Episodios sombríos de Roma: Mario y Sila

Pintura representativa de la victoria romana sobre los cimbrios.
Mario vencedor de los Cimbrios, pintura de Francesco Saverio Altamura, 1863.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IV LA LUCHA POR LA REPÚBLICA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

VER ÍNDICE GENERAL DE LA OBRA POR CAPÍTULOS.

Contenido de este artículo.

  1. La guerra contra Yugurta.
  2. Cimbrios y Teutones, bárbaros del norte.
  3. La «Guerra de los Aliados» contra Roma (90 – 88 a. C.).
  4. Rivalidad entre Mario y Sila.
  5. Primera guerra contra Mitrídates.
  6. Dictadura de Sila: sus represiones.

La guerra contra Yugurta.

El Senado gobernó sin oposición durante poco más de diez años. En Roma no surgió otro caudillo popular hasta que la grave situación exterior hizo vacilar el poder de la aristocracia.

Las primeras conmociones vinieron de África. Yugurta, nieto de Masinisa, disputaba el trono a dos primos suyos nombrados corregentes. Asesinados ambos, se apoderó luego de sus parientes y amigos y los crucificó o arrojó a las fieras.

Roma intervino para arreglar la situación en Numidia, pero Yugurta no acató en absoluto las órdenes senatoriales. Es cierto que acudió a Roma con un salvoconducto para «proporcionar allí todos los informes necesarios». El númida tenía amigos en la ciudad; desde tiempo atrás, henchía de oro a los romanos influyentes y conocía bastante bien el influjo de tales regalos: afrontaba confiado el porvenir. Sin preocuparse lo más mínimo, el príncipe africano compareció ante la asamblea popular para justificarse. Cuando el interrogatorio comprometía. al acusado, un tribuno del pueblo tomaba la palabra y oponía su veto a ciertas preguntas. La sesión se transformó en una parodia auténtica de encuesta judicial y «el pueblo romano tuvo que soportar la burla del africano», como dice el historiador Salustio.

El númida se sentía tan seguro de sí a orillas del Tíber, que mancilló la Ciudad Eterna con un nuevo crimen: mandó asesinar allí a otro pretendiente al trono de Numidia, un tercer nieto de Masinisa que había buscado refugio en Roma. Para salvar las apariencias, el Senado se vio obligado a adoptar medidas contra el insolente númida, pero no era fácil mantener una guerra tan lejos de Roma, en la árida y calurosa África, sin un solo aliado en el país. Los tiempos de las guerras púnicas habían pasado; todos los africanos se alinearon en masa junto al poderoso Yugurta.

Los caudillos romanos consideraron la expedición más como un saqueo que como verdadera guerra: sólo se preocupaban de almacenar el mayor botín posible. De ahí el resultado fatal de la campaña: el ejército romano pasó bajo el yugo y evacuó Numidia. El anuncio de esta humillante derrota indignó a Roma hasta el paroxismo. Se llamaba a los optimates traidores y vendidos. La medida estaba colmada. Era preciso sanear la vida política romana, limpiar aquellos establos de Augías. Se nombró una comisión para castigar a los ciudadanos sospechosos de dejarse sobornar por el dinero númida. Ladirección de la guerra contra Yugurta fue confiada a alguien exento de toda sospecha: el incorruptible cónsul Metelo, hombre de férrea voluntad, de principios inflexibles y experimentado estratego. Pero Metelo no pudo medirse con su astuto adversario. Yugurta perdió algunas batallas, pero no la guerra.

Mapa de la República Romana durante la guerra de Yugurta
Guerra de Yugurta (Numidia, norte de áfrica) y sus principales batallas (112 – 105 a. C.).

Pasaba el tiempo y Metelo, pese a sus esfuerzos, era incapaz de acabar con el númida. El pueblo le retiró la confianza, depositándola en uno de sus subordinados, Cayo Mario. Hijo de campesinos pobres, distinguido en el sitio de Nurnancia, había ayudado a Escipión a devolver la vocación militar a los legionarios de España. Los soldados veneraban a este jefe surgido de sus filas, que compartía todos sus esfuerzos, comía con la tropa, dormía sobre un poco de paja, como ellos, y empuñaba la pala para cavar trincheras. Los pobres veían en él a un nuevo Graco.

El ambicioso Mario progresó con lentitud pero sostenidamente. A los cuarenta años fue elegido tribuno del pueblo. Por su humilde origen tenía cerrado el acceso a los más altos cargos de gobierno, pero los escándalos cometidos durante la guerra contra Yugurta habían minado la autoridad de la aristocracia. Cuando pidió permiso a Metelo para ir a Roma a dirigir su campaña electoral como cónsul, oyó esta respuesta del altivo aristócrata: «Irás allí cuando mi hijo tenga edad de disputarte el consulado». Es decir, Mario debía esperar sus sesenta años para presentarse, pues tenía casi cincuenta.

Al fin claudicó Metelo ante el descontento del ejército y permitió partir a su subordinado; sin embargo, hizo de forma que Mario llegase a Roma en el último momento: un poco más y no hubiera sido elegido. Mario se vengó de su jefe revelando a los expectantes romanos que Metelo prolongaba las operaciones para conservar el mando el mayor tiempo posible. Mario prometió que, si le ponían al frente del ejército, conduciría a Yugurta a Roma, vivo o muerto. Mario fue elegido cónsul por abrumadora mayoría. Y eso no fue todo: la asamblea popular anuló el decreto senatorial que otorgaba a Metelo el mando militar supremo y confirió a Mario la dirección de las operaciones.

Pero el nuevo general en jefe pronto comprendió que no era tan sencillo cumplir la promesa hecha al pueblo romano; si la cumplió, fue gracias a su excelente jefe de caballería, el patricio Lucio Cornelio Sila, que se atrajo con astucia a Bocco, suegro de Yugurta y rey de Mauritania (actual Marruecos). Sila logró que traicionara a su yerno. Confiando en la palabra de su suegro, Yugurta, sin armas, escoltado sólo por algunos hombres, fue a negociar con Sila. Los legionarios de éste le tendieron una emboscada, mataron a todos los acompañantes del rey y se apoderaron de Yugurta. El astuto númida había encontrado, al fin, un romano más astuto que él.

Yugurta sufrió el destino que Roma reservaba a sus enemigos. El rey del desierto y sus dos hijos, revestidos con sus insignias reales, adornados con pendientes de oro macizo, debieron caminar ante el carro dorado de Mario, el triunfador. Terminado el recorrido, les arrancaron adornos y vestidos y los arrojaron a un calabozo húmedo y frío, bajo el Capitolio. El hijo del desierto tuvo aún valor para bromear al entrar en prisión: “Ofrecéis un cuarto muy fresco para vuestros invitados», se cuenta que dijo. Yugurta aguantó seis días; después sucumbió, vencido por el frío y el hambre. Así terminó la guerra contra Yugurta, un sombrío episodio de la historia romana.

Cimbrios y Teutones, bárbaros del norte.

Mapa de Europa con las migraciones de los pueblos Cimbrios y Teutones hacia el año 100 a. C.
Migraciones de Cimbrios y Teutones y principales batallas con las fuerzas romanas.

Cuando Mario volvió a Italia, el país estaba amenazado por un terrible peligro procedente del norte. Esta vez no se trataba de tribus celtas, sino germánicas, integradas por gentes rudas y valientes, de cabellos rubios y ojos azules, que presionaban en las fronteras. Después de una mala cosecha u otras catástrofes, las tribus germánicas sedirigían hacia tierras de cielo más clemente. Los cimbrios fueron la primera oleada germánica con que tuvieron que enfrentarse. Procedían de Jutlandia, península que habían abandonado a causa de unos terribles temporales. En 113 a. de C. descendieron de los Alpes orientales y cayeron sobre territorio romano. La fama de la riqueza y poder de Roma había llegado hasta el norte. Fue el primer contacto de los romanos con las migraciones germánicas.

Al saber la proximidad de los bárbaros, Roma envió a uno de sus cónsules para intimarles la retirada. Los cimbrios pidieron guías que les ayudaran a repasar los Alpes. Se los concedieron. Confiando en la amistad de Roma, los cimbrios siguieron a sus guías. Pero, de repente, encontraron cerrado el camino por las legiones romanas, muy bien armadas. Aunque emboscados, los germanos no perdieron la serenidad. En el acto adoptaron un orden de combate, se arrojaron sobre las legiones romanas lanzando gritos espantosos y atacaron con tal vigor, que todo el ejército romano huyó a la desbandada. Sólo una providencial tempestad salvó a las legiones del desastre total.

Los cimbrios no aprovecharon su victoria para bajar al valle del Po; prefirieron seguir hacia poniente, a través de Suiza, y penetrar en la Galia transalpina, cuya parte sudeste era ya provincia romana. Las tropas romanas que se enfrentaron a los cimbrios sufrieron derrota tras derrota. La última de ellas, en 105 a. de C., fue espantosa. Tampoco entonces aprovecharon los cimbrios sus victorias para penetrar en Italia, sino que se dirigieron hacia España.

En esos precisos momentos, Mario había terminado la guerra contra Yugurta. Inquietos, los romanos lo consideraron el único hombre capaz de frenar el nuevo empuje de los bárbaros. Mario fue elegido cónsul varios años consecutivos: esto era contrario a la ley, pero la situación era excepcional. En el norte, la tempestad amenazaba desencadenarse a cada momento, porque en 103 los cimbrios habían regresado a la Galia, ante la tenaz resistencia opuesta por las belicosas tribus ibéricas. Allí se unieron a los teutones, otra tribu germánica, originaria del litoral oriental del Báltico, sometiendo a la región a un pillaje sistemático. En el año 102, los teutones estaban dispuestos a pasar a Italia.

Mario, tras reforzar su ejército y reorganizarlo, dándole una mayor movilidad, se atrincheró cerca del río Ródano, en un lugar por donde los teutones habían de pasar necesariamente al volver a los Alpes. Y así lo hicieron, en efecto. Durante tres días consecutivos intentaron asaltar el campamento, pero fueron rechazados y experimentaron cuantiosas pérdidas. Después, sus hordas desafiaron a los romanos a batirse en campo abierto. Mario dejó pasar tiempo. Quería que sus soldados se acostumbrasen antes a la vista de adversarios tan temidos. Cuando el pueblo nómada pasó, Mario salió de sus trincheras para seguirlo. Los atacó cerca de Aquae Sextiae (hoy Aix-en-Provence) y los aniquiló casi por completo. Los romanos invadieron en seguida el campamento de los teutones, protegido por carros alineados en círculo. Allí, las mujeres se defendieron como fieras; antes que entregarse al enemigo, mataron primero a sus hijos y después se estrangularon con su larga cabellera.

Sin sospechar siquiera la catástrofe que acababa de caer sobre seis hermanos de raza, los cimbrios se habían dirigido hacia la actual Baviera. Quizá la falta de aprovisionamiento había separado a ambos pueblos germánicos. Los cimbrios franquearon luego lo que llamamos hoy Alpes austriacos y descendieron a la llanura del Po, esperando unirse allí con las tropas teutonas. Cuenta la tradición que descendieron por los glaciares deslizándose sobre sus escudos a manera de trineos. El segundo cónsul trató en vano de contener aquel alud humano. Sus legiones, presa del pánico, huyeron
en desorden y no se detuvieron hasta hallarse a cubierto, detrás del río Po.

Apareció entonces Mario con su victorioso ejército. Los cimbrios le exigieron tierras para ellos y para sus hermanos teutones. Mario respondió sarcástico: «Ya se las hemos dado a los teutones y las conservarán eternamente». Los cimbrios comprendieron el verdadero significado de la respuesta y se prepararon para el combate. La batalla tuvo lugar cerca de Vercelli, en 101 antes de Cristo. A pesar de su valentía, los bárbaros nada pudieron contra la estrategia de Mario y la excelente disciplina de sus soldados. Los romanos invadieron por fin el campo de los cimbrios, como lo hicieran con los teutones. También aquí les opusieron las mujeres una resistencia heroica y asimismo se mataron con sus hijos para escapar de la cautividad.

Miles de cimbrios, cargados de cadenas, lloraban su patria lejana y su libertad perdida. En Roma, los mercados de esclavos se llenaron de prisioneros germanos. Los cimbrios dejaron de existir como pueblo. Sólo un pequeño grupo viviría todavía en el norte de Jutlandia hasta el primer siglo de nuestra era; su nombre sobreviviría allí como topónimo: Himmerland.

Mario había salvado la civilización romana. Roma le dedicó un triunfo brillantísimo. Se lo comparó a Camilo, salvador del asedio galo, y se lo apellidó «el tercer fundador de Roma».

La «Guerra de los Aliados» contra Roma (90 – 88 a. C.).

Diez años después del aniquilamiento de los cimbrios, Roma se enfrentó con otro peligro, esta vez procedente del sur. No se trataba de bárbaros, sino de algunos aliados peninsulares de Roma. El orgullo romano ponía demasiado a prueba la paciencia de los demás pueblos italianos. Los aliados debían mantener al Estado romano y luchar por su salvaguardia, pero no participaban de los honores y el poder de Roma, que Italia entera solicitaba desde hacía tiempo. Perdida ya toda esperanza de conseguir alguna influencia en el gobierno del Estado, al menos por vía pacífica, preparaban su ánimo para una rebelión.

El Senado romano despachó funcionarios extraordinarios a las diferentes regiones del país para realizar una investigación. Uno de estos emisarios, Servilio, supo por espías que una ciudad de los Abruzos era centro de una liga ofensiva y defensiva de las ciudades vecinas. Servilio, hombre violento y apasionado, se dirigió con presteza a la población y llegó en el preciso momento en que los ciudadanos se hallaban reunidos en el teatro celebrando una gran fiesta. El emisario del Senado les dirigió un discurso amenazador. Sus palabras violentas fueron el fulminante que hizo estallar los rencores acumulados durante todo el siglo. Ebria de indignación, la multitud se arrojó sobre Servilio matándolo con su comitiva; después, corrieron la misma suerte los romanos que vivían en la ciudad.

La rebelión se extendió como una marea y alcanzó a toda Italia central y meridional. Uno tras otro, los pueblos italianos anularon los tratados que les unían a Roma. Después, los rebeldes ya no se contentaron con exigir la igualdad completa con los romanos, sino que determinaron crear un Estado independiente que se llamaría Itálica. Eligieron capital a Corfinium, ciudad que ocupaba una situación céntrica, y eligieron también, a ejemplo de los romanos, un Senado, dos cónsules y otros altos funcionarios. Acuñaron monedas de plata en las que grabaron un toro hollando a la loba capitolina. Era el comienzo de la guerra.

Los romanos estaban en situación desesperada y obligados a las concesiones; juzgaron prudente conceder el derecho de ciudadanía incondicional a todos los que permanecieron fieles. Al año siguiente, 89 a. de C., extendieron el privilegio a las ciudades que rindieran sus armas en el término de dos meses. Roma abrió así brechaen las filas rebeldes, lo que le permitió al fin dominar la revuelta. El mérito se debió a Sila y no a Mario. Sin embargo, los italianos del sur no aceptaron la reconciliación con Roma y encontraron un aliado oriental.

Rivalidad entre Mario y Sila.

Mario y Sila eran dos excelentes generales, ambos muy ambiciosos. El uno era opuesto al otro: Mario, un hombre del pueblo, elevado a pulso y paso a paso; Sila, un aristócrata de rancio linaje, rico, bien dotado, muy culto, mimado por la fortuna. Mario no pudo contener su envidia cuando Sila, su subordinado, fue nombrado jefe supremo en la lucha contra Mitrídates, el año 88 a. C.

Mitrídates era rey del Ponto, reino situado en las costas meridionales del mar Negro. Extendía su dominio a los territorios vecinos, amenazando así las posesiones asiáticas de Roma. Mitrídates demostró ser enemigo peligroso. Semibárbaro, semiculto, pertenecía al mismo tipo de hombres que Filipo de Macedonia y el zar Pedro I. Manejaba con igual facilidad el veneno, la daga del asesino y la espada del guerrero. Para asegurarse la corona, había eliminado a su hermano y encarcelado a su madre -demasiado autoritaria, según él-, la que de acuerdo a los rumores murió en el calabozo, envenenada por su hijo. Los propios hijos de Mitrídates se habían rebelado contra su padre, pero él los había mandado asesinar, igual que, sin escrúpulos, a sus esposas e hijas. En cuanto a él, se dice que se había inmunizado en previsión contra toda clase de venenos.

Las brutalidades de Mitrídates respecto a Roma hicieron inevitable la guerra. El rey del Ponto movilizó un poderoso ejército y una nutrida flota. Escaso trabajo costole someter a las débiles guarniciones romanas del Asia. Los asiáticos y helenos lo acogieron como a libertador, pues los romanos se habían hecho odiosos por su despiadada explotación. La venganza, autorizada por Mitrídates, fue espantosa: todos los romanos sin distinción fueron asesinados en un mismo día: unos 80,000 hombres, mujeres y niños indefensos.

Tal era la situación cuando Sila fue elegido para dirigir la guerra contra Mitrídates. Su antiguo rival, Mario, no había descuidado medio alguno para ganar esta contienda electoral, pero ello no le sirvió de nada. Sila abandonó Roma y tomó el mando de las legiones de la Campania. Apenas se había puesto en camino, cuando Mario, ayudado por un tribuno, convenció a la asamblea para que volviera sobre su acuerdo y le confiara la dirección de las operaciones. Ahora bien, si el partido popular había creído que Sila se doblegaría con humildad a esta decisión, estaba por completo equivocado. Personalmente, Sila recibió esta afrenta con la mayor sangre fría. Por otra parte, no tenía por qué amilanarse: sus soldados estaban con él y en todos los destacamentos se gritaba: «¡A Roma! ¡A Roma!».

Sila se dirigió a marchas forzadas hacia la capital. El Senado le enviaba un mensajero tras otro, ordenándole que detuviese sus tropas. Pero las órdenes del Senado impresionaron tan poco al ex-general en jefe como la decisión de la asamblea. A la cabeza de sus legiones entró en la ciudad y amenazando con prender fuego a las casas, quebrantó la resistencia de Mario y sus partidarios. Por la tarde, sus soldados acampaban en el Foro. Aquella noche se inició la era de las guerras civiles y las dictaduras militares.

Sila aprovechó su triunfo para introducir en la estructura estatal algunas reformas de cuño aristocratizante. El Senado, complaciente, desterró a Mario y sus secuaces más relevantes. Pero «el tercer fundador de Roma» ya había huido.

Asegurado así su poder, Sila embarcó sus tropas rumbo a Grecia. No bien hubo abandonado la escena, su antagonista reapareció en las costas de Etruria, reunió en el camino a Roma una tropa heterogénea de unos 2.000 hombres y obligó a la ciudad a abrirle las puertas. Su entrada fue acompañada por un verdadero río de sangre. Todos los odios y rencores acumulados durante su destierro tuvieron libre curso en forma espantosa. Mario recorrió la ciudad en todos sentidos con su guardia personal compuesta de esclavos fugitivos y mandó asesinar a cuantos le plugo. Los transeúntes lo saludaban con temor.

Las bandas de Mario, actuando también por cuenta propia, asesinaban, violaban, robaban. Roma temblaba aterrorizada; la fidelidad y el honor no eran más que recuerdos. El amigo traicionaba al amigo, el pariente a su pariente y el esclavo al señor. Calles y casas se llenaban de optimates asesinados. La matanza se extendía a toda Italia. Tan insensata represión desesperaba a los partidarios más inteligentes y moderados de Mario; adivinaban que el partido popular pagaría algún día el precio de aquella sangre derramada. Pero nadie pudo hacer entrar en razón al viejo soldado, enloquecido por el rencor.

Cuando Mario sació al fin sus instintos, hízose proclamar cónsul. Pero ni Mario ni ninguno de sus partidarios eran capaces de reformar, siquiera en parte, un Estado tan decaído. «Se lanzaban como perros rabiosos sobre los senadores más competentes —dice
Mommsen—, pero no se hacía el menor esfuerzo por reorganizar el Senado». Mario era un excelente general y buen organizador militar, pero carecía de talento político. Nunca dejó de ser, en cuerpo y alma, un simple campesino romano.

Alcanzada su meta, Mario no gozó de sosiego. Se dice que lo torturaban la angustia y el miedo de ver volver a Sila. Para sofocar su inquietud, sin duda, se entregó a brutales desenfrenos que minaron sus últimas fuerzas. Consumido por las enfermedades, murió en 86 a. C., a los setenta años de edad. Este hombre, a quien el pueblo romano llamara en otro tiempo su salvador, moría ahora execrado por ese mismo pueblo.

Primera guerra contra Mitrídates.

Mientras la revolución se cebaba en el mismo corazón del Estado romano, Sila, en Grecia, conducía sus tropas de victoria en victoria contra el rey del Ponto. El partido de Mario hizo que la asamblea retirase el mando a Sila, lo privase de todas sus dignidadesy lo declarase fuera de la ley, pero el general consideraba nulas o ilegales tales «decisiones populares». Fue arrasada su casa de Roma y se le confiscó su hacienda. Sin embargo, Sila continuó su campaña como si nada hubiera ocurrido, destruyendo cuanto hallaba a su paso sobre el suelo sagrado de Jonia.

Derrotadas las tropas de Mitrídates, amenazó con derrocar al rey y castigarlo. Ello movió al déspota a mostrarse más prudente; gran parte del Asia menor se había apartado ya de él. Se decidió a negociar. En realidad, había tratado a los ciudadanos romanos en forma tan inhumana que no merecía perdón. Pero el general romano no perdía de vista la situación de la metrópoli; sabía que se imponía sin tardanza su vuelta a Roma y creyó preferible ofrecer condiciones aceptables al verdugo de su pueblo. Mitrídates se comprometió a ceder los territorios que se había anexionado antes de la guerra, a entregar a la mayor parte de la flota y a pagar los gastos de la campaña.

Sila permaneció en Oriente hasta que el pago de reparaciones y el castigo de los responsables de las matanzas de romanos fueron cumplimentados. Dejó en Asia dos legiones a las órdenes de uno de sus mejores comandantes, se embarcó con el grueso de sus tropas y desembarcó en Brindis, en la costa oriental de Italia, en el año 82 a. C.

Dictadura de Sila: sus represiones.

En Roma, Mario el Joven, hijo de Mario, continuaba la obra de su padre. Tenía veinticinco años; idéntico a su padre en dureza y valor, le faltaba experiencia militar. No disponía, como antaño su padre, de tropas disciplinadas. Resistió cuanto pudo con otros jefes del partido popular, pero sin posibilidad de vencer a las legiones de Sila.

La batalla decisiva se entabló en el año 82 a. C., junto a los muros de Roma. El combate comenzó hacia el mediodía y continuó toda la noche; a la mañana siguiente, Sila pudo tomar posesión de Roma. Tres días después de su victoria convocó al Senado y le dio a conoce su voluntad; en ese momento se ejecutaba en el Campo de Marte los enemigos capturados tres días antes: algunos miles de hombre. Los gritos de las víctimas penetraron hasta el templo donde los mudos padres de la Patria estaban reunidos.

Sila quiso imponer orden mediante un régimen dictatorial que derribara a todos los adversarios de la república. Todos cuantos osaran oponerse a Sila serían ejecutados sin piedad. La expedición punitiva contra los samnitas que se habían adherido a Mario no dejó ser vivo; esta fértil región se convirtió en el desierto que aún es hoy. En una ciudad del Lacio, los ciudadanos prendieron fuego a sus casa para que sus verdugos no pudieran coger botín alguno; después se mataron unos a otros para no caer en manos de las legiones de Sila La lucha de Sila para la conquista del poder fue al mismo tiempo —hay que tenerlo en cuenta— el último acto de la guerra contra lo aliados. Mario el Joven se suicidó.

Tanto en Roma como en otros lugares se cometían las ejecuciones tan metódicamente, que la represión acaso fue más horrible todavía que el terror impuesto antes por Mario. El Viejo se había entregado a la matanza por resentimientos personales y por su orgullo herido; Sila asesinaba fríamente, sólo por razones políticas.

Sila inventó un medio seguro y rápido para desembarazarse de su enemigos: mandó hacer listas de proscripción en donde figuraran los nombres de las personas que debían ser ejecutadas. Quien mataba á una persona mencionada en las listas, recibía una fuerte recompense al entregar a Sila la cabeza de la víctima. Los bienes de las persona declaradas fuera de la ley eran vendidos en pública subasta. Cuando un partidario de Sila lanzaba una cifra, nadie se atrevía a pujar. El consecuencia, los acólitos del dictadoradquirieron propiedades y terrenos a precios irrisorios. Lo peor era que las proscripciones no parecían tener fin: cada día aparecían nuevas listas. El partidario de Mario que suspiró de alivio al no ver su nombre en la lista, vivía en continua inquietud por el temor de encontrarlo al otro día, o al siguiente, y así siempre.

Para asegurar su poder, Sila propuso al Senado y a la asamblea que lo nombrasen dictador por tiempo indefinido, con poderes políticos ilimitados. Esta «proposición» equivalía a una orden, por lo que, desde luego, nadie se atrevió a oponerse. Se proclamó con solemnidad, pues, que la voluntad de Sila tenía fuerza de ley en Roma. Todos cuantos en el Estado mantenían abolengo, fortuna o relieve hubieron de doblegarse ante el todopoderoso dictador. Sila permaneció tan impasible en la victoria como en el peligro. «Trataba con la misma altivez y el mismo desprecio —cree el historiador Ferrero— a los optimates que a los demócratas, a los ricos que a los pobres; todos temblaban ante él».

La dictadura militar estaba sólidamente implantada. El amo de Roma sería quien mandase el ejército más fuerte. Para los soldados, el símbolo de la patria no era ya el Capitolio, sino sus enseñas; no obedecían más que a su general. Todo el pueblo romano estaba convencido fue la justicia acaba donde empieza el poder. Las proscripciones le hicieron perder el poco respeto que mantenía hacia las leyes, los magistrados y la propiedad. Como siempre ocurre en épocas turbulentas, el pueblo, ante la incertidumbre del mañana, sólo pensaba en beber y divertirse.

A diferencia de Mario y sus seguidores, Sila no se contentó con liquidar a sus adversarios políticos; quiso reformar la legislación romana en el sentido de la república aristocrática que él soñaba. Para reforzar la autoridad senatorial y completar los vacíos producidos en la bancada por su represión, Sila nombró a los trescientos senadores. Desde el año 88 a. C., disminuyó las prerrogativas de los tribunos, contrapeso tradicional del poder aristocrático. Negó a los tribunos derecho a presentar proyectos de ley y limitó su competencia a la protección de los particulares. Introdujo una reglamentación más importante aún: quien hubiese ejercido una vez en su vida el tribunado, no podía ser ya elegido para ningún otro cargo. En otras palabras, nadie tenía interés en alcanzar el tribunado, pues un nombramiento para tal puesto cortaría para siempre su carrera. Para acrecentar el poder del Senado, el dictador disminuyó por todos los medios la autoridad de otros funcionarios, sobre todo la de cónsules y pretores. Sila se esforzó mucho en reorganizar el poder judicial y la estructura administrativa.

Al tercer año de su dictadura, Sila juzgó que había llegado el momento de retirarse. El hombre más poderoso que había gobernado Roma abandonaba brusca y voluntariamente la escena política. El grecorromano Apio, el historiador más importante de las guerras civiles romanas, extraña esta iniciativa del dictador «que había hecho matar a noventa senadores, cincuenta de los cuales fueron cónsules, y también a unos veintiséis mil ciudadanos acomodados».

Dado el carácter de Sila, lo más probable es que su decisión de retirarse haya sido consecuente con el motivo por el cual había exigido desde un comienzo poderes ilimitados, a saber: que las nuevas fórmulas estatales estaban ya funcionando a la perfección. Pero también hay otras explicaciones atendibles. Un experto en sensaciones raras como Lucio Cornelio Sila debía considerar tal abdicación como una experiencia excepcional: era el colmo del refinamiento rematar de esa forma una carrera rica en episodios dramáticos. Además, Sila no abandonó el poder y los honores para volver al arado como hizo Cincinato; se retiró a su maravillosa quinta situada junto al golfo dé Nápoles, para disfrutar allí una vida placentera. En el fondo, Sila fue siempre un sibarita y prefería el vino y las mujeres al trabajo cotidiano.

El humor fue uno de los rasgos más salientes de su carácter; un humor frío, seco. Cuando dictador, recompensó un mal panegírico con la condición expresa que el autor no volviera a cantar más sus alabanzas. Cuando saqueó los templos de Grecia, se permitió frases impías: «Esta pérdida no tiene importancia para la gente, pues los mismos dioses les volverán a llenar las arcas». Plutarco describe así el rostro de Sila: «Sus ojos eran de un azul intenso y, por tal razón, contrastaban mucho con su tez, que era muy sonrosada y pálida a la vez».

Una vez abdicó el dictador, todo siguió enrielado. Roma estaba convencida que, en caso de necesidad, y a la menor señal de Sila, sus veteranos, instalados por Sila en las colonias de Campania, acudirían a su lado. Además, había en la capital una masa de diez mil esclavos libertos, sujetos en otro tiempo a los amigos de Mario y emancipados por Sila.

Sila murió de repente, a causa de una hemorragia interna, al año de abandonar la escena política. Tenía sesenta años. Dos días antes de su muerte había terminado la redacción del volumen vigésimo segundo de sus memorias, en donde exponía su carrera como una serie casi ininterrumpida de éxitos. Se felicitaba de su estrella y describía sin el menor remordimiento el río de sangre con que inundara a su patria. Los sentimientos de piedad eran para él un concepto vacío.

El historiador alemán Leopold Von Ranke resume unas comparaciones acerca de Mario y Sila: «Mario salvó la existencia del mundo romano destruyendo a los enemigos que la amenazaban. Sila restableció las relaciones entre Roma y Grecia librando a este país de una invasión oriental. Pero batallas como las que entabló Mario con címbrios y teutones superan con mucho lo que Sila realizó contra Mitrídates y sus generales, incapaces de oponer una resistencia continuada».

Sila era mejor diplomático que general. La victoria de Sila sobre Mario fue en parte una suerte para la civilización romana, pues Mario era plebeyo y guerrero, tosco e inclinado a despreciar los afanes del espíritu. Sila, al contrario, era un paladín de la cultura, un patricio refinado, amigo del estudio y de la ciencia.

Retrato antiguo de un hombre y portada de un libro
Profesor Carl Grimberg y la portada del tomo III de su Historia Universal.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IV LA LUCHA POR LA REPÚBLICA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

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