VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO III EXPANSIÓN ROMANA EN LOS EXTREMOS DEL MEDITERRÁNEO. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.
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Contenido de éste artículo.
- La marcha hacia el este. Cambio de frente.
- El decadente Reino de Macedonia.
- El Imperio Seléucida.
- Pacificación de Macedonia y Grecia.
La marcha hacia el este. Cambio de frente.
Libres ya de Aníbal, los romanos abrieron otro frente. Las guerras se suceden entonces sin que podamos ver en ellas la realización sistemática de un plan riguroso. Tras vencer a los excelentes ejércitos cartagineses conducidos por el mayor estratego de la época y de estar casi de continuo al borde del desastre, ahora les atraía el este, sin duda por la avaricia creciente de los altos dirigentes, ávidos de lucrativos negocios. La segunda y terrible guerra púnica terminó en 201 a. de C. Sin embargo, al año
siguiente, los romanos afrontaron un nuevo conflicto. Comparado con la guerra contra Aníbal, parecía no tener importancia, pero sí tendría equivalente significación histórica: la intervención armada de Roma en los asuntos políticos del Mediterráneo oriental.
El decadente Reino de Macedonia.

El primer país afectado fue Macedonia, el más poderoso de los Estados helenísticos y el único pueblo entonces que podía rivalizar con Roma en cuanto a tenacidad. Mas, por desgracia para ellos, su rey no era Filipo II, sino Filipo V, y su heredero tampoco era Alejandro, sino el mezquino Perseo.
La ocasión de la guerra entre Filipo y los romanos fue la ambición desenfrenada del macedonio, cuya política de expoliación era famosa en toda Grecia. Varias ciudades helenas europeas y asiáticas pidieron protección a Roma, que no olvidaba el tratado
entre Filipo y Aníbal. Y aunque es probable que el pueblo no deseara la guerra, tras una lucha que había durado diecisiete años, el Senado la provocó. El pretexto para intervenir era excelente, pues el poderoso Antíoco III, de la dinastía de los seléucidas, aliado de Filipo, estaba comprometido en una guerra contra Egipto, reino amigo de Roma. Además, había una excusa muy honorable para guerrear contra Filipo: erigirse en paladín de la libertad helena.
Según parece, los romanos, mientras decidían romper las hostilidades, enviaron embajadores a Antíoco para impedir que ayudara a Filipo. Luego, aislar a éste fue un juego. Roma pudo, pues, dirigir la operación sin obstáculos. Después de tres años de lucha, las legiones mandadas por el cónsul Flaminio vencieron a las falanges macedónicas y se firmó una paz que reducía el territorio de Macedonia a lo que era antes de la intromisión de Filipo el Grande en los asuntos griegos. Tres años bastaron para excluir a la monarquía macedónica del grupo de grandes potencias. Los romanos perdonaron a Filipo y le dejaron Macedonia propiamente dicha, para que no se aliara, desesperado, al rey Antíoco; pero no conservaron los territorios conquistados, tanto por las dificultades que supondría la administración de tierras de ultramar, como porque conocían el carácter indócil de los Estados griegos.
Antes que hacer de ellos súbditos continuamente rebeldes, los romanos fueron lo bastante sagaces para ofrecerles la libertad. En consecuencia, Flaminio anunció la buena nueva en los grandes juegos de Corinto del año 196 antes de Cristo. Un heraldo impuso
silencio con la trompeta y pronunció la fórmula tradicional de apertura de los juegos, pero añadió estas palabras: «El Senado romano y el general vencedor declaran que, sometida ya Macedonia, todas las ciudades griegas dominadas antes por el rey Filipo quedan en absoluta libertad y exentas de todo impuesto y subordinación a cualquier potencia exterior».
La alegría de los griegos fue tan enorme que apenas si creían lo que escuchaban: «Se miraban unos a otros extrañados, como si ello no fuera más que un sueño», dice Tito Livio. El heraldo tuvo que reaparecer en el estadio, pues todos querían oír una vez más al mensajero de su libertad. Cuando, por segunda vez, el heraldo les dio a conocer la decisión del Senado, estallaron gritos y aplausos por doquier. Resultaba evidente que para ellos la libertad era el bien más preciado del mundo. Cuenta la tradición que las aves que volaban sobre el estadio, aturdidas por el alegre vocerío, caían al suelo. La victoria de Flaminio sobre Filipo V y la proclamación de la independencia griega formaban el reverso de la medalla victoriosa que el gran Filipo consiguió en Queronea.
El Imperio Seléucida.

El protectorado sobre los helenos dio motivos a los romanos para intervenir también contra Antíoco III, ya que algunos Estado griegos fueron atacados por éste apenas el Senado romano proclamó su independencia. Los romanos vieron en ello una prueba de «la ambición insaciable del rey», que, según ellos, deseaba extender su do minación al mundo entero. Antíoco era ambicioso, es cierto, pero sus deseos de conquista se limitaban al Asia, donde quería reconstruir el imperio de los antiguos reyes de Persia.
Desde Macedonia partió un ejército romano, que atravesó el Helesponto y derrotó a Antíoco en 190 antes de Cristo. Antíoco tuvo que ceder casi toda el Asia menor y aceptar para el resto de sus territorios unas condiciones tan severas como las impuestas antes a Cartago y después a Macedonia: entrega de los elefantes de guerra y de la flota, excepto diez navíos, pago de una suma enorme (quince mil talentos), a título de reparaciones e indemnización y un pacto de no agresión con respecto a sus países vecinos en el oeste.
Arrebatada el Asia menor a Antíoco, los romanos ofrecieron su mayor parte a su fiel aliado, el rey de Pérgamo. El reino de los atálidas desempeñaba el mismo papel que Numidia en África; es decir, el de mastín de Roma. Masinisa mantenía de continuo la soga al cuello de los cartagineses; de igual modo, Pérgamo vigilaba a Macedonia y al Imperio Seléucida. Los romanos, que no parecían dispuestos a encargarse de sus posesiones de ultramar, poco a poco cambiaron de opinión. En 133 a. de C. se recibieron del reino de Pérgamo, legado a ellos por Átalo III, último vástago de su dinastía. La legalidad de esta herencia pareció bastante discutible, pero poco importaba el derecho cuando Roma quería adueñarse de un país. Así, el poniente del Asia menor se convirtió en la primera provincia romana de Oriente, con el nombre de Asia.
En cuanto a Antíoco, baste consignar que, después de la humillación sufrida con el tratado impuesto por los romanos, sus súbditos le perdieron el respeto. La paz del reino se vio continuamente turbada por tumultos y crisis financieras. Al reprimir una deesas rebeliones, esta vez a orillas del golfo Pérsico, Antíoco fue asesinado mientras
saqueaba un templo: que con tal sacrilegio trataba de llenar sus arcas angustiosamente vacías. Luego, intrigas de sucesión, conmociones internas como las de los Macabeos en Judea, y guerras contra Bactria, el reino arsácida o neopersa, y otros países vecinos del este, debilitaron aún más a aquel Estado que, al fin, acabaría por desaparecer.
Pacificación de Macedonia y Grecia.
Después de su derrota ante Flaminio, el orgulloso y desasosegado Filipo V se sintió como una fiera enjaulada. Aquellas minúsculas polis griegas que tanto despreciara antes y a quienes tratara con tanta insensibilidad, se alegraban ahora de su impotencia. Es más: se permitieron enviar innumerables quejas al Senado romano. Éste mandó legados para realizar una investigación; Filipo se vio obligado a recibirlos con la mayor cortesía, no teniendo más remedio que aceptar las decisiones del Senado sin protestar. No obstante, se preparaba para sacudir tal yugo y abatir a sus antiguos vasallos. Antes de morir confesó sus proyectos a su hijo Perseo, que hizo lo que pudo -poco, pues no era el jefe soñado por sus valientes macedonios-. Paulo Emilio, digno homónimo e hijo del cónsul caído en Cannas, apresó en 168 a. de C. a Perseo en una sangrienta
batalla.
El infausto postrer monarca de Macedonia murió en las prisiones romanas. A fin de impedir la repetición de tales sucesos, el reino de Macedonia fue dividido en cuatro pequeñas repúblicas dependientes de Roma, los macedonios fueron desarmados y todo su armamento destruido, menos los escudos de cobre, que se enviaron a Roma. Veinte años más tarde estalló una rebelión macedónica. EntoncesRoma modificó su estatuto político: fue convertida en provincia romana. Ni con eso se obtuvo la pacificación de Grecia.
Recordemos que los griegos recobraron su libertad en el año 196. Antes de abandonar Grecia, Flaminio había reunido en Corinto a los representantes de todos los Estados helénicos, para dirigirles unas palabras de despedida, recomendándoles que disfrutaran de la libertad con inteligencia y moderación.

«Con ojos arrasados en lágrimas, los griegos escucharon al romano que les hablaba como un padre -dice Tito Livio-; incluso el orador estaba emocionado. Fue interrumpido por los vítores de sus oyentes, que se exhortaban a recordar siempre aquellas palabras como si fueran oráculos.» Espectáculo edificante en el que resaltaban los sentimientos y la convicción más sinceros. Pero en medio de aquel entusiasmo general, los griegos más perspicaces se preguntaban: «Se puede ofrecer la libertad, pero ¿no se puede también quitar? y ¿qué vale la libertad sin unión?» Estas preguntas no quedarían sin respuesta. La anarquía subsiguiente tornó el agradecimiento hacia los liberadores en ingratitud. Los senadores estaban perplejos ante aquellos incorregibles fautores de turbulencias que acudían de continuo a Roma para quejarse unos de otros. Finalmente, los romanos perdieron la paciencia y dejaron a los griegos ventilar sus propios asuntos.
Los romanos sólo conocían a los griegos de lejos y admiraban en ellos sus descubrimientos científicos, su arte, su literatura y, en general, su cultura refinada. Ahora observaban el reverso de la medalla y, en especial, la incapacidad congénita de los griegos para la mutua comprensión.
Nuevas polémicas obligaron a Roma a intervenir; enviaron mediadores a Corinto y fueron injuriados. Después, los griegos arremetieron unos contra otros, agrupados en inestables ligas que con sus aspavientos embarazaban el comercio egeo y perturbaban a
Estados vecinos, con las consiguientes quejumbres ante Roma.
Harto ya de semejante situación, el gobernador romano de Macedonia aniquiló en 146 a. de C. aquellas revoltosas facciones. Los griegos acababan de perder la última oportunidad de salvar su independencia: en lo sucesivo, dependerían de la autoridad del gobernador romano de Macedonia en vez de ser arbitrados por el Senado. Como contrapartida por la protección del ejército legionario, tendrían que pagar un tributo a Roma. Con todo, pudieron conservar su autonomía municipal a condición de incluir algunas reformas de corte aristocrático. Y fueron declarados aliados de Roma; es decir, se les quitó el derecho a declarar la guerra y a firmar tratados de paz, lo cual significaba para ellos el mayor de los beneficios. Los helenos también tuvieron que pagar un tributo a Roma.
Los romanos trataron con delicadeza a este pueblo al que debían su cultura. El castigo que infligieron a Corinto fue la única página triste en esta historia. Por orden del Senado, el general vencedor lavó en sangre la afrenta inferida por esta ciudad al poder romano: saqueada y arrasada, sus habitantes fueron reducidos a esclavitud y deportados. Innumerables obras de arte y objetos preciosos fueron enviados a Roma. Tal castigo era desproporcionado a la falta. Varios historiadores lo atribuyen a la nefasta influencia de la aristocracia mercantil romana, como ocurrió con Cartago y Capua; los comerciantes romanos aprovechaban cualquier ocasión para deshacerse de rivales peligrosos. Con todo, los griegos no iban a tener motivos de queja en cuanto a la dominación romana, ni siquiera cuando el emperador Augusto convirtió Grecia en provincia romana con el nombre de Acaya.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO III EXPANSIÓN ROMANA EN LOS EXTREMOS DEL MEDITERRÁNEO. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.