contra Aníbal; después, las luchas de conquista en Oriente- fueron la causa principal del malestar social que arrastraría consigo progresivamente las instituciones republicanas.

Nadie se cura de las heridas sin conservar cicatrices. Los censos de la época prueban que el número de romanos en edad militar disminuyó en una cuarta parte durante los diecisiete años de guerra contra Aníbal. Eran innumerables las víctimas causadas y las familias arruinadas; y no era ello lo más grave. Tales heridas se cicatrizan pronto si el cuerpo de la sociedad aún está sano; pero la sociedad romana no lo estaba, sino herida en sus fuerzas vivas. La guerra baldó para todo trabajo pacífico a multitud de jóvenes. El soldado romano se licenciaba sin dinero, volvía a su familia arruinado y engrosaba la ola de miserables.

De tal forma, el admirable pueblo romano convirtióse poco a poco en un populacho inactivo que vagaba por las calles de la ciudad. El Estado debió, pues, proporcionar al pueblo, trigo a bajo precio y organizar juegos y otras diversiones para entretener a las masas inquietas. El dinero necesario para tales dispendios salió del botín recogido en Oriente (en particular, de los repletísimos cofres del rey Perseo). Así, Roma terminó atrayendo a los vagabundos desde todas partes, como la luz a los insectos. Pero donde hay chusma, hay demagogos. Éstos usaban iguales métodos que el Estado para atraerse las simpatías del pueblo. Ello favorecía sus intrigas para conseguir sinecuras políticas y ser nombrados gobernadores de provincia, cargo que reportaba pingües ganancias y abría las puertas del Senado. En Roma, los ciudadanos que aspiraban a un nombramiento político tenían por costumbre mezclarse con el pueblo y cuidar de su popularidad por todos los medios halagadores para el hombre de la calle. En tales ocasiones llevaban una toga de tela blanca, la «toga cándida». De ahí nuestro vocablo candidato.

El arte de atraerse partidarios llegó a ser una verdadera ciencia. Una carta enviada a Cicerón por su hermano menor nos lo indica. «Hay que representar la comedia -dice la carta- de tal manera que el pueblo crea que uno es amable por naturaleza, sin sospechar la menor timidez. La mímica es muy importante y debe ser tan cuidada como la voz. Por último, hay que tener perseverancia y olvidar la fatiga”.

Todo esto era aún bastante ingenuo. Más tarde, los candidatos no se contentaron con distribuir apretones de manos y sonrisas, sino que inventaron mil modos de comprar a los electores. La corrupción era en parte clandestina, pero también se hacía distribuyendo trigo y ofreciendo juegos y espectáculos: Panem et circenses (pan y juegos). Poco habían de desperezarse los votantes para subsistir, ya que los candidatos rivalizaban en generosidad. Se vendía el voto al mejor postor. Pero aunque fuese alto el precio de estas «campañas electorales», los candidatos afortunados recuperaban con creces sus fondos cuando, terminado su mandato, se les confiaba la administración de una rica provincia. Las exacciones de las que se hicieron culpables los procónsules constituyen uno de los capítulos más negros de la historia de Roma.

Ganadería y esclavos en vez de agricultores libres

De haber empleado los gobernantes el remedio adecuado en el momento oportuno, los males que padecía la sociedad romana hubieran podido evitarse. Este remedio existía en la misma entraña de las arcaicas tradiciones de Roma. En la Italia meridional, el Estado poseía extensos territorios confiscados a Capua y otras comarcas en castigo por haberse aliado a Aníbal. Hubiera sido fácil parcelar esas tierras estatales y colonizarlas con campesinos arruinados u otros operarios que no pedían más que trabajo. De este modo hubiera podido salvarse al agricultor independiente, nervio de la sociedad romana. Pero dejóse perder la ocasión. Otros se apoderaron de las tierras del Estado.

Los grandes terratenientes dedicaban la mejor parte de sus fincas al pastoreo; tenían, además, mano de obra barata. Los esclavos trabajaban sus tierras y cuidaban del ganado: con las guerras aumentó el número de éstos. En realidad, muchas expediciones militares no eran con frecuencia más que una caza de esclavos. Sobre todo en España, Paulo Emilio vendió 150000 esclavos al conquistar Macedonia, y Escipión el Joven 55000 después de vencer a los cartagineses. La piratería, especialmente practicada en el mar Egeo y a lo largo del litoral de Asia, acrecentó aún más su número. En los grandes mercados de la isla de Delos había días que cambiaban de propietario hasta diez mil esclavos. Los esclavos sustituían a los trabajadores libres en proporciones cada vezmayores. Los latifundios no cesaban de aumentar, el trabajo servil adquiría una amplitud desmesurada y el pequeño agricultor estaba en pésima situación.

La guerra ejercía a veces una influencia perniciosa indirecta. La conquista de Sicilia, por ejemplo, fue una auténtica catástrofe para la población campesina de Italia.

Esta paradoja se explica por el hecho de convertirse esta isla tan fértil en tremendo rival en el mercado de productos alimenticios. Recordemos que el gobierno romano hizo de Sicilia su granero con una política agrícola eficaz. La isla desempeñó este papel hasta ser sustituida por el delta del Nilo, aún más fértil, y otras regiones de África. No sólo era mucho más barato este trigo que el italiano, sino que el Estado lo recibía gratis, en calidad de impuestos. Por tal motivo, el gobierno no sólo podía vender este trigo a bajo precio, sino también -como ocurrió más tarde- distribuirlo gratuitamente a los indigentes de Roma, cuya miseria no les impedía votar. Por consiguiente, al agricultor italiano no le interesó cultivar trigo, salvo para el consumo propio. Razón de más para que los grandes terratenientes dejasen crecer hierba en sus tierras; rentaban más con el pasto que cultivándolas.

Las circunstancias obligaron al agricultor o al ganadero a invertir el capital indispensable. Los factores económicos y técnicos se aunaban favoreciendo al gran propietario a expensas del modesto campesino. Los capitalistas romanos aprovecharon esta situación sin escrúpulos.

Decadencia de los optimates

Descripción de los factores de crisis en la República Romana.
Crisis de ka República Romana en tiempos de los Graco (s. II a. de C.).

La influencia desquiciadora de la guerra no alcanzaba sólo a las más amplias capas de población,’sino también a aquellos núcleos sociales que antaño se enorgullecían de servir al bien común gobernando la república. Roma, convertida en potencia mundial, puso a prueba de nuevo a sus dirigentes y éstos no respondieron bien; aunque debe reconocerse que la prueba fue demasiado dificultosa.

Aquellas dos grandes conquistas se habían realizado en poco tiempo. En sólo dos generaciones las fronteras de Roma habían desbordado la península apenina y envuelto el Mediterráneo entero. Una nación pobre, sencilla y ruda, se vio de súbito acicateada por las tentaciones que acompañan al poder, la gloria y la riqueza. La aristocracia romana no logró superar la prueba: cedió a la tentación y se aprovechó con fines egoístas de la supremacía imperial de Roma y del respeto que su nombre inspiraba en todas partes.

Este patriciado se convirtió en una casta cada vez más cerrada que no admitía en su seno a ninguna persona de otra extracción, por méritos que tuviese. Sus miembros se llamaban a sí mismos «optimates» (los mejores), equivalente latino de «aristócrata«, apelación social empleada por los griegos. Eran optimates aquellos cuyos antepasados ejercieron las más altas funciones del Estado. En la práctica, el acceso a las mismas llegó a ser privilegio exclusivo de la nueva clase dirigente. Ésta dominaba también el Senado, pues los más altos funcionarios tenían sede en esta poderosa asamblea al acabar su mandato. El Senado asumía la dirección de la política exterior y la administración financiera. Reunía toda la experiencia política de Roma, por lo que las asambleas (comicios) populares, incapaces de cuidar de los detalles en política exterior, resignaron esta función en el Senado; pero éste, por desgracia, al cargar sobre sus hombros tal responsabilidad, demostró no estar tampoco capacitado para administrarse y mantener la disciplina entre sus miembros. Esta suprema instancia, que antes sirviera a la comunidad entera, se convirtió en palenque de lucha entre camarillas e intereses privados.

El Senado pudo ejercer vigilancia mientras la jurisdicción de los funcionarios republicanos se limitó a Italia. Después, fue necesario administrar territorios lejanos.Los gobernadores de estos países obraron a su antojo y adquirieron costumbres difíciles de desarraigar. En efecto ¿quién podría esperar moderación de hombres que sometían a grandes potencias, que veían ciudades, reinos y dinastías prosternarse ante ellos y que volvían a Roma cargados con todos los tesoros de Oriente?

Un episodio aleccionador en la guerra entre Roma y Perseo de Macedonia indica la actitud típica de un senador romano. Para ser exactos, el suceso data del año 168 a. de C., cuando supo el Senado romano que el seléucida Antíoco IV sometía a Egipto, cosa contraria a los intereses de Roma. El Senado envió entonces a uno de sus miembros, Pompilio, para poner fin a esta conquista inoportuna. Pompilio encontró al señor de Asia cerca de Alejandría.

Antes de llegar junto a su visitante, el gran rey saludó al representante del poderoso pueblo romano; Pompilio no se movió. Sin el menor gesto de cortesía, tendió al rey el mensaje del Senado romano. Antíoco leyó el texto y replicó: «Voy a deliberar con mi, consejeros». Pero Pompilio no le dio ocasión; trazó con su bastón un círculo en el celo en torno al monarca y ordenó: «Me darás la respuesta sin salirte de este círculo». El rey, estupefacto, quedó tan impresionado que no pudo pronunciar una palabra. Iras un silencio angustioso, respondió al fin: «Bien, me someto a las órdenes de los romanos«. Pompilio, amigo de repente, tendió entonces la mano al autócrata oriental.

Antíoco retiró sus tropas de Egipto sin demora. Pompilio se ocupó de la administración del país y ordenó a ambos reyes que vivieran en paz. Después, se fue a Chipre, donde Antíoco acababa de derrotar a la flota egipcia. Pompilio permaneció allí hasta que abandonó la isla el último soldado de Antíoco. Un senador romano, solo, había salvado a Egipto y conseguido la paz. Y si un senador romano podía tratar en tal forma a un poderoso monarca, es fácil imaginar lo difícil que sería vivir en Roma durante las reuniones senatoriales.

En el Senado, un pequeño grupo decidía en realidad los destinos de toda la nación. Un hecho significativo: durante un siglo, entre los años 233 y 132, Roma fue gobernada por doscientos cónsules: 160 procedían de las veintiséis familias de optimates; es más: seis familias se repartieron un tercio de todos los mandatos consulares.

Un peligroso abismo se abría en el seno de la sociedad romana y separaba a ricos y pobres. Aníbal no pudo abatir a Roma, pero asestó un golpe mortal a la vida social ciudadana. Una clase superior asocial se oponía a una clase inferior considerada indigna. Según Polibio, la política de los optimates tuvo como corolario un inmoderado afán de lujo y la decadencia de costumbres. Un orador de la asamblea popular describe cómo ciertos senadores eludían sus deberes:

«Cuidadosamente perfumados y rodeados de cortesanas, se entretenían jugando a los dados. A la caída de la tarde, enviaban un esclavo al Foro para que se informara de los sucesos: quién había votado en favor o en contra del proyecto de ley discutido aquel día y cuál había sido el resultado de las votaciones. Al fin se dignaban ir en persona a la asamblea. Llegaban allí ahítos de vino, con la cabeza tan pesada que apenas podían mantener abiertos los ojos: hojeaban distraídamente las actas propuestas a decisión, mientras decían a sus compañeros de orgía: ¿Qué haré con todo esto? ¡Mejor sería ir a beber vino mezclado con miel y comer un buen trozo de pescado o un tordo cebado!»

Tiberio Graco

Mapa de Roma, era republicana siglo II AC.
Mapa de la República Romana, siglo II a. de C.

Sin embargo, del mismo círculo de los optimates surgió un joven noble, preocupado por esta decadencia de los ricos y movido a compasión por los pobres. Desde que entró en la escena política tuvo la entereza de recordar a la gente de su propia clase sus obligaciones hacia la comunidad. Se llamaba Tiberio Graco y pertenecía a la más alta aristocracia; su padre había fungido dos veces de cónsul. Los éxitos de Tiberio y demás hijos enorgullecían a Cornelia, que suspiraba por el día en que no la llamasen ya la hija de Escipión, sino la madre de los Gracos.

Cuando Tiberio alcanzó la mayoría de edad, recorrió Etruria por voluntad propia, viaje que decidió su vida. Allí donde antaño florecían campos fértiles y pueblos industriosos, hoy pacían los rebaños de cualquier estanciero, al cuidado de esclavos. El joven Graco, ardiente patriota, trató de solucionar el desastre social. No tenía intención alguna de transformar la república, sino de consolidarla con reformas. No deseaba en absoluto entregar el poder al proletariado, sino, al contrario, abolir el proletariado dando a cada familia una propiedad territorial.

En el 133 a. de C. hízose elegir tribuno de la plebe para poder realizar sus proyectos. Una ley muy antigua estipulaba que nadie podía poseer más de 250 fanegas de tierras del Estado. Tiberio propuso reponer esta ley en vigor, ampliando el máximo a quinientas fanegas. El resto sería repartido en parcelas de quince fanegas, en provecho de los ciudadanos pobres. Y, para que estas pequeñas propiedades no fueran absorbidas por los grandes dominios, no debían poder ser vendidas, sino sólo trasmitidas por herencia.

La proposición provocó una violenta repulsa entre los latifundistas; los pobres acudían a miles para oír la grata nueva. Si los tribunos de la plebe se hubieran mostrado más firmes, la aristocracia no hubiese hecho fracasar esta ley. Pero uno de los tribunos, Octavio, era un gran terrateniente; los optimates lo persuadieron a oponerse al proyecto de ley. Tiberio reaccionó logrando hacer deponer a su reacio colega: entonces la ley fue votada. Se constituyó una comisión de tres personas encargadas de repartir las tierras estatales entre los necesitados. Fueron elegidos miembros de esta comisión el propio Tiberio, su hermano Cayo Graco, que contaba entonces sólo veinte años, y su suegro.

La deposición de un tribuno era a la sazón algo inaudito. Al incitar a los comicios a tal medida, Tiberio proporcionó armas a sus enemigos. Presentó otra proposición que favoreció aún más a sus adversarios; que los comicios, mejor que el Senado, se ocupasen de solucionar el delicado asunto de la herencia de Átalo, rey de Pérgamo. Quería dedicar los tesoros del monarca a la adquisición de ganado y además aperos agrícolas necesarios por parte de los nuevos propietarios de terrenos. Esta iniciativa atacaba una prerrogativa tradicional del Senado, a saber, la dirección de la política extranjera. Los optimates consideraron esta proposición como un paso más de Tiberio hacia la tiranía. Sospecha que se acrecentó cuando Graco quiso adjudicarse el tribunado para el año siguiente, en contra del uso establecido. En efecto, el tribuno intuía el fracaso de su obra si no se encargaba de velar por la realización de la misma.

El día de elección del nuevo tribunado, el Senado y los comicios populares se enfrentaron como dos ejércitos enemigos. Muchos fluctuaban entre ambos bandos. El Senado imploró al cónsul que salvara al Estado, aniquilando al tirano. Pero el cónsul, partidario también de la reforma agraria, se negó a toda violencia. Uno de los senadores más exaltados, aristócrata desalmado y sectario, dirigió entonces los debates: «¡Puesto que el cónsul traiciona al Estado -exclamó-, que me sigan aquellos que quieran defender la inviolabilidad de las leyes!» Dicho esto, salió fuera, seguido de la mayoría de los senadores, sus partidarios y esclavos. En la calle, la multitud apartóse, con respeto ante los padres del Estado. Tiberio tuvo que huir, no librándose, empero, de ser asesinado con trescientos de los suyos. Por primera vez desde la instauración de la república, corría sangre romana en las calles de Roma. Los cadáveres fueron arrojados al Tíber (133 a. de C.).

La matanza convirtió a la nobleza y al partido popular en enemigos irreconciliables. Los aristócratas trataron en forma odiosa al hombre que había antepuesto los intereses del Estado a los de su clase. Al aprovecharse en forma abusivade ciertas medidas que el clarividente tribuno había adoptado al margen de la ley para asesinarlo, cortando al mismo tiempo el paso a reformas necesarias, los optimates abrieron camino a la rebeldía, rebeldía que a la larga se iba a transformar justamente en esa tiranía que aparentemente habían conjurado con métodos paradójicamente
tiránicos…

Cuatro años después, la lucha social devoraba una nueva víctima: el célebre Escipión Africano, el Joven. Regresó de Numancia a poco de la muerte de Tiberio Graco. Escipión se había casado con la hermana del difunto y era considerado un partidario moderado de las reformas del tribuno; pero confiaba mucho más en los aliados italianos que en el proletariado urbano de Roma. Se puso, pues, de parte de los aliados y obstaculizó las atribuciones de la comisión de reparto. Se atrajo así la antipatía del partido popular; Cayo Graco lo sindicó abiertamente de tirano. Una mañana del año 129 a. de C., Escipión fue hallado inerte en su lecho. Se cree que, mientras dormía, lo estranguló un adversario político. Murió a la misma edad, más o menos que su gran homónimo. Con él desapareció el mayor general y el mejor estadista que Roma poseía entonces: un hombre en quien todos reconocían honradez, desinterés y sentido de justicia.

Cayo Graco

La muerte de Tiberio Graco no impidió a su hermano menor Cayo seguir sus huellas. Pero Cayo aprendió que el reparto equitativo de las tierras sólo sería posible quebrantando el poder del Senado. Desde el primer día preparó a conciencia su revolución. Se consagró con toda el alma a esta empresa, en la que su hermano fuera aniquilado por enemigos implacables.

Una de sus primeras medidas fue distribuir con regularidad trigo a los ciudadanos por un precio irrisorio. Estas larguezas desmoralizaban aún más al proletariado urbano, pero eso no preocupaba a Cayo. No contaba con aquella gente para estructurar su nueva sociedad, sino con la población sana y laboriosa de toda Italia. Su objetivo se limitaba de momento a adquirir una autoridad suficiente para estar en condiciones de reformar el Estado. Dirigió en persona las distribuciones de trigo; prosiguió la reforma agraria; fundó colonias, tanto en Italia como en provincias; mandó construir carreteras para dar trabajo a los pobres y abaratar el transporte de víveres desde Italia meridional a Roma. Recorrió Italia en todos sentidos para que todo se hiciera según sus deseos. Al cabo de un año -y de diez del trágico fin de su hermano- fue elegido tribuno de la plebe, adquiriendo en Roma una autoridad comparable a la de Pericles en la Atenas del siglo V. Aquel día acudieron a Roma miles de hombres desde todos los rincones de Italia. Nunca había presenciado Roma una afluencia semejante. Es cierto que el pueblo romano nunca había tenido un corifeo de tal categoría.

Una de las tareas más difíciles para Cayo Graco fue poner a los aliados de Italia en favor de la reforma agraria. Graco quería concederles derecho de ciudadanía y terminar así con su desconfianza. Pero tal proyecto hería muchas susceptibilidades. El
proletariado urbano no quería oírlo mencionar siquiera. De este modo, disminuyó el ascendiente de Graco sobre la masa popular. La aristocracia procuró excitar a los descontentos. Al solicitar el tribuno su tercer mandato, no fue reelegido, dejando automáticamente de ser inviolable.

Graco vio el peligro y pidió protección a sus fieles. «¿Dónde iré, infeliz de mí?», se le oyó exclamar. «¿Al Capitolio, quizás? Aún está fresca allí la sangre de mi hermano. ¿A casa? ¿Para ver las lágrimas de mi madre, pobre mujer, de vida aniquilada?» Los partidarios de Graco tomaron entonces las armas y se reunieron en el Aventino, una de las colinas de Roma.

El cónsul Opimio intimó al Senado a que declarase el estado de excepción e invistiera a los cónsules de poder dictatorial, según la tradicional fórmula: Videant consules, ne quid detrimenti res publica capiat (Que los cónsules velen para que la República no sufra ningún daño). Opimio asaltó el Aventino. Sólo resistió un pequeño grupo rodeando a su jefe venerado; al fin, emprendieron la huida. Graco huyó también, acompañado de un esclavo. Los fugitivos llegaron exhaustos a un bosque sagrado, fuera de la ciudad. Graco ordenó a su esclavo que lo matara, para no caer vivo en manos de sus enemigos. El esclavo obedeció; luego, se suicidó junto al cadáver de su señor. La aristocracia aprovechó esta victoria para asesinar a unos tres mil partidarios de Graco.

Desaparecido Cayo Graco en 121 a. de C., volvió la situación al estado anterior a la muerte de Tiberio: no se habló más de reformas agrarias. La sociedad romana degeneraba sin remedio en una clase dirigente egoísta y despiadada, y en un proletariado urbano sin trabajo. Cada nueva generación veía con mayor claridad que aquella situación era insoportable y que sólo una tiranía podía oponerse a la ruina total. Pronto entrarían en la escena política caudillos populares por completo distintos a los Gracos. ¡Inútil esperar de ellos la buena fe de sus predecesores!

Los romanos se percataron demasiado tarde de la pérdida sufrida con la muerte de Tiberio y Cayo Graco. Dice Plutarco: «El pueblo les erigió estatuas. Los lugares donde sucumbieron los Gracos fueron declarados sagrados y se les ofrecían las primicias de cada temporada». Se levantó a Cornelia un monumento conmemorativo con la siguiente inscripción: «Cornelia, hija del Africano, madre de los Gracos«.

Retrato antiguo de un hombre y portada de un libro
Profesor Carl Grimberg y la portada del tomo III de su Historia Universal.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO III EXPANSIÓN ROMANA EN LOS EXTREMOS DEL MEDITERRÁNEO. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

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