VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO III EXPANSIÓN ROMANA EN LOS EXTREMOS DEL MEDITERRÁNEO. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.
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Escipión y Catón.
Después de la victoria de Zama, el triunfo de Escipión el Africano fue la fecha más gloriosa que conociera Roma. Al frente del cortejo que solía partir del campo de Marte, iban los magistrados y senadores con toga blanca y las sienes coronadas de laurel; seguían las trompetas tocando charangas y marchas militares; luego, los esclavos llevando el botín capturado durante la guerra. Había armas de toda clases, obras de arte y objetos de metales preciosos; carros pesado, transportaban lingotes y polvo de oro y plata en sacos y cestas; otros esclavos llevaban grandes cuadros representando batallas y asedios, ciudades y fortificaciones conquistadas. En los escudos se podían leer los nombres de los pueblos y ciudades que el triunfador había sometido. Modelos reducidos de navíos y máquinas de guerra detallaban las operaciones. Gran curiosidad despertaron los elefantes y otros animales conducidos desde los países conquistados en jaulas doradas o por guardianes vestidos con trajes multicolores. Los reyes y generales vencidos, sus mujeres e hijos, desfilaban encadenados, soportando las injurias y burlas del populacho. Finalmente, sobre un carro de oro tirado por cuatro caballos blancos, aparecía el triunfador vestido con una toga de púrpura tachonada de estrellas y una corona de laurel en la cabeza. Un esclavo mantenía sobre su cabeza la corona de Júpiter, mientras le susurraba al oído, en medio de las aclamaciones de la multitud: «¡Recuerda que eres mortal!».
Detrás de Escipión marchaban sus soldados agitando ramos de laurel. Entre los aplausos de los ciudadanos y una lluvia de flores, el cortejo pasaba bajo los arcos de triunfo de la Vía Sacra, junto al templo de Vesta y otros santuarios, hacia el Foro, el Capitolio y el templo de Júpiter, donde el vencedor ofrecía sus laureles y la corona de oro al dios supremo, en agradecimiento a su ayuda. Finalmente, rodeado de sus guerreros, ofrecía un sacrificio solemne a los dioses en nombre de todo el ejército. Las solemnidades terminaban con un festín en el Capitolio.
Aquel día se concedía a la tropa la facultad de opinar de sus jefes y oficiales. La milicia solía aprovechar tal privilegio cantando coplas satíricas y narrando peripecias de la guerra en que algún oficial había hecho el ridículo; a veces, los soldados reprochaban la excesiva severidad de unos generales o la avaricia de otros. Pero las sátiras se mezclaban con aclamaciones de «Io triumphe!» (¡Hurra al triunfador!).
Escipión venía gozando las alegrías del triunfo desde que pisar Italia. Millares de romanos excarcelados de las prisiones cartaginesas lo precedían entonando alabanzas a su libertador. Cuando llegó a Roma, el Senado le otorgó el apodo de «félix» (felino).

Pero los triunfos ofrecen un lado malo: la envidia. Escipión tenía un enemigo irreconciliable en la persona de un senador de su misma edad: Marco Poncio Catón. Era el tipo del tradicional romano severo, pudiera decirse el último de tal linaje. Menospreciaba toda cultura y cualquier otro tipo de «modernismos», que juzgaba como frivolidades. Guerrero valiente y excelente campesino, se gloriaba de ello y no sentía necesidad de otra cosa; cuando los negocios del Estado no le ocupaban tiempo, se dedicaba al cultivo de sus tierras, como un segundo Cincinato. Hombre muy cauto, por no decir avaro, en la administración de sus bienes y negocios, había atesorado una gran fortuna. Rasgo revelador de la mentalidad de Catón: vendía sus esclavos viejos para no alimentar bocas inútiles.
Catón se había hecho famoso cuando, cónsul de treinta y nueve años de edad, había declarado la guerra a la ostentación femenina después de la catástrofe de Cannas. Habíase votado entonces una ley que prohibía a las mujeres «llevar alhajas de valor superior a media onza de oro y adornarse con vestidos multicolores». En 195 a. de C. se propuso a la asamblea suprimir esas restricciones, ya carentes de sentido. Cuando las matronas supieron que no todos los representantes del pueblo estaban de acuerdo, invadieron las calles conducentes al Foro y abordaron a los senadores que salían de la sesión, para incitarlos a votar la derogación de dicha ley. Catón pronunció un discurso lleno de altivez masculina y desprecio al bello sexo.
Uno de los afectos a la abolición le recordó que las romanas habían salvado la patria en varias ocasiones: en el rapto de las sabinas, ¿no fueron ellas las que separaron a los combatientes? ¿No fue una embajada de matronas la que consiguió esfumar la venganza de Coriolano?
Cuando la ciudad cayó en poder de los galos, ¿no fueron ellas las que la rescataron con sus alhajas? ¿Y en la guerra contra los cartagineses, no mostraron igual sacrificio? «Si las hacemos compartir las desgracias que caen sobre la ciudad -añadió-, justo es que las dejemos obrar a su gusto en un terreno que concierne a ellas solas y donde el Estado nada tiene que ver».
El discurso del galante tribuno tuvo su resonancia; pero, para mayor seguridad, las mujeres manejaron el asunto por su cuenta. Al día siguiente, fecha de la votación, movilizaron todas sus fuerzas contra los recalcitrantes, y organizando turnos femeninos para asediar las casas de los «misóginos», que no abandonaron hasta obtener garantía de promesas favorables. ¡Primera victoria conseguida por las mujeres en su camino hacia la emancipación!
Catón combatió a Escipión el Africano con el mismo tesón con que luchó contra el derecho de las romanas a vestir a su gusto. Catón veía en Escipión y en su familia la encarnación de los nuevos tiempos, de aquella funesta admiración hacia las novedades griegas. A Catón le exasperaba ver la pasión de los romanos por todo lo griego; le irritaba que aquella gente, incapaz de penetrar en el espíritu de la cultura griega, tratase de adquirir un «barniz» de helenismo, a fin de no pasar por «bárbaro»; no soportaba el fasto de Escipión ni sus modales regios, incompatibles con la sencillez de un
republicano. Catón urdió varias tentativas, vanas por otra parte, para perder a Escipión. Al fin, consiguió que un tribuno de la plebe depusiera contra el Africano, acusándolo de haberse dejado comprar por Antíoco III, a quien Escipión había vencido fácilmente y humillado a más no poder.
El proceso de Escipión tuvo lugar en el aniversario de la batalla de Zama. El acusado juzgó indigno de él responder a tales acusaciones. «En un día como éste -dijo- no es lícito que los romanos escuchen calumnias contra un hombre a quien sus mismos detractores deben la suerte de expresarse aquí con toda libertad. Nuestro deber es ir al Capitolio y celebrar el recuerdo de nuestra gran victoria, agradeciendo a los dioses la libertad concedida a la patria. Y esto es lo que voy a hacer ahora mismo. Quienes compartan mi opinión, que me sigan.» Todo el pueblo lo siguió, dejando al acusador solo en el Foro. Escipión había vencido una vez más. Sin embargo, harto de la política y herido en su amor propio, se retiró a sus propiedades de la Campania, en donde viviría ya poco tiempo. El gran capitán murió a la edad de cincuenta y un años, el mismo año 183 a. de C. en que pereció Aníbal.
Catón, en cambio, no se retiró a descansar. Elegido censor en 184 a. de C., ejerció sus funciones con despiadada severidad. Reanudó su campaña contra el lujo, esta vez con más éxito; su alto cargo le permitió gravar cuantos artículos intentara prohibir alsexo de marras once años antes. El «gruñón de cabellos rojos y ojos de un verde gris» se atrajo muchos enemigos, pero el pueblo romano lo honró con el título de «Censor» y con una estatua. Su nombre se convirtió en un símbolo de rectitud.
Los últimos años de Aníbal.

De poderoso Estado comercial que otrora fuera Cartago, la paz del año 201 lo convirtió en una ciudad de mercaderes indefensos. El sueño de Aníbal se había esfumado, y no podía ofrecerle a su patria poderío ni grandeza; sin embargo, su vigor estaba intacto. Aunque no como antes, todavía pudo servir al país, sostenido por la confianza popular, asumió el poder, promulgó acertadas reformas y mejoró la situación de Cartago. Las heridas de la guerra iban cicatrizándose. Aníbal puso mano dura en organizar el país; mostrándose tan grande en la paz como lo fue en la guerra, pudo pagar a Roma su crecido tributo anual sin abrumar al pueblo con impuestos excesivos.
Pero la plutocracia mercantilista, cuyos privilegios Aníbal suprimió, antepuso como de costumbre sus propios intereses a los de la patria y reveló al Senado romano que Aníbal conspiraba contra Roma. Ante tales perspectivas, para librar a sus conciudadanos de graves complicaciones, Aníbal huyó y se refugió en Asia, junto a Antíoco III, que recibió al gran general con todos los honores. Mientras, Cartago le condenaba al destierro, su fortuna era confiscada y su casa arrasada. Sus enemigos cartagineses se habían desembarazado de él con ayuda del enemigo tradicional.
Al estallar la guerra entre los romanos y Antíoco III, Aníbal le aconsejó pactar una alianza con todos los Estados que tenían motivos para temer a Roma. El plan superaba los proyectos de Antíoco; por otra parte, los cortesanos eran hostiles al gran cartaginés y aconsejaban al rey que no se dejara arrebatar la gloria por un extranjero.
El seléucida, pues, otorgó a Aníbal sólo misiones subalternas y la facultad de dar consejos que no eran escuchados. Al fin, Antíoco tuvo que firmar una paz humillante; los romanos lo obligaron a entregar al cartaginés, que era a quien más temían. Pero el eterno desterrado, ganando una vez más la baza por la mano, buscó refugio junto al rey Prusias de Bitinia, en la costa septentrional del Asia menor, a quien ayudó a vencer a su enemigo, el rey de Pérgamo. Entonces apareció en escena Flaminio, el vencedor de los macedonios, enviado como embajador, y Prusias, «el más miserable de todos los miserables soberanos de Asia», traicionó al que tanto le había ayudado. Aníbal, que conocía el carácter de su protector, había hecho construir en su casa, como medida de precaución, pasadizos secretos, pero al huir por uno de ellos, lo encontró bloqueado por los soldados del rey. No viendo otra salida, Aníbal tomó un veneno que siempre llevaba consigo en el engarce de su anillo y dijo: «Voy a liberar a los romanos de su miedo, ya que no quieren dejar morir a un hombre en paz». Corría el año 183 a. de C., el mismo en que murió Escipión, su gran adversario.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO III EXPANSIÓN ROMANA EN LOS EXTREMOS DEL MEDITERRÁNEO. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.