Esquilo, el primero de los tres grandes dramaturgos griegos, revolucionó el género en el estilo y en el contenido, pues aumentó el número de actores y promovió la ironía a través de sus elaborados diálogos; se estima que pudo escribir más de noventa tragedias, lamentablemente sólo conocemos siete de ellas, por fortuna, en Prometeo Encadenado nos enseñó la ciega esperanza, gracias a la cual podemos confiar en el futuro descubrimiento de las obras faltantes.
Los persas, es una obra de gran portento intelectual y peculiar entre todas las tragedias, pues aborda un asunto trascendental para los griegos, representándolo desde la perspectiva de sus archirrivales. La historia inicia en el palacio real de Susa, capital del Imperio, donde el consejo de ancianos denominado “Los Fieles”, aguarda noticias de su Rey Jerjes, quien ha salido en campaña con todas sus fuerzas de mar y tierra hacia las polis.
Los Fieles se encuentran convencidos del poderío terrestre persa y esperan una resonante victoria, sin embargo, la misma seguridad no les acompaña en cuanto a las tropas de mar, a quienes señalan de “confiados en el débil artificio de barcos trabados entre sí por cordajes de lino… Por ello la angustia lacera mi corazón enlutado”.
Tal preocupación no es exclusiva de este consejo, sobre la campaña parece girar una bruma de mal augurio, que amenaza con exponer los pies de barro del gigante oriental; en medio de esta sensación ingresa al palacio la Reina Madre Atosa, inquieta y angustiada por sus sueños premonitorios.
En sus sueños nocturnos la Reina ve dos mujeres, “una adornada con ropas persas; la otra, dóricas; ambas en estatura y en belleza superaban, con mucho, a las mujeres de ahora y eran hermanas de la misma raza; pero habitaban, una la Hélade, que la fortuna le había asignado; otra, un país bárbaro. Una disputa se originó entre ellas; mi hijo, al darse cuenta las contenía y calmaba; después las uncía a su carro y les colocaba el yugo sobre el cuello. Entonces una se jactaba de este atavío, y ofrecía a las riendas una boca dócil; la otra, al contrario, respingaba y, de repente, con las manos destrozó los arreos del carro, lo arrastró con violencia a pesar de las riendas y, finalmente, quebró por el medio el yugo. Mi hijo cayó; su padre, Darío, compadeciéndolo, acudió a su lado; pero Jerjes, al verlo rasgaba los vestidos que le cubrían”.
Evidentemente, esta escena simboliza el origen común que míticamente se han arrogado las élites reales de muchas naciones; claramente se ve que la bella mujer asentada en el país bárbaro representa la Persia, dócil bajo el yugo de Jerjes, mientras que la arisca habitante de la Hélade arroja a su pretendido dominador, una metáfora muy diciente.
Pero los sueños no son las únicas señales que percibe Atosa, pues recordando a Prometeo, nota los presagios que trae la lucha entre un águila y un gavilán, donde el segundo, en apariencia más débil resulta vencedor; distinta metáfora pero un mismo significado.
Tras estos presagios, la tragedia empieza a desencadenarse con el ingreso de un exhausto mensajero, que lamenta su suerte tanto como el desenlace de la batalla, pues era costumbre de los antiguos eliminar al heraldo de las malas noticias; el desafortunado encabeza su parlamento “¡Cómo de un solo golpe, ha sido destruida una inmensa felicidad, ha desaparecido pisoteada la flor de los persas! ¡Ay de mí! Es una desgracia ser el primero en anunciar males”.
El mensajero hace un relato de los acontecimientos, sin embargo, es necesario precisar que la versión representada en la tragedia es una adaptación, que muestra las dos batallas de tierra y mar como si se hubieran dado de manera simultánea, esto dista totalmente de lo expresado por las crónicas históricas.
El contexto del conflicto entre griegos y persas nos indica que antes de imponerse la hegemonía macedónica de Filipo y Alejandro, estos pueblos tuvieron dos grandes guerras (conocidas como las guerras médicas), la primera sucedida en el 490 A. C., que enfrentó a Darío el Grande contra los atenienses, resultando la derrota persa en la batalla de Maratón. Tal amenaza llevó a que las polis se aliaran bajo el liderazgo de Esparta; diez años después esta confederación derrotó a una invasión mucho mayor, gracias a dos factores, la resistencia espartana en Termopilas, bajo el comando del Rey Leonidas, y la audacia del General Temístocles, que evacuó Atenas, diezmó a los persas en la batalla naval de Salamina y luego derrotó a su infantería durante la retirada. Al año siguiente, la batalla terrestre de Platea marcó la victoria de los griegos y el final de las guerras médicas.
El mensajero relató la completa aniquilación de los ejércitos persas, ante lo cual Atosa, angustiada, preguntó “¿quién de los jefes no ha muerto?”, para escuchar aliviada “el propio Jerjes vive y ve la luz”.
¿CÓMO VENCIERON LOS GRIEGOS A UN EJÉRCITO TAN NUMEROSO COMO EL PERSA?

El mensajero atribuye todo a un dios maléfico, que a través de un soldado ateniense comunicó a Jerjes que al llegar la noche buscarían salvar su vida en retirada, por lo que el Rey dio a todos sus capitanes la orden “cuando las tinieblas llenen el recinto del éter, colocarán el grueso de sus naves en tres líneas para guardar las salidas y los pasos resonantes, y las otras en círculo alrededor de la isla de Ayax, pues si los helenos intentan huir, se decretan que todos sean decapitados”.
Pero cuando amaneció el nuevo día, los griegos entonaron un enardecido himno y se lanzaron al combate valientemente, causando terror entre las tropas persas. La proclama griega era “id, hijos de los helenos, libertad a la patria, libertad a los hijos, a las mujeres, a los santuarios de los dioses patrios y a las tumbas de los antepasados, la lucha ahora es en defensa de todo esto”.
Al principio, el núcleo persa resistía, pero sus naves estaban agrupadas donde no podían prestarse ayuda, se golpeaban unas a otras con sus espolones de bronce y rompían sus remos; entonces la flota helena sabiamente las rodeó y embistieron, volcaron sus naves “las orillas y acantilados estaban llenos de cadáveres y lo que quedó de la flota bárbara huyo en desbandada” cuenta la anti-epopeya.
Finalmente contó el mensajero que logró salvarse junto a su regimiento luego de atravesar la tierra aquea sin encontrar alimento; después llegaron a la Macedonia hasta el monte Pangeo; estando allí una helada congeló el río Estrimón, sólo los que se lanzaron antes del amanecer lo atravesaron vivos, pues luego el sol derritió los hielos, los restantes, tras atravesar la extensa Tracia llegaron fugitivos a la tierra de sus lares.
Semejante desgracia bien merecía la invocación de los antepasados, para escuchar el consejo que permitiera sortear la debacle, por lo cual Atosa se aprestó a preparar libaciones con frutos de la campiña persa, como leche, miel de abejas, vino, aceite de oliva, guirnaldas de flores y agua cristalina de manantial. A este llamado respondió con brevedad la sabia alma del Rey Darío.
Al regresar del inframundo y conocer el caos afrontado por su reino preguntó a sus invocadores “¿de qué manera esto ha sido desatado, peste o guerra civil?”, a lo que su Reina contestó “Cerca de Atenas todo el ejército ha sido aniquilado”.
¿POR QUÉ JERJES SE AVENTURÓ A SEMEJANTE RIESGO?

A través del diálogo entablado entre Atosa y su esposo, se empieza a conocer que persas y griegos llevan una relación más estrecha que la dada por una simple rivalidad territorial, en realidad se aprecia que los dioses han dividido el territorio entre las grandes naciones de Asia y Europa, como el padre que pacta la herencia entre sus hijos; así Darío anuncia que Zeus ha otorgado a los persas, el privilegio de imperar por toda Asia y que las derrotas de su hijo se deben a su inmadurez y a actuar sin recordar los consejos de su padre.
¿Cómo podrían evitarse en lo futuro estos desgraciados sucesos para Persia? Es la pregunta que Los Fieles hacen a la sombra de Darío antes de su marcha, a lo que esta responde “no llevéis la guerra al país de los helenos… La tierra misma es aliada de la Hélade y hará morir de hambre a los más poderosos invasores… Zeus es el vengador de los pensamientos soberbios y exige una cuenta severa, por ello advertidle a Jerjes, a fin de que cese de ofender a los dioses con su insolente audacia”.
Finaliza este acto con los lamentos del venerable consejo, quienes hacen enumeración de los países conquistados por Darío y que por los desaciertos de Jerjes han sido perdidos “¡Cuántas ciudades conquistó sin atravesar el río Halis ni dejar el suelo patrio! Así fue con las ciudades marítimas (islas) del golfo estrimónico, que limitan con las aldeas tracias y más allá… Lesbos y Samos, plantadas de olivios, Quíos, Paros, Naxos, Miconos y Andros… Asimismo sobre aquellas que en medio del mar están entre dos orillas, Lemnos y el país de Ícaro, y Rodas, y Cnido, y las ciudades de Chipre: Pafos, Soli y Salamina, cuya metrópoli es hoy causa de nuestros lamentos”.
ACTO FINAL, ENTRA JERJES EN UN CARRO, SE APEA LENTAMENTE Y SE ACERCA AL CORO.
En una escena patética, Jerjes solloza por la suerte que ha corrido y haciendo plegaria a Zeus pregunta por qué no le permitió morir junto a sus hombres, señalándose a sí mismo como una ruina para su raza y su patria; igualmente reconoce que el favor de los dioses, en especial de Ares y Fortuna, acompañó a los griegos, consumándose la tragedia anunciada desde el primer acto por las premoniciones de Los Fieles y la Reina Atosa.
¿Qué le quedó a Jerjes de toda su pompa militar? “Este carcaj de dardos” dice al consejo de ancianos, rasgándose las vestiduras. Todo lo demás son gritos, llantos, lamentos y autoflagelaciones que se suceden, hasta que ancianos y Rey hacen ingreso al palacio.
Cosmovisión clásica de la raza y la organización política
Entre los pueblos de la antigüedad era común la concepción racista de la vida en comunidad, cada tribu y nación practicaba políticas de segregación y el final de una guerra significaba la esclavitud y el genocidio de los vencidos, en gran medida porque los medios de producción no podían garantizar la suficiencia alimentaria para grandes poblaciones extranjeras.
Durante cientos de miles de años la selección natural operó sobre la humanidad de igual manera que en el resto de las especies, dando origen a las diferentes razas que hoy habitan la Tierra y a muchas otras que se han extinguido. Antes de la vida en civilización, ya era conocido por la experiencia y la sabiduría popular, que mezclar razas diferentes (en cualquier especie) resulta en la pérdida de algunos caracteres en las futuras generaciones, lo cual puede desfavorecer la adaptación al entorno.
Por estas razones, en los primeros tiempos de la organización política las naciones guardaban con celo su acervo genético, encontrándose innumerables ejemplos de prohibición a las uniones sexuales y matrimonios por fuera de la gens, la tribu y posteriormente, del Estado. Tal vez los mayores exponentes de esta cosmovisión para el mundo europeo lo podamos encontrar en el durísimo modo de vida espartano y en las aristocráticas tradiciones de los pueblos germánicos, en especial de los vikingos.
Conforme la civilización (como estadio de desarrollo humano surgido a partir del neolítico) se fue imponiendo y los modos de aprovisionamiento natural (caza y recolección) iban siendo reemplazados por la agricultura y la ganadería, las reglas de segregación se fueron relajando y la abundancia relativa de alimento dio origen a sistemas de organización social más humanitarios y tolerantes, especialmente en zonas de confluencia migratoria como el medio oriente, que ha visto los mayores imperios multiétnicos de la historia, como lo fue precisamente el Imperio Persa heredado por Jerjes, cuyas tropas provenientes de todas las naciones asiáticas y abrumadoramente superiores en cantidad, no pudieron doblar la rodilla de las tribus helenas, sostenidas por su orgullo, cohesión y uniformidad racial.
Este concepto de la sangre unida al suelo es el valor principal que intenta mostrar Esquilo a través de su obra, lográndolo de manera magistral y trascendiendo a la posteridad entre los grandes genios del mundo clásico, ése que representa las bases de la civilización europea.