VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO I LA ROMA LEGENDARIA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.
CONTENIDO DE ESTE ARTÍCULO. 1. Lo que sabemos sobre la roma primitiva. 2. Roma se extiende por la península. 3. Sumisión de los etruscos y latinos. 4. Las guerras samnitas. 5. La expedición del Rey Pirro. 6. Pirro en Sicilia.
Lo que sabemos de cierto sobre la Roma primitiva.
Ningún pueblo del mundo posee tantas leyendas sobre su pasado remoto como el pueblo romano, pero cuando se las estudia a fondo hay dudas de si la calidad corresponde a la cantidad. Las que tratan sobre los orígenes de Roma deben ser consideradas con visión crítica, como las demás tradiciones antiguas. La ciencia no siempre ve la tradición de la misma manera y varía según las épocas. Cuando la crítica tiende a exagerar, se la puede contrarrestar con los hallazgos arqueológicos, lo único que puede confirmar tradiciones que se tenían antes como elucubraciones históricas o fantasías populares.
A comienzos de nuestro siglo, un historiador italiano aún podía afirmar que la ciudad eterna no podía haber nacido antes del año 450 a. C., pero apenas expuesta la teoría y aceptada casi por todos, las piedras milenarias comenzaron a protestar. Abrió su seno la tierra y surgió una lápida antiquísima que probó que la historia de Roma era unos siglos más antigua. Este hallazgo se realizó en las excavaciones del Foro, al alcanzar las capas culturales más bajas. A juzgar por la inscripción, proviene de la época de los reyes romanos, o en todo caso de los primeros años de la república. Este descubrimiento es muy interesante, ya que se han encontrado pocas inscripciones de la Roma anterior al año 300 a. C.
Los decretos del Senado constituyen otra fuente histórica importante. En efecto, el Senado hacía consignar siempre por escrito sus resoluciones, que ya fueron aprovechadas por Tito Livio y otros historiadores. El decreto senatorial más antiguo que ha llegado hasta nosotros data del año 186 a. C. y es uno de los documentos más importantes en lengua latina. Trata del culto de Baco, imitación romana de los ritos griegos en honor de Dionisos. El Senado hubo de reglamentar con rigor las ceremonias dionisíacas, y los municipios itálicos tuvieron que grabar el decreto en tablas de bronce y exponerlas en la calle para ejemplaridad de los ciudadanos. Una de ellas fue encontrada en Calabria, en un lugar ocupado entonces por una colonia romana.
Los documentos históricos más antiguos de Roma son los Anales –breves notas oficiales con los sucesos más importantes y los nombres de los cónsules que gobernaron cada año-, anuarios que se iniciaron hacia el año 510 a. C. y fueron aprovechados por Fabio Pictor, el historiador romano más antiguo que conocemos. Hacia 200 a. C., Fabio comenzó su narración de las guerras púnicas y prologó su obra con una breve introducción concerniente a la historia de los siglos precedentes.
En Roma, como en Grecia, la piqueta del arqueólogo fue el instrumento más seguro para diferenciar la leyenda de la realidad. El honor de haber iniciado los trabajos científicos en el Foro romano se debe a Napoleón III. Las excavaciones descubrieron las ruinas de algunos célebres monumentos romanos que el turista puede contemplar aún en el Foro: el arco de Tito, el templo de Saturno y el templo de Vesta, de construcción circular como las chozas de los antiguos latinos. Sin embargo, ninguno de estos monumentos representa, en su forma actual, a los primitivos templos de la República. Ello se debe, en parte, a los galos, que lo asolaron todo a su paso borrando por tanto las huellas de los orígenes de Roma, irreparable pérdida para la historia. Pero no son ellos los únicos responsables. El afán de lujo hizo que los romanos de la época imperial destruyeran muchos templos antiguos de piedra para sustituirlos por otros monumentos de mármol.
No obstante, quedan muchas inscripciones romanas que escaparon a la destrucción. El investigador alemán Teodoro Mommsen emprendió el gigantesco trabajo de reunirlas todas y hacer un estudio crítico de ellas. Sumaban más de 100.000. hace mucho tiempo ya, que las inscripciones de la antigüedad romana despertaron interés. En la época de Carlomagno, un monje copió muchas e importantes inscripciones aprovechando una peregrinación a Roma, existiendo una copia de su obra. Pero el interés subió de punto en el renacimiento, época en que tanto los investigadores copiaron y publicaron documentos epigráficos. Estas colecciones son de incalculable valor, pues muchas inscripciones que entonces se encontraron, volvieron a desaparecer después.
Pese a las excavaciones y hallazgos de los últimos años, es difícil describir con suficiente precisión el origen de Roma. Es posible que a partir del siglo VIII a. C., su emplazamiento haya sido ocupado por distintas ciudades. Al contrario de lo que antes se creía, no sólo se ocupó el Palatino, sino también el Capitolio, el Quirinal y las laderas occidentales del Esquilino. El centro de la vida social y religiosa fue asentado en el valle del Foro. Los romanos levantaron allí los primeros santuarios, en particular el de Vesta y el de la diosa Ops, personificación de la abundancia.
Es indudable que Rómulo no existió, pero ello no es suficiente para atribuir a Numa Pompilio la fundación de Roma hacia 575 a. C. Parece ser que la fecha tradicional de 753 está más en consonancia con la realidad. El sueco Krister Hanell, por su parte, ha indicado unas objeciones en cuanto al año de la caída de la monarquía. Según él, debería trasladarse la fecha del 509 hacia el año 450 a. C. Algunos descubrimientos nos prueban que en esta época la ciudad fue teatro de violentos combates, lo cual pudiera indicar que Roma se debatía entonces en la revolución que condujo al establecimiento de la República. De todos modos, es evidente que desde principios del siglo V, la influencia helénica, característica de la Roma etrusca, disminuyó en la ciudad de las siete colinas, argumento que aboga por el mantenimiento de la fecha tradicional, una o dos décadas más o menos.
Roma se extiende por la península.
La invasión gala fue el golpe más rudo sufrido por Roma hasta entonces, pero el ánimo romano no se dejó amilanar por tal catástrofe. Aparte de reparar las secuelas de la invasión, los años siguientes fueron dedicados a la tarea de acercamiento entre las clases sociales, y ello dio a Roma una capacidad de resistencia mayor que antes. Hacia mediados del siglo IV a. C., la lucha de clases había terminado casi: patricios y plebeyos rivalizaron con ardor en el servicio de la patria y se sacrificaron por los superiores intereses del Estado. Esta época señala el comienzo de la grandeza romana.
Sumisión de los etruscos y latinos.
En el período anterior, Roma creció con lentitud, pero a paso seguro, en especial a expensas de los etruscos y de los latinos. Cuando los romanos dieron fin a sus luchas sociales, inciaron las conquistas con ritmo acelerado: etruscos y latinos fueron asimilados rápidamente. El acontecimiento capital de la guerra contra los etruscos fue la conquista de la poderosa Veyes, fortaleza situada en la frontera del Lacio y la rival más peligrosa de Roma. La lucha sostenida durante un siglo por ambas rivales terminó en 396 a. C., al tomar y saquear los romanos la ciudad. Veyes cayó tras once años de sitio. La leyenda considera este hecho como una segunda guerra de Troya.
El combate decisivo con los latinos tuvo lugar en 340 a. C., al pie del Vesubio, y los romanos lograron una rotunda victoria. Apenas si pudo escapar la cuarta parte del ejército enemigo. Más tarde volvió a estallar la guerra, pero el poder de los latinos ya estaba quebrantado y pocos años despúes fueron sometidos por los romanos, en la misma época en que Filipo de Macedonia ponía fin a la independencia griega. Los latinos y los griegos fueron, pues, vencidos y obligados a someterse a una dirección política homogénea, cada uno según su circunstancia, pero al mismo tiempo. En Grecia, el régimen político fue obra de un hombre que podía desaparecer un día u otro; en Roma, esta dirección la llevaba el Senado, que, aunque compuesto de 300 miembros, integraba una vigorosa unidad. Cuando las ciudades latinas fueron incorporadas al Estado, los romanos dieron pruebas de un talento político todavía mayor que el que demostraron como militares. Poco numerosos aún para asimilar a los nuevos elementos de las poblaciones conquistadas, les fue preciso dar una posición dominante a los romanos propiamente dichos; de lo contrario, los elementos extranjeros habrían superado con facilidad al elemento romano. Más, por otra parte, tampoco imitaron a los espartanos ni redujeron a los latinos al estado de ilotas. Si los romanos sometían a los vencidos con demasiado rigor, los sojuzgados considerarían a Roma como enemigo hereditario y aprovecharían la menor ocasión para sacudirse el yugo. Había que impedirles que formaran un frente común. Por eso los romanos firmaron unos tratados que fijaban el futuro estatuto latino, no con el pueblo latino en conjunto, sino con cada ciudad en particular, y los acuerdos imponían condiciones diferentes a cada una. La mayoría de estas ciudades latinas llegaron a formar parte integrante del Estado romano; de ellas, unas adquirieron todos los derechos civiles romanos y otras obtuvieron el derecho de ciudadanía, pero sin voto o sin el derecho para elegir cargos públicos. Además, existían diferentes grados de autonomía municipal entre las ciudades menos favorecidas. De esta manera, los romanos despertaban entre las urbes sometidas una especie de rivalidad, no exenta de envidia mutua, muy ventajosa para sus fines. Divide et impera (Divide y vencerás), decía un principio político romano.
Al cabo de algún tiempo, los latinos se convirtieron en romanos. No era ningún desdoro pertenecer a un pueblo potente y respetado que les defendía, les construía calzadas y protegía su comercio, tanto en tierra como en el mar. A continuación, los romanos emprendieron la conquista de los demás pueblos de Italia. Cumplidas las prescripciones impuestas por Roma, los pueblos conquistados podían cultivar en paz sus campos, sin temor a ser robados en ataques nocturnos, a ver vacíos sus graneros o sus cuadras, ver saqueadas sus granjas o que les arrebataran sus mujeres y sus hijos para ser vendidos como esclavos.
Los romanos concedieron, en tiempo oportuno, equidad civil más o menos perfecta a los pueblos sometidos a su dominación; con ello demostraron mayor talento político que los atenienses o los espartanos. Al mismo tiempo, procuraban instaurar un régimen generoso que pronto hizo olvidar a los pueblos vencidos que los conquistadores lograron su poder por la violencia y la astucia.
Las guerras samnitas.

Más trabajo costó a los romanos someter a los samnitas, los «suizos de la Italia central». De los numerosos pueblos itálicos, sólo estos montañeses de gran destreza militar podían medir sus armas con los romanos.
Los samnitas carecían de capitalidad permanente, como la ciudad de Roma; también de unidad, y su mando estaba falto de energía. La nación samnita envió muchos contingentes de colonos a regiones cada vez más alejadas y ello la debilitaba en vez de fortalecerla. Los samnitas incluyeron ciudades griegas en el interior de sus nuevas fronteras y la mezcla de razas fue lo único que les hizo desarrollarse. El pueblo samnita era tan valeroso como el pueblo romano, pero dividido como el pueblo heleno.
El objetivo de guerra, para los romanos, no era el país montañoso de los samnitas, sino la fertilísima Campania, tierra que despertaba la codicia de samnitas y romanos. El historiador romano Floro llama a esta región «la más bella del mundo», y escribe entusiasmado que en su suelo las flores brotan dos veces al año. Su tierra negra y volcánica es tan fértil que el agricultor puede obtener tres cosechas anuales, por lo menos y, añade que los mismos dioses se disputaban la posesión de este país.
Romanos y samnitas lucharon al fin, por el dominio de toda Italia central. En algunos momentos, la situación fue muy crítica para los romanos. Poncio, habilísimo general samnita, consiguió cercar un día al ejército romano en el paso de Caudio, un estrecho valle del Samnio. Poncio perdonó la vida a los romanos, pero les infligió una cruel afrenta: los hizo pasar bajo las «horcas caudinas» (dos lanzas clavadas en tierra cuyos extremos superiores sostenían otra colocada horizontalmente) ante las burlas e injurias de los samnitas. El Senado romano no aceptó tratado tan deshonroso y acordó entregar al enemigo a los responsables del pacto, pero los samnitas los rechazaron. Hubiera sido una venganza mezquina. La guerra se reemprendió con renovado odio y ahora fueron los samnitas quienes tuvieron que pasar bajo el yugo. La lucha continuó durante muchos años todavía, pues los samnitas enfrentaron a todos los pueblos que se sentían amenazados por los romanos contra el enemigo común. Incluso los etruscos y los galos, enemigos mortales de Roma, formaron parte de esta coalición.
Los tiempos habían cambiado desde el año 387 y el ejército romano estaba ahora sólidamente organizado y no tenía por qué temer a las ordas célticas. Los galos experimentaron una sangrienta derrota frente a las legiones romanas. Éstas siguieron venciendo uno tras otro a todos los enemigos y la guerra terminó con la derrota de los samnitas, que se sometieron a los romanos en el año 290 a. C.
La capitulación les convertía en «aliados» de los romanos, es decir, se sometían a la dirección política y militar de Roma, pero conservando su autonomía municipal. Se cuenta que el valiente Poncio cayó prisionero en la última gran batalla, fue encadenado y así desfiló en el triunfo de su vencedor, siendo después ejecutado. Pero no puede asegurarse la autenticidad de este relato, quizás inventado para halagar el orgullo nacional romano. De todos modos, siempre es un espectáculo doloroso el de la caída de un pueblo patriota y valeroso. El valor de los samnitas no les bastó para salvarse, pues como los helenos, fueron incapaces de unirse. Hasta en el campo de batalla querían obrar tan libres e individualistas como si condujeran rebaños en las montañas natales. Incluso antes del último combate, que iba a decidir la suerte de la guerra, el general en jefe tuvo que recurrir a ceremonias místico-religiosas para conseguir un remedo de disciplina militar. La batalla fue sangrienta, se dice que perecieron 30000 de los 40000 hombres de que se componía el ejército.
Durante esta guerra, los romanos sometieron también Italia central, hasta el norte de los Apeninos, y llegaron al Adriático. En todos los territorios conquistados establecían su autoridad y asentaban nutridas colonias romanas. A veces, se mostraban amos severos y despiadados. En las regiones muy extensas expulsaban a la población autóctona o la reducían a la esclavitud. Los volscos, los ecuos y otros pueblos desaparecieron y sus tierras pasaron a manos de colonos, en especial latinos. Con todo, la dureza de los romanos tenía su lado bueno. Gracias a ellos, Italia gozó de paz, la pax romana. Acabaron las continuas guerras que se consideraban antes como normales.
Las colonias latinas fueron las avanzadillas de Roma en los países conquistados. Factor importante para la unidad fue la excelente calzada militar y comercial que los romanos construyeron entre Roma y Capua, llamada Via Apia. Esta y otras vías militares romanas fueron trazadas con una técnica tan cuidada y eran tan sólidas que muchas de ellas aún existen y son utilizadas. Convergían hacia Roma y entre ellas no había más comunicación que el común arranque en el centro de la red. «Todos los caminos conducen a Roma», se decía ya en esta época. La urbe era el centro y corazón de todos los territorios romanos.
La expedición del rey Pirro.
Terminada la guerra samnita, Roma enseñoreaba Italia propiamente dicha, excepto las regiones meridionales de la península. Es difícil, pues, creer que fuera casualidad el conflicto que enfrentó a Roma con Tarento, la colonia más rica de la Magna Grecia, después de la caída de Síbaris y Crotona. Tarento, la Atenas de Italia, era la única colonia griega que había podido mantener su total independencia. Los romanos no buscaron la guerra con Tarento, como pudiera creerse: al contrario, los romanos se mostraban muy tolerantes y querían evitar todo conflicto. La razón que tenían los romanos en aquel momento para no empujar a Tarento a la guerra, la encontramos en Grecia, donde vivía un hombre temible que estaba deseando mezclarse en una guerra en Italia, el cual reinaba en el Epiro y pertenecía a la misma familia que Olimpia, madre de Alejandro Magno; se consideraba pues, como descendiente de Aquiles y era célebre como guerrero y como rey, se trataba de Pirro.
El Epiro era esencialmente un país montañoso e inhóspito, habitado por un pueblo de raza no helena, a juzgar por los nombres más antiguos de personas y familias que han llegado hasta nosotros. Con todo, los habitantes del Epiro, como los de Macedonia, estaban helenizados y hablaban y escribían en griego. Hay que observar, no obstante, que se habían estacionado en el primitivo nivel de la época homérica. La ganadería era su principal fuente de riqueza. Se han encontrado en el Epiro restos de una raza de perros corpulentos y vigorosos, aptos para la caza y guarda de los rebaños. El cultivo de la tierra quedaba reducido a pequeñas extensiones. Los epirotas vivían en aldeas y las ciudades eran escasas y pequeñas.
Los ambiciosos planes de Pirro no eran un secreto para los romanos. Roma no tenía, pues, ningún deseo de ofrecerle el pretexto que deseaba y si los romanos atacaban Tarento le daban ocasión de socorrer a una colonia griega y poner pie en Italia. Por entonces, los romanos deseaban dejar que la tempestad pasase. Ya llegaría el momento de extender el poder de Roma hacia el mar Jónico.
Los tarentinos, por sí solos, no significaban peligro alguno para un pueblo como el romano; no tenían tanto temple. Pero pese a estas previsiones, los de Tarento pidieron ayuda a la metrópoli y pactaron un tradado con Pirro. Los epirotas eran tan buenos soldados como los macedonios y esperaban conquistar en el oeste, a las órdenes de un rey emprendedor, tantos territorios como los macedonios, dirigidos por Alejandro, habían ganado en el este. Su rey era un guerrero en cuerpo y alma. Había sido formado en la escuela macedónica, entre otros, por el terrible Antígono. Su firmeza de carácter hacía de Pirro un rival digno de Alejandro.
Este monarca con alma de conquistador se asfixiaba en el minúsculo estado del Epiro y aprovechaba la menor ocasión para ensanchar su reino y lanzarse con entusiasmo a cualquier empresa, como había hecho, por ejemplo, en la guerra de los diadocos. Ahora, occidente abría un nuevo y prometedor campo de acción a quien supiera manejar la espada y sus epirotas le seguirían adonde él los condujera. Macedonia le había enviado una división de caballería y 5000 infantes. Los entrenadísimos macedonios eran en aquel tiempo los mejores soldados del mundo y su falange de lanceros integraba un cuadro compacto capaz de resistir cualquier asalto.
La legión romana también era capaz de formar una vigorosa línea de defensa. En esta época, los romanos disponían sus legiones en tres líneas separadas. Así como la falange lanzaba toda su fuerza de una sola vez, para vencer a la legión era necesario conseguir, como si dijéramos, una victoria en tres etapas. En primer lugar, había que vencer el ardor de los soldados jóvenes que formaban la vanguardia, después aniquilar la segunda línea, compuesta de hombres más experimentados y, por último, enfrentarse con la tercera, integrada por los veteranos. El orden de batalla de la legión permitía asimismo enviar refuerzos a la línea que estuviera en situación comprometida. Los romanos procuraban, sobre todo, economizar tropas y darles la mayor eficacia posible. Iba, pues, a comenzar el primer acto de un gran espectáculo histórico: el combate de la falange contra la legión.
Pirro fue el primer griego que se midió con los romanos; de ahí su importancia histórica.
En el año 280, Pirro desembarcó en Tarento un ejército de 25000 soldados de primer orden y 20 elefantes. Durante la travesía, efectuada en transportes tarentinos, la flota fue azotada por una tempestad y perecieron muchos hombres. El objetivo de Pirro era, sin duda, imponerse a los griegos occidentales y fundar un imperio griego que comprendiera ambas orillas del Adriático, pero pronto se percató de que no podía contar mucho con la ayuda voluntaria de los residentes en la Magna Grecia. Los tarentinos habían prometido muchas tropas, pero sólo enviaron algunos hombres. Pirro trató con dureza a semejantes aliados. Tuvo que tratar a Tarento casi como un país conquistado para utilizar la ciudad como base de sus operaciones y nunca pudo confiar por entero en sus habitantes. La primera batalla entre griegos y romanos tuvo lugar en 280, cerca de Heraclea, en Lucania. La estrategia romana no había alcanzado aún el refinamiento de la táctica macedónica y sus tropas estaban todavía compuestas por campesinos y no por los altivos conquistadores que escribirían la historia del mundo de modo indeleble. Las guerras sostenidas hasta entonces no habían exigido demasiado talento estratégico. Pero su fuerza moral y su disciplina de hierro contrarrestarían esta falta de táctica y estrategia.
Se entabló aquella primera famosa batalla y durante largo tiempo el resultado fue incierto, siendo los elefantes de Pirro el arma que hizo, al fin, inclinar la balanza a su favor. Tan pronto como aparecieron en el campo, sembraron el terror entre las filas romanas. Los caballos se desbocaban y los soldados no se atrevían a acercarse a semejantes animales; puestos en fuga, fueron aplastados por la caballería de Pirro y sus elefantes. No obstante, Pirro pagó cara su victoria: perdió la mayor parte de sus mejores soldados y mandos y, estos huecos eran más difíciles de llenar, que las brechas abiertas en las filas romanas. Pirro era un estratega perspicaz y debió advertir que el triunfo fue debido sólo a la sorpresa causada por los elefantes. Y este tipo de victoria no puede lograrse dos veces.
Sin embargo, en Heraclea, Pirro dio pruebas de su brillante talento militar; las ciudades griegas de la Italia meridional quedaron admiradas y casi todas se unieron a los epirotas. Incluso los samnitas se adhirieron al movimiento. Después de su victoria, Pirro penetró en la Campania, creyendo que los etruscos y demás pueblos a los que Roma impuso su alianza a la fuerza, aprovecharían la ocasión para sumarse a las filas del vencedor, como ocurría en el este. Pero ningún aliado de Roma, en Campania y en Italia central, abrió las puertas a Pirro. Pese a sus dificultosas relaciones con los romanos, los aliados no deseaban cambiar por otra su dominación.
Los romanos reunieron nuevos ejércitos y tan numerosos que Pirro, sólo a dos jornadas de Roma, juzgó preferible dar media vuelta y regresar a Tarento. Cuéntase que entonces dijo que luchar contra los romanos era atacar a la hidra de Lerna. Al año siguiente consiguió una nueva victoria, esta vez en Ausculum, pero la pagó tan cara que exclamó: «¡Otra victoria como esta y estoy perdido!». De ahí proviene la fase «victoria pírrica», refiriéndose a la que cuesta demasiados sacrificios.
Pirro no pudo aprovechar sus victorias debido a las turbulencias políticas. En efecto, supo entonces que el trono de Macedonia había cambiado de dueño. Su amigo, el rey, había caído en una guerra contra los galos, y los macedonios necesitaban un jefe para contener a los bárbaros. Pirro dudaba si aprovechar esta ocasión para subir al trono de Macedonia. Podía marcharse a Italia sin gran pesar; bastante ayuda había prestado a los habitantes de la Magna Grecia, en quienes no podía tener confianza alguna. Por otra parte, los siracusanos insistían en pedir ayuda contra los cartagineses. Después de la muerte de Agatocles, Cartago era cada vez más peligrosa: amenazaba con dominar Sicilia entera y el único salvador posible era Pirro.
Para abandonar Italia sin remordimientos tenía que pactar un tratado de paz con los romanos, que estos hubieran aceptado muy gustosos para así poner fin a una guerra que sólo les causaba derrotas y pérdidas dolorosas. Pirro envió a Roma al orador griego Cineas, diplomático sutil que conocía todas las argucias políticas, para que llevara las negociaciones. Pirro decía de él que había ganado para su rey más ciudades que sus ejércitos. Cineas se ganó en Roma el favor de la opinión pública por su educación, sus halagos y por las dádivas distribuidas con tanta sagacidad. Pero he aquí que intervino un personaje en el crítico momento de las negociaciones.
Se llamaba Apio Claudio y pertenecía a la misma familia que el anciano decenviro. Fue censor treinta años antes y había vestido dos veces la toga consular. Durante su mandato obtuvo dos resultados perdurables: un acueducto que llegaba hasta Roma y la calzada de la misma hasta Capua, que lleva aún su nombre. Durante las negociaciones con Cineas era viejo y estaba enfermo, pero a pesar de ello se hizo conducir al Senado en litera. A los padres de la patria les soltó un discurso que les abrió los ojos a la verdad. La tradición pretende que Claudio hizo cambiar la actitud de los senadores por medio de palabras muy duras. Mientras, Cineas llegó hasta Pirro y le transmitió la respuesta de los romanos, en el sentido de que Roma no negociaba con ningún enemigo que violara el territorio de Italia. De ahí arrancó uno de los principios inquebrantables de su política, aunque sea poco probable que este principio fuera descubierto en la época de Apio Claudio, pues el concepto de suelo italiano no se identificaba aún con el de territorio romano.
Cineas, griego sumamente culto, quedó impresionado por los bárbaros romanos y a su regreso le dijo a Pirro: «Viendo el Senado romano, creí encontrarme en una asamblea de reyes».
Los romanos, rechazaron las proposiciones de paz formuladas por Pirro, aunque esta decisión fue motivada por un factor político más que por la elocuencia de Apio, pues una flota cartaginesa apareció en la desembocadura del Tíber y su almirante propuso a los romanos un tratado de alianza para luchar contra Pirro. El verdadero propósito de los cartagineses era conquistar Siracusa sin sentirse amenazados por Pirro y por lo tanto, les interesaba inmovilizar las fuerzas del epirota en Italia.
Pirro en Sicilia.
Desde el siglo anterior, quizás antes, los romanos y los caragineses debieron concertar un tratado comercial, y en otro posterior –hacia el año 358 a. C– , ambos pueblos establecieron un pacto de amistad a condición de que los romanos no mandaran sus expediciones comerciales, en África, más allá de un cabo situado a unas decenas de kilómetros al norte de Cartago ni que tampoco extendieran su comercio en España al sur de la actual Cartagena. En las posesiones cartaginesas de Sicilia, «romanos y cartagineses serían iguales en todos los terrenos». Por su parte, los cartagineses no ejercerían ninguna violencia contra los aliados de Roma en el Lacio, si entrasen en guerra con latinos que no fuesen aliados de Roma y, si tomasen alguna ciudad, deberían cederla a los romanos. El texto dice que los cartagineses «no construirán ningún domicilio fijo, según su costumbre, en el Lacio». Setenta años después, el tratado experimentó unos cambios y se convirtió en una alianza militar contra Pirro. Entre otros detalles, la marina cartaginesa se ponía a disposición de los romanos para el transporte de sus tropas, ayuda naval que, por otra parte, permitía a los romanos incomunicar a Pirro con su patria.
Los belicistas habían atraído al Senado romano a sus puntos de vista, imponiendo la continuación de la guerra. Al mismo tiempo, la situación de Siracusa llegó a ser tan desesperada que Pirro pudo abandonarla a su suerte. Sabía muy bien que su destino estaba ligado al de esa ciudad: si los cartagineses la conquistaban y se apoderaban así de Sicilia entera, su posición en Italia sería insostenible; sus tropas caerían impotentes en manos de romanos y cartagineses. Por el contrario, si aseguraba sus fuerzas en Sicilia, conseguiría también el medio de terminar con ventaja la guerra con los romanos. Y como la mezquina flota romana era impotente para impedirle el acceso a Sicilia, aceptó pues, el dominio de la isla que le ofrecieron los angustiados siracusanos. Pirro hizo rumbo a la isla con la mitad de la flota y dejó la otra en Italia bajo las órdenes de su hijo, para proteger a los aliados griegos contra los romanos.
Los cartagineses no pudieron impedir que Pirro desembarcara en Sicilia y una vez allí, en poco tiempo reunió bajo sus órdenes a todas las ciudades griegas libres. Llevaron la guerra contra el enemigo tradicional con tanto éxito, que los cartagineses hubieron de abandonar casi toda la isla. Estos propusieron a Pirro cederle todas sus posesiones sicilianas excepto una ciudad fortificada sita al extremo oeste de la isla, donde hoy se levanta Marsala, incluso le ofrecieron dinero y barcos de guerra para sus futuras campañas a condición de que abandonara el país. Sus intenciones eran claras. ¿Qué podían hacer las ciudades griegas de Sicilia sin Pirro? Se comprende, pues, por qué Pirro rechazó la oferta cartaginesa. Nunca fue tan poderoso el rey del Epiro.
Pero apenas los aliados se sintieron seguros, adoptaron la conducta mezquina de las colonias de la Magna Grecia. Los sicilianos opinaban que el gobierno de Pirro era demasiado severo. Una tras otra, las ciudades griegas entraron en relación con los cartagineses y les enviaron tropas. Pirro prefirió escuchar las apremiantes llamadas de socorro de los samnitas y otros pueblos de Italia que le llegaban desde Tarento, ahora oprimidos por los romanos. Regreso a Italia para acudir en su ayuda una vez más, pero su reino de Sicilia, tan prometedor al principio, se deshizo en menos tiempo del que necesitó para erigirse. A partir de entonces, el hombre que soñó convertirse en el Alejandro de Occidente ya no actuó como estadista, sino como militar de fortuna; pese a su valor, a su conducta caballeresca y al halo de romanticismo que le rodeaba, no fue más que un aventurero y así quedó sellado su destino en 275 a. C., cerca de Benevento, en el país de los samnitas. Pirro no consiguió vencer a las legiones romanas. Con el resultado incierto de la batalla, que equivalía a una derrota estratégica, su ejército peligrosamente debilitado y sus arcas vacías, el héroe, antaño tan temido, quedaba aislado en Italia. No le quedaba otro camino que volver a su patria. Y después de cinco años de guerra, abandonó aquel país donde soñó crear un imperio poderoso.
Vuelto a Grecia, probó otra vez suerte con nuevas guerras y conquistó gran parte de Macedonia, Tesalia entera y llegó como vencedor hasta el Peloponeso; en todas partes se le aclamaba como el libertador del yugo macedónico. Parece que fue herido de muerte en 272 a. C., en un combate para someter a Argos, donde incluso las mujeres participaron en la lucha lanzando piedras desde los tejados, y se dice que una anciana mató a Pirro con su honda. Los habitantes de Argos cuentan que Demeter, la diosa protectora de la ciudad, mató al célebre héroe.
El triunfo final de los romanos sobre Pirro anunciaba las victorias futuras sobre todos los sucesores de Alejandro Magno. La legión había vencido a la falange. De golpe, Roma se atrajo la atención del mundo entero: una nueva potencia entraba en el escenario del mundo, a la par de Egipto, de Macedonia y del reino asiático de los seléucidas. Un hecho se produjo entonces que no debemos omitir: poco después de regresar Pirro a Grecia, llegó una embajada egipcia a Roma y propuso un pacto de amistad que el Senado romano aceptó gustoso. Acaso el Imperio romano no podía compararse con las grandes potencias de Oriente en cuanto a número de habitantes, pero militarmente les era superior.
Después de la batalla de Benevento, Italia del sur cayó por entero en poder de los romanos. Diez años más tarde, dominaban en toda la península apenina hasta el Rubicón, río que durante mucho tiempo sería frontera entre Roma y los territorios galos del norte. Roma aseguró su nuevo poder mediante una extensa red de colonias militares: el idioma y las costumbres latinas se extendieron por toda la península y el campesino romano consolidó con el arado lo que había conquistado con la espada. Desaparecieron las fronteras naturales entre los pueblos de Italia y la península llegó a ser un Estado nacional romano. Por primera vez en la historia, se creaba la unidad italiana. Sin embargo, la lengua y las costumbres griegas se mantuvieron mucho tiempo en la antigua Magna Grecia e incluso influyeron en los latinos y romanos. Los romanos cultos tenían a gala imitar cuanto podían a los griegos. De esa manera, el helenismo adquirió un poder irresistible en el dominio cultural, mientras los romanos sometían a otros pueblos en el terreno político.
Los romanos tardaron siglos en someter a su autoridad todo el territorio situado entre el Rubicón y el estrecho de Mesina. Progresaron con lentitud, pero supieron conservar lo ganado. La homogeneidad del Imperio Romano aparece con claridad durante la guerra entre romanos y cartagineses, poco después de la unificación de Italia central y meridional, los pueblos de Italia central no manifestaron el menor síntoma de rebelión contra la autoridad de Roma.

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