Grandes invasiones al Imperio Romano

Mapa de las migraciones de los pueblos asiáticos al Imperio romano
Grandes migraciones de los pueblos asiáticos, siglos IV al VI.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IX EL BAJO IMPERIO Y LA MONARQUÍA ABSOLUTA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

VER ÍNDICE GENERAL DE LA OBRA POR CAPÍTULOS.

Contenido de éste artículo.

  1. Migraciones asiáticas. De China al Atlántico.
  2. La presión de los godos.
  3. División del Imperio Romano.
  4. El Reino hispano-visigodo.
  5. Vándalos y burgundios cruzan el Rin.
  6. Anglos y sajones en la Gran Bretaña.
  7. Leyendas célticas.
  8. Atila «el azote de Dios».
  9. Los campos cataláunicos.

Migraciones asiáticas. De China al Atlántico.

Hemos aludido a la entrada en escena de hordas bárbaras. En los siglos III y IV, el imperio Tsin, en la cumbre de su poder, autorizó a algunos clanes de hunos (hiung nu), que la presión de los Sien-pei había rechazado hacia el sur, a establecerse a título de federados a lo largo de la gran muralla china. Pero aprovechando la decadencia del poder central, estos hunos federados atravesaron la gran muralla sin previo aviso, y, sin hallar resistencia, permanecieron en la provincia de Shan-Si hasta el año 311. En esta época, un nuevo empuje bárbaro de las hordas mongólicas del otro lado de la gran muralla incitó a Liu-Ts’ong y a sus hunos a apoderarse de la capital china (Lo-yang), obligando al emperador prisionero a «enjuagar los vasos de los banquetes» antes de matarlo. Liu-Ts’ong murió ocho años más tarde, antes que pudiera fundar un imperio duradero. Fue la señal de un desbordamiento de hordas turcas, mongólicas y tibetanas.

A mediados del siglo IV, los hunos, perseguidos desde el norte por los yuan-yuan y contenidos en el sur por los tibetanos, que se habían apoderado de la China occidental, no tuvieron elección. Debieron escapar hacia el oeste, para desembocar en las estepas al otro lado de los montes Altai. Tampoco allí pudieron escoger. El valle del Yaxartes y las regiones del Turquestán estaban ocupadas hacia ya tres siglos por los «indo-escitas», los yue-che; no había más salida para los hunos que la de seguir galopando más al poniente aún, en dirección al Volga.

Los alanos y los godos trataron en vano de contenerlos en la llanura ucraniana. Impelidos por el invasor, empujaron ellos a su vez a los germanos. Desde China al Atlántico hubo una verdadera marejada de pueblos.

La presión de los godos.

Mapa del Imperio Huno de Atila año 450.
Extensión de las invasiones de Atila, el Rey de los Hunos, a Europa y Roma (450 DC).

Los hunos, probablemente de raza mongol, tenían un aspecto temible; por donde pasaban sus hordas salvajes, las poblaciones quedaban paralizadas de terror. El cronista godo Jornandes, que vivió en el siglo IV, estaba convencido que los hunos habían nacido de brujos y de espíritus maléficos; el escritor greco-sirio Amiano Marcelino los describe de modo impresionante: «Su fealdad supera todos los limites. Apenas nacen sus hijos, les hacen cortes profundos en las mejillas, para destruir la raíz de las barbas. Son achaparrados y de vigorosa constitución; tienen el cuello ancho y su aspecto es terrible. Están en su físico tan endurecidos, que no necesitan fuego, no hierven ni cuecen los alimentos; viven de raíces encontradas al azar y de carne, que colocan bajo la silla, sobre el lomo desnudo de sus caballos, para tenerla más a mano. Nunca pernoctan bajo techo, pues allí no se sienten en seguridad». Eran enemigos terribles en el combate. Acometían como un huracán, lanzaban granizadas de flechas sobre el enemigo, atrapaban con el lazo a quienes su espada no lograba alcanzar, y desaparecían con la
misma rapidez con que habían llegado. Pero ya sabemos la tétrica aureola con que se pinta siempre al enemigo, sobre todo cuando surge de improviso. Como vemos, la «guerra sicológica» no es cosa de nuestros días.

Los hunos iniciaron sus correrías europeas en las estepas septentrionales del mar Negro. Los primeros que en forma inesperada fueron atacados y aplastados por estas hordas a caballo fueron los ostrogodos, pueblo godo que había fundado un extenso reino a orillas del río Dnipro (Dniéper), en la actual Ucrania. Se defendieron en vano con desesperación. Los supervivientes hubieron de seguir a sus nuevos dueños en su marcha hacia el oeste. Algunos lograron escapar a Crimea, donde sus descendientes vivirían hasta que, en el siglo XVIII, Catalina II los dispersara y se asimilaran a los demás pueblos del Imperio Ruso.

Sometidos los ostrogodos, les llegó el turno a los godos, asentados por Aureliano en Dacia, al norte del Danubio, hacía un siglo; desde entonces, estos godos, establecidos al oeste de sus hermanos de Ucrania, los oster-gothen u ostrogodos, llamábanse west-gothen o visigodos. Tampoco ellos fueron capaces de resistir la marea procedente del este y pidieron al emperador Valente asilo en territorio romano. Concedido éste en el año 376, los visigodos atravesaron el Danubio. Aquello fue un acontecimiento histórico de importancia capital. Por vez primera, un pueblo entero obtenía autorización para asentarse en el interior de las fronteras del imperio y vivir en él como nación independiente, con sus propias leyes y peculiares gobernantes. De todos modos, los dos funcionarios romanos que recibieron la misión de dar a los refugiados sus nuevos territorios y ocuparse de su subsistencia, no tuvieron una tarea fácil. Los visigodos acusaron a los romanos de haberlos retenido en la orilla sur del Danubio hasta que sus reservas de víveres se agotaron, obligándolos así a comprar víveres a sus protectores a precio de oro. Los visigodos sufrieron tanta hambre, que vendieron como esclavos a sus mujeres y a sus hijos.

A tal extremo llegaron, que colmó la cólera su medida y tomaron las armas contra Roma. El ejército romano fue arrollado y los godos se multiplicaron en furiosas oleadas, saqueándolo todo a su paso, a través de la península balcánica, donde se les unieron sus compañeros de raza que servían en las legiones del imperio. El emperador Valente preparó una enérgica contraofensiva, pero en Adrianópolis los godos obtuvieron una nueva victoria: el mismo emperador pereció en la fuga (378).

División del Imperio Romano.

Mapa de la división del Imperio Romano, con los reinos  germanos
En el 395, Teodosio dividió el Imperio Romano, el occidente sucumbiría a las invasiones germanas en menos de un siglo.

Aunque por poco tiempo, el emperador Teodosio salvó al Imperio de esta situación desesperada. Alistó en gran escala a mercenarios godos y consiguió así dominar a los sublevados y congregarlos en las regiones situadas al sur del Danubio, que en principio se les había asignado. Pero los visigodos no se dejaban dominar tan fácilmente. Diez años más tarde volvieron a probar fortuna. Dirigidos por Alarico, «el más noble de los godos», invadieron de nuevo la península balcánica. Al principio, después de violentos combates, Estilicón, general de origen vándalo, casado con una sobrina del emperador, consiguió frenar las acometidas godas. Pero al morir Teodosio en 395, la situación empeoró. El Imperio fue repartido entre sus dos hijos, Arcadio y Honorio. No se trataba ahora de un reparto de responsabilidades de gobierno, como en tiempos de Diocleciano, sino de una división total y permanente. En adelante habría un Imperio Romano de Oriente (Imperio Bizantino), con capitalidad en Constantinopla, y un imperio romano de Occidente, con capital nominal en Roma, aunque, de hecho, en Milán.

Pronto surgió una lucha entre ambos imperios, a causa de la marca (o frontera) de Iliria, que antes del movimiento germánico proporcionaba los mejores soldados a las legiones de Roma. Dando pruebas de miopía política, los dos gobiernos imperiales trataron de atraerse a Alarico a su causa y de servirse de los visigodos como peones de su juego. Alarico procuró, desde luego, explotar tan ventajosa situación. Aceptó los ofrecimientos del Imperio de Oriente y, en 401, condujo sus hordas a Italia, equipadas con armas suministradas por los arsenales de Constantinopla.

Sinesio se encolerizaba ante la falta de dignidad de las autoridades bizantinas frente a los bárbaros.

En toda familia acomodada -escribió- hay un esclavo escita: cocinero, bodeguero. Escitas son también los que, cargando sillitas en sus hombros, las ofrecen a quienes desean descansar al aire libre. Pero ¿no es como para provocar asombro el que esos mismos bárbaros rubios, que en la vida privada hacen de domésticos, peinados a la moda eubea, nos den órdenes en la vía pública? A esos bárbaros suplicantes se les tiene por aliados en la guerra, se les hace participar en las magistraturas y se les da a esos corruptores de la gestión pública porciones de territorio romano; el emperador torna su magnificencia natural y su generosidad en condescendencia y clemencia. Pero los bárbaros no han comprendido ni apreciado en su valor la nobleza de ese gesto. Atrevidos, se mofan de nosotros. Tienen tanta conciencia de la manera con que merecerían ser tratados por nosotros, como del tratamiento que tenemos la debilidad de depararles.

Sólo Estilicón fue capaz de salvar a Roma de las hordas visigodas y demás pueblos germánicos puestos en conmoción. Pero había en la corte un partido antigermánico que persuadió al mezquino Honorio -casado con una lija de Estilicón- que el célebre capitán sólo, tenía un objetivo: colocar a su propio hijo en el trono. Y el Emperador recompensó al gran vándalo por sus servicios prestados al Imperio
mandándole decapitar (408).

Nada podía favorecer más a Alarico. Quedaba abierto el camino de Roma. Ésta sólo escapó del saqueo pagando al jefe visigodo una suma fabulosa en oro, plata y piedras preciosas. Alarico exigió también tierras para su pueblo. A tal exigencia opuso Honorio una negativa categórica. Como medida de precaución, se había retirado hacía años al puerto de Rávena, al amparo de inmensas marismas infranqueables. En 410, los visigodos volvieron a sitiar Roma. Alarico no se arriesgó a asaltar la ciudad, demasiado bien defendida. Con todo, no pasó mucho tiempo sin que el hambre obligase a la población a abrir sus puertas. Los ávidos visigodos saquearon la ciudad eterna durante tres días y tres noches. Cuando abandonaron la población, arruinada y humillada, llevaban consigo, en su marcha hacia el sur de la península, un inmenso botín y un número incontable de prisioneros, entre ellos a Gala Placidia, hermana del emperador.

Alarico acariciaba el proyecto de llevar sus hombres al África, pero murió antes de ponerlo en ejecución, joven aún y llorado por su pueblo. Le sucedió su cuñado Ataúlfo, que volvió a pasar los Alpes con sus fuerzas y fundó un reino en el sur de la Galia. Entonces se casó con su cuñada, la hermana del emperador Honorio. El hecho que la hija de los césares romanos entregara su amor a un jefe bárbaro y se casara con él por propia voluntad, era algo tan inaudito, que las demás desdichas y humillaciones sufridas parecieron poca cosa a los orgullosos romanos.

A continuación, los visigodos franquearon los Pirineos y extendieron poco a poco su dominio por la península ibérica. En España se enfrentaron con otros pueblos bárbaros, llegados allí recién antes que ellos.

El Reino hispano-visigodo.

Mapa de las invasiones de los pueblos germanos a Hispania. Alanos, vándalos y visigodos.
Vándalos, alanos y visigodos, pueblos germánicos que conquistaron Hispania.

En 409, suevos, vándalos y alanos habían invadido la península Ibérica y estuvieron saqueándola durante algún tiempo. Los visigodos lograron arrinconarlos en el transcurso de varios años de duras y cruentas luchas. Se calcula que unos 250.000 visigodos dominaron entonces a una población hispano-romana de cerca de seis millones de habitantes.

La monarquía visigótica era nominalmente electiva y de confesionalidad arriana, en oposición al cristianismo ortodoxo de los dominados. Esta circunstancia religiosa se vio agravada por una dualidad jurídica humillante y costumbres en su totalidad diferentes entre conquistadores y sometidos, pues el rey Eurico (466-484) promulgó un código destinado sólo a los visigodos, y su hijo y sucesor, Alarico II (487-507), una legislación diferente para los hispano-romanos, que se denominó Breviario de Apiano, inspirada en las leyes romanas.

El creador de la grandeza visigoda fue el rey Leovigildo (568-586), que logró pacificar extensas zonas siempre perturbadas por aires de revuelta. La peor sedición provino de su hijo Hermenegildo, convertido al catolicismo. Tras una rápida guerra, LeovigiIdo se apoderó de su hijo y lo hizo ejecutar. Para los hispano-romanos fue una situación amarga. Habiéndose percatado de lo impolítico de su medida, se dice que recomendó a su hijo Recaredo convertirse al catolicismo para salvar la monarquía. En 589, Recaredo oficializó el cristianismo ortodoxo; luego ahogó en sangre el revisionismo arriano.

La falta de continuidad dinástica y de un derecho común desarticuló pronto la obra de Recaredo.

A Recesvinto (653-672) se debe la promulgación del Fuero Juzgo o «Libro de los juicios», leyes aplicables por igual a visigodos e hispano-romanos, paso importante en favor de la unión de ambos pueblos. El gobierno de su sucesor, Wamba (672-680), representa el último esfuerzo para aunar a sus súbditos en el momento histórico en que los musulmanes ya eran por completo dueños del norte de África. Abolió la famosa «ley de raza», que prohibía los matrimonios de visigodos con naturales del país, política racista que había impedido la formación de una conciencia nacional solidaria, como queda indicado. Tal medida, empero, estaba ya sobrepasada por los hechos.

Es casi seguro que el elemento hispano nunca se sintió solidario de los visigodos, como parece desprenderse de la fácil conquista de la península por los musulmanes en 711; desde el punto de vista cultural, ese elemento no renegó de la pauta marcada por la herencia de Roma, dignamente representada por san Isidoro, obispo de Sevilla, autor de una especie de enciclopedia de su época, titulada Etimologías.

Desde el punto de vista político, también quedó un rescoldo de presencia romana, reavivada desde la ocupación por el Emperador bizantino Justiniano, de una faja de territorio meridional, que los bizantinos pusieron bajo dependencia de la prefectura de África, con su nombre tradicional de Bética (549). A partir de Leovigildo y sus sucesores, este territorio fue mermando considerablemente, hasta que Suintila (621-631) logró reinar en toda la península.

Pese a la constitución electiva de la monarquía visigótica, algunos reyes consiguieron en varias ocasiones instaurar el régimen hereditario: Teodoredo y sus hijos—Turismundo, Teodorico y Eurico; Leovigildo, Recadero y Liuva II; Chindasvinto y Recesvinto—. No obstante, los visigodos mantuvieron en líneas generales el sistema de la monarquía electiva.

Los últimos monarcas visigodos se enfrentaron con problemas religiosos —persecuciones antisemitas, quejas de los concilios toledanos— e intrigas palaciegas. Rodrigo, el último rey, fue arrollado por la invasión musulmana en 711.

Vándalos y burgundios cruzan el Rin.

Mapa del imperio romano y los pueblos bárbaros del norte
El Imperio Romano tardío y los pueblos bárbaros de su periferia.

Las ofensivas godas tuvieron funestas consecuencias para el Imperio Romano de Occidente. Para proteger Italia, Estilicón se había visto obligado a sacar fuerzas del Riny desguarnecer esa importante frontera, contra la que habían dirigido sus tiros los germanos durante tantos siglos. Estilicón la dejaba casi indefensa.

Cuando, a comienzos del siglo V, las tropas romanas ocupantes de la orilla del Rin eran poco numerosas, los germanos rompieron las fortificaciones del limes. Otras tribus germánicas, siguiendo el ejemplo de los visigodos, invadieron el Imperio occidental. Algunas de estas invasiones tuvieron carácter transitorio, pero muchas tribus bárbaras se asentaron en territorio romano y no consintieron ya en ser expulsadas.

Los primeros invasores fueron los vándalos, compatriotas de Estilicón, emparentados racial e idiomáticamente con los godos. Pasaron el Rin, penetraron en las Galias, que recorrieron de parte a parte, y, después de atravesar los Pirineos, conquistaron el norte de España. Tiempo después, fueron derrotados por los visigodos y empujados hacia el sur de la península. Su nombre parece hallarse en la etimología de la voz Andalucía (Vandalucía), como el de los visigodos acaso también en la de Cataluña (Gotland, Gotalaunia).

En 429, los vándalos atravesaron el estrecho y desembarcaron en África, dirigidos por su rey, Genserico, uno de los príncipes bárbaros más crueles de su tiempo. Tribus moras se unieron a los vándalos y, en poco tiempo, destruyeron las defensas romanas. Durante el asedio a la ciudad de Hipona, en 430, murió su obispo, el célebre padre de la Iglesia, san Agustín.

Comparados con los indígenas, los vándalos eran poco numerosos; para asentar su dominio, les era indispensable mantenerse unidos. Genserico arrebató sus tierras a todos los propietarios romanos de la región de Cartago y las entregó a sus vándalos; los demás habitantes hubieron de pagar tributo al rey germánico.

El reino de los vándalos constituía el segundo de los Estados germánicos en territorio romano. El tercero fue fundado por los burgundios. Como los godos y los vándalos, este pueblo era quizás también oriundo de Escandinavia. La isla de Bornholm se llamaba antiguamente «Borgundarholm» (isla de los burgundios). Los burgundios desembarcaron en el continente entre el Oder y el Vístula. Desde allí pueden seguirse sus huellas a través de Alemania hasta el actual Palatinado, donde fundaron un reino. En el año 436, este reino sucumbió en una horrible lucha contra los hunos, cuyo eco recoge la célebre Canción de los Nibelungos. Del pueblo burgundio quedó poca cosa. El Imperio Romano de occidente les asignó nuevas tierras en una región del Ródano, que después se denominaría ducado de Borgoña, en honor suyo.

Anglos y sajones en la Gran Bretaña.

Britania había sido el puesto septentrional más avanzado del Imperio Romano. Mientras la tempestad se desencadenaba en la parte central del Imperio, los bretones leales y civilizados tenían conciencia de vivir en un rincón retirado del mundo, abandonados a sus propios medios.

Al norte del muro de Adriano habitaban los enigmáticos pictos, pueblo muy belicoso, cuya lengua ignoramos, pero cuya civilización nos ha dejado vestigios de piedra en Escocia y en sus islas. Irlanda estaba poblada por tribus celtas, de la misma raza que los bretones; sin embargo, nunca habían tenido contacto con el cristianismo ni con la civilización romana. La más conocida de ellas es la de los escotos, que pasaron más tarde a Escocia, dando nombre a esta región.

En tiempos del Emperador Valentiniano, hacia 370, los bretones fueron atacados por todas partes. Junto con los anglos de la península de Jutlandia, los sajones de la llanura nordalemana realizaron una expedición de saqueo a Britania. Un general hispano, el futuro emperador Teodosio, atravesó el canal con un ejército reclutado atoda prisa, rechazó a los invasores y castigó de modo ejemplar a los pictos de Escocia y a los escotos de Irlanda. La victoria permitió a los bretones tomar aliento, aunque en la primera mitad del siglo V perdieron la última esperanza de ser ayudados por Roma, pues sus legiones fueron retiradas de Britania.

Leyendas célticas.

Con los soldados romanos desapareció la base de la civilización latina. Con paso lento pero seguro, la bella Britania cayó de nuevo en la barbarie. El recuerdo de sucesivas épocas sombrías, de saqueos y asaltos continuos de los bárbaros y de la resistencia desesperada de los nobles bretones, se conserva en los relatos del rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda. El rey Arturo debió ser un hombre terrible para la guerra. Al frente de sus bretones derrotó al enemigo en doce batallas; en la última de ellas, la más decisiva, aniquiló él mismo con su espada, «Excalibur”, a más de diez mil enemigos. Los hechos relatados, de ser históricos, podrían haberse desarrollado principalmente en el sudoeste de Inglaterra, donde los celtas resistieron mucho tiempo las oleadas sucesivas de los asaltantes germánicos.

Una de las más célebres sagas es la de Walewein, uno de los caballeros de la Mesa Redonda. Después de un banquete, entró por la ventana un tablero de ajedrez de belleza extraordinaria.

El rey Arturo estaba sentado
en su salón de Carlicien,
como tenía por costumbre muchas veces
después de la comida…
Cuando he aquí que fueron testigos de un gran prodigio:
vieron que un tablero entraba por la ventana.

Pero el tablero dio unas vueltas en el aire y se fue por el mismo sitio:

Al instante se fue por los aires
como había venido
…Allí habló el rey Arturo:
Por mi corona real
que me ha parecido bonito este tablero.
Mirad, amigos, cuál fue el motivo
de haber llegado hasta aquí.
Quien no tema el esfuerzo
y corra tras el tablero
para traérmelo a mi poder,
le entregare todo mi reino
y después de mi muerte será recompensado
con mi propia corona.

Walewein respondió a la invitación del rey y, tras muchas aventuras, consiguió al fin traer el tablero de ajedrez al monarca.

Es preciso reconocer que estas maravillosas sagas sólo son, en realidad, fantasías de pueblos vencidos. A la larga, los bretones hubieron de someterse a los tenaces anglosajones, que eran paganos. El mensaje cristiano no encontró eco en el alma de los invasores; las iglesias cristianas fueron demolidas o se arruinaron poco a poco. Estos germanos tampoco se mezclaron con la población autóctona. Algunos bretones se retiraron a las montañas del País de Gales y Cornualles; otros atravesaron el canal de La Mancha y se asentaron en la península francesa de Armórica, a la que dieron el nombre de Bretaña, en recuerdo de la patria perdida. Los anglosajones no lograron asentarse de modo definitivo en el País de Gales. En Cornualles, la población habló, hasta bien entrado el siglo XVIII, exclusivamente, un dialecto céltico.

Con su peculiar espíritu de simplificación al relatar sucesos históricos, los antiguos cronistas ingleses cuentan que la dominación anglosajona se inició en la isla cuando sus jefes Hengist y Horsa (ambos nombres significan «caballo») fueron llamados en ayuda del rey bretón Vortigern contra los escoceses y los pictos, hacia el año 450. Llegaron a Kent con sus guerreros, rechazaron al enemigo y obtuvieron licencia para asentarse en la desembocadura del Támesis. Mientras los bretones y germanos celebraban un banquete, el rey Vortigern se enamoró hasta tal punto de la bella Rowena, hija de Hengist, que la pidió en matrimonio y entonces ya no supo negar nada a los germanos, resignando el poder en sus manos. Destronado Vortigern, acabó sus días en cautividad.

Los hechos no sucedieron, en realidad, de modo tan simple. Con el tiempo, los germanos fundaron pequeños reinos en diversos lugares del territorio conquistado. Los jutos o daneses se asentaron en Kent. Los sajones avanzaron más a poniente, hacia el Wessex («país de los sajones del oeste») y el Sussex («país de los sajones del sur»); ocuparon también la desembocadura del Támesis, en el Middlesex («país de los sajones del centro») y en el Essex («país de los sajones del este»). Los anglos o ingleses, que acabaron dando su nombre a toda Inglaterra, se dirigieron al centro y hacia Norfolk («pueblo del norte») y Suffolk («pueblo del sur»), reunidos con el nombre de East-Anglia.

Mientras el paganismo se extendía de nuevo por la antigua Britania imperial, el cristianismo florecía en Irlanda, la verde isla situada al oeste. Y allí se desarrolló una iglesia cristiano-ortodoxa, distinta a la que el Papa mantenía bajo su férula patriarcal, iglesia que con el tiempo sería de primordial importancia para Europa occidental. La primera, además, en abrir brecha en el formidable muro del paganismo que anglos y sajones habían levantado en torno a Inglaterra.

Atila «el azote de Dios».

Una vez que los hunos hubieron arrojado a los godos de Europa oriental; se establecieron en las estepas al norte del Danubio, en las regiones actuales de Hungría y Rumania. Desde allí se extendió sin cesar su dominio, de suerte que los hunos acabaron reinando como dueños y señores desde el Cáucaso hasta el Rin y desde el Danubio hasta cerca del Báltico.

En el año 423, un oficial del Imperio Romano de Occidente llegaba a Hungría. Se llamaba Aecio. Un usurpador se había hecho proclamar emperador en Rávena y Aecio venía en su nombre a contratar a los hunos como mercenarios. Sus negociaciones tuvieron éxito, pero al llegar con sus sesenta mil hunos a Italia, la revuelta había sido sofocada y muerto el usurpador. Aecio no se desconcertó en absoluto. Se puso sencillamente al servicio del régimen que había querido derribar y, después de pasar algunos años en las Galias, fue elevado al cargo de general en jefe por Placidia, madre del emperador niño, la misma hija de Teodosio el Grande, cuyo matrimonio con el príncipe visigodo Ataúlfo provocara tanto escándalo. De esta manera, Aecio se convirtió, de hecho, en soberano del Imperio Romano de Occidente.

Más de una vez se ha llamado a Aecio «el último de los romanos», y no sin razón. Habiéndose propuesto como ideal de su vida devolver al imperio los países perdidos con las invasiones germánicas, no vaciló en aliarse con los mismos hunos para alcanzaresta meta. Durante un tiempo dispuso de su eficacísima ayuda, pero al convertirlos en el sostén del Imperio, originaba un peligro mayor que el de los propios germanos. Así se demostró en su cruda realidad cuando, en 438, los hunos tuvieron en Atila un monarca de excepcional categoría.

Según Jordanes, Atila «era hombre de ademanes arrogantes, tenía una mirada singularmente ágil, aun cuando cada uno de sus movimientos dejaba traslucir el orgullo de su poderío”. Prisco cuenta una recepción en el campamento de Atila:

«Había mesas a cada lado de la de Atila. Un primer sirviente llevó ante Atila un plato de carne; detrás de ése, otros distribuyeron pan y luego otros, depositaron legumbres sobre la mesa. Pero mientras para los otros bárbaros, como asimismo para nosotros, los manjares venían bien arreglados en vajilla de plata, a Atila se le sirvió en una escudilla de palo, y únicamente carne. En todo mostraba la misma austeridad. Su vestido era simple y no ofrecía otro lujo que la limpieza. Aun su espada, los cordones de sus calzas, las riendas de su caballo no estaban, como las de los demás escitas, adornadas de oro, gemas ni materiales preciosos algunos (…). Cuando vino la tarde, se encendieron antorchas. Dos escitas se ubicaron frente a Atila y recitaron cantos compuestos por ellos para celebrar sus
victorias y virtudes guerreras. Después apareció un orate, que se explayó en dislates e inepcias completamente horras de sentido común, haciendo reír a carcajadas a todo el mundo».

En 451, el «azote de Dios», como la historia ha apodado a Atila, lanzó sus hordas contra el Imperio Romano de Occidente. Partiendo de Hungría, sus formidables ejércitos -medio millón, según la tradición- avanzaron en masa, pasaron el Rin e invadieron Galia, quemando y robando todo a su paso. La civilización occidental estaba herida de muerte.

Incluso en los momentos más críticos, Aecio supo conservar su sangre fría y el equilibrio de un romano antiguo. Se dirigió a toda prisa a las Galias y asumió en persona el mando supremo del ejército, constituido principalmente por burgundios, francos y otras tropas germánicas. Al mismo tiempo mandó emisarios al rey de los visigodos para pedirle ayuda, demanda atendida por el viejo Teodorico, que convocó a todos sus hombres hábiles y acudió en su auxilio.

Los campos cataláunicos.

El memorable encuentro entre ambas fuerzas antagónicas tuvo efecto en los Campos de Chalons, extensa llanura de la Champaña. La batalla duró desde el alba hasta el anochecer. Los germanos, opuestos aquí a los hunos, simbolizaban al Occidente contra el Oriente; quizá no se haya visto jamás en la historia que dos fuerzas combatieran con odio tan feroz. Según la tradición, sucumbieron más de veinte mil hombres. Los visigodos sintieron el dolor de ver perecer a su anciano y valiente rey Teodorico. Pero no cedieron, sino al contrario: en plena y sangrienta lucha, izaron al hijo del héroe muerto sobre sus escudos abollados—los antiguos germanos proclamaban un nuevo rey levantándolo sobre el «pavés»—y reanudaron la lucha. Cuando se ocultó el sol y se extendieron las sombras sobre los Campos Cataláunicos, la fuerza ofensiva de los hunos quedaba aniquilada. Atila se retiró del campo de batalla y refugióse en su campamento de carros.

Los visigodos quisieron atacar de inmediato el campamento huno y asestar el golpe de gracia, pero Aecio se opuso a ello. El romano era tan sagaz político como buen capitán. No quiso aniquilar a los hunos, pues Roma quizá pudiera necesitarlos algún día para contrarrestar a los visigodos o a otros pueblos germánicos. De este modo, con gransorpresa suya, Atila encontró libre la retirada; el jefe de los hunos agrupó el resto de sus tropas y se dirigió, tan pronto como pudo, a las llanuras magiares. Apenas pasado un año, Atila reapareció de súbito en escena. Esta vez era Italia entera la amenazada. Los hunos invadieron las llanuras del Po por la frontera septentrional. El camino de Roma aparecía libre ante ellos y ningún poder del mundo era capaz de salvar la ciudad de tales hordas a caballo. Sin embargo, ocurrió algo increíble, un enigma que nadie ha sabido explicar: Atila no llegó a Roma. De modo inesperado, dio media vuelta y regresó por el camino por donde viniera.

Poco tiempo después, de este a oeste, se exhaló un suspiro de alivio: el «azote de Dios» había dejado de existir, según tradición, muerto por la bella Hildegunda—o Ildico—, hija del rey de los burgundios, a quien forzara a casarse con él. Entre galos y germanos, la memoria de Atila se perpetúa en innumerables relatos legendarios; con el tiempo, su figura adquirió proporciones gigantescas. Los magiares, que ocuparon Hungría («país de los hunos») desde comienzos del siglo XI, enarbolarían el emblema de Atila en sus estandartes al aparecer por vez primera en Europa y lo considerarían uno de sus héroes nacionales. En los cantos de la Edda escandinava se le llama Atli, y Etzel en la Canción de los Nibelungos. Con la muerte de Atila, el poder de los hunos se derrumbó. Los pueblos germánicos sometidos por ellos se sublevaron y poco después el temido reino de los hunos desaparecía para siempre.

El hombre que opuso una barrera definitiva a la ofensiva de los hunos no sobrevivió más de un año a su temible adversario. Tuvo el mismo final que su célebre predecesor, el vándalo Estilicón. Las intrigas y la calumnia hicieron mella en el aún más mezquino Valentiniano III. Tras una violenta escena sostenida con el general, el propio Emperador asesinó al gran estadista a puñaladas. Meses más tarde, los amigos de Aecio lo vengaron dando muerte al Emperador durante un desfile militar.

Mientras tanto, el rey vándalo de Cartago esperaba el momento en que le sonriera la suerte. Cuando ya no hubo nada que temer, Genserico se dispuso a «vengar la muerte del Emperador». Es posible que fuese invitado a ello por la viuda de Valentiniano, Eudoxia, hija de un Emperador bizantino, ya que los nuevos dueños de Roma querían obligarla a casarse con el sucesor de su esposo asesinado. De todas formas, no pasó mucho tiempo sin que una flota vándala surcase la desembocadura del Tíber; días después, Genserico y los suyos hollaban el suelo de Roma. Era el año 455: Roma sufrió un saqueo aún más horroroso que el que soportara con los visigodos 45 años antes. Durante dos semanas se desmandaron las insaciables hordas por la ciudad y se llevaron todo cuanto tenía algún valor.

Cuando los navíos de Genserico levaron anclas rumbo al África, llevaban cuantiosos objetos preciosos y algunos cautivos ilustres. La emperatriz Eudoxia, casada a la fuerza con el senador Máximo y viuda por segunda vez, se encontraba a bordo con sus dos hijas. Una de ellas se casaría más tarde con el hijo mayor y sucesor de Genserico. Tras el horizonte lejano quedaba Roma profundamente humillada. Seis siglos habían transcurrido desde que la República romana, con su amargo rencor, arrasara Cartago y arara el suelo de esta orgullosa ciudad. Ahora el ciclo de la historia había dado un giro
completo: la nueva Cartago vengaba a la antigua.

Retrato antiguo de un hombre y portada de un libro
Profesor Carl Grimberg y la portada del tomo III de su Historia Universal.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IX EL BAJO IMPERIO Y LA MONARQUÍA ABSOLUTA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

VER ÍNDICE GENERAL DE LA OBRA POR CAPÍTULOS.


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