Logotipo con el texto "infoupar.com" con letras blancas sobre un fondo azul.

Antecedentes de la Segunda Guerra Mundial

Imagen relacionada con mapas de guerra e instrumentos ópticos

VER ÍNDICE DE LA OBRA POR CAPÍTULOS.

CONTENIDO DE ESTE ARTÍCULO.

  1. Las potencias al despuntar el siglo XX.
  2. Estalla la Primera Guerra Mundial.
  3. El Tratado de Versalles.
  4. El período de entreguerras.

Las potencias al despuntar el siglo XX.

Las guerras no empiezan por casualidad. Frecuentemente son provocadas por el deseo de notoriedad o afán de poder de inquietos gobiernos o pueblos, y sus causas más profundas radican en fondos históricos en donde tienen su origen aquellas energías que, lentamente, pero de forma avasalladora van abriéndose camino y condicionan esencialmente el curso de los acontecimientos. Tampoco la Segunda Guerra Mundial fue, solamente, el resultado de unas decisiones precipitadas. Su material inflamable ya hacía mucho tiempo que se había ido acumulando. Hemos de retroceder varias generaciones para comprender cómo pudo llegarse a esta crisis.

Durante este período cambiaron fundamentalmente las condiciones de vida de la humanidad civilizada. La ciencia y la técnica habían ampliado el escenario geográfico de la historia, pero, al mismo tiempo, este resultaba mucho más limitado para todos aquellos que podían utilizar los modernos medios de locomoción y transmisión de noticias. Con ello se multiplicaban las relaciones de dependencia mutua entre las ciudades, las tendencias y las circunstancias. Al mismo tiempo incitaba el fanatismo al pogreso, la ambición de los pueblos, y sus ansias de salvación ya no se correspondían con las antiguas creencias religiosas, sino que buscaban y encontraban nuevos valores que no proporcionaban un consuelo para la vida en el más allá. Las ideologías seudocientíficas dejaban a un lado a las religiones.

El progreso de la ciencia y la técnica se vio acompañado por un inusitado aumento de la población. El número de habitantes en occidente se había mantenido hasta 1815 siempre por debajo del límite de los 150 millones, mientras que en 1910 ya contaba Europa con casi 400 millones de habitantes. Pero aún aumentaba mucho más rápidamente la población de los pueblos no incluidos en el viejo mundo: los Estados Unidos contaban en 1910 con 92 millones de habitantes frente a los 53 millones de alrededores de 1800; el Japón presentaba durante las dos primeras décadas de nuestro siglo un incremento anual de 10 a 15 millones. Estas nuevas masas habían de ser alimentadas y englobadas en el proceso y desarrollo económico con el fin de que pudieran colaborar en la conquista de nuevos mercados.

Desde el punto de vista político, la Europa del siglo XX apenas había sabido seguir el ritmo de estos enormes cambios. Su sistema estatal estaba todavía bajo la influencia de la transición de la edad media a la edad moderna, cuando se abandonó la idea de una comunidad basada en la fe cristiana que abarcara a todo el mundo. El poder fue repartido entre los Estados nacionales, soberanos, y cuyas relaciones de dependencia mutua tan llenas de tensiones –unas relaciones regidas por el principio de equilibrio entre el peso y contrapeso “poids et contrepoids”– se correspondía plenamente al modo de pensar del hombre moderno. Estos poderes estaban continuamente en jaque. Cuando el equilibrio era alterado, entonces reaccionaban todos los afectados con exigencias de compensación, la firma de alianzas, tratados subsidiarios o la guerra.

Un papel especial lo desempeñaba en este sistema de equilibrio la potencia que sostenía las balanzas. Esta función fue ejercida desde principios del siglo XVI por Inglaterra. Únicamente este Estado insular se demostró capacitado, partiendo siempre, como es natural, de sus intereses propios, para reanimar con su apoyo al bando que había sido sometido. La supremacía y el equilibrio no constituían, por lo tanto, una oposición, sino que se complementaban. Estas dos tendencias eran contrarias a un dominio universal, enemigo mortal de la individualidad de los Estados Nacionales. Después de haber sometido Napoleón transitoriamente el continente europeo, todos se oponían a que pudieran repetirse estas circunstancias. Llegó incluso a surgir el temor de que una gran potencia pudiera dominar todo el globo terráqueo, y este temor condicionó, en gran manera, el ambiente que reinaba en la era del imperialismo.

Mapa de la África colonial en 1914.
África colonial en 1914.

Tras este recelo general se ocultaba, en la mayoría de los casos, la ambición y la envidia de las masas modernas. Ya no eran ahora Estados feudales al estilo antiguo, que temían por su supervivencia, sino naciones impulsadas por fuertes necesidades, sentimientos y pasiones. Las necesidades y el darwinismo les enseñaron la “lucha por la existencia”. Preocupados, sus dirigentes estudiaban los problemas del rápido crecimiento de la población y de la economía. Al mismo tiempo el continente europeo se vio dominado por un súbito temor al comprobar que los Estados Unidos se extendían desde la costa del Atlántico hasta el pacífico y Rusia conquistaba su “hinterland” asiático. ¿Acaso no veían nacer dos grandes potencias mundiales de una dimensión desconocida hasta entonces, que amenazaba con hundir el occidente por ambos lados? Urgentemente el viejo mundo se lanzó a una expansión en ultramar. Todos opinaban que sólo una atrevida conquista de los territorios de ultramar garantizarían las crecientes necesidades en materias primas, nuevos mercados y puntos de apoyo.

Mientras nacía así el imperialismo en el sentido más limitado, se acumulaban nuevos peligros. No solamente esos afanes de poder eran condicionados por el afán de las masas en busca de un “nivel de vida más elevado”, sino que, precisamente por las mismas causas, el movimiento social experimentaba un nuevo impulso. Carlos Marx y Federico Engels profetizaban una era de guerras imperialistas cuya principal característica sería la íntima unión entre el capitalismo y el pensar nacional, pero que, al final, sería superada por la “dictadura del proletariado” que se realizaría en el marco de la “revolución mundial”. Allí donde el marxismo aceptaba ciertas alianzas con la democracia progresiva, se apilaba infinidad de material inflamable que había de ardes si los antiguos Estados, que no eran regidos por un parlamento, eran arrastrados por los torbellinos de una guerra material de larga duración. Una catástrofe nacional, con regocijo de los marxistas, traería consigo el ocaso de los dioses para aquellas grandes potencias que hasta entonces habían sido regidas por la nobleza y la rica clase burguesa.

Mientras, el sistema de las grandes potencias que se aferraban a este equilibrio, la Gran Bretaña, Francia, Alemania, Austria-Hungría y Rusia, era sustituido por dos coaliciones perfectamente delimitadas cuyos frentes se iban afirmando continuamente. Cada uno de los Estados pertenecientes a estos dos bloques pensaba egoístamente en la conservación de su rango, dado que en caso contrario corría peligro de perder el respeto que le tenía su aliado y, con ello, la relativa seguridad de que gozaba. Rusia y Austria-Hungría habían de evitar cuidadosamente cualquier debilidad en su política exterior, debido a la oposición que reinaba en su interior, puesto que determinadas minorías nacionales, además de los demócratas y socialistas revolucionarios, sólo esperaban la ocasión propicia para arrojarse sobre ellas. La actitud de estos Estados amenazados se hizo cada vez más violenta y virulenta. El peligro de una reacción de corto circuito aumentaba a cada crisis. Y, finalmente, sin quererlo, las potencias europeas se lanzaron a la Primera Guerra Mundial.

Estalla la Primera Guerra Mundial.

Mapa de Europa tras la segunda guerra mundial.
Mapa de Europa tras la primera guerra mundial.

A las potencias centrales, Alemania y Austria-Hungria, a las que pronto se unieron Turquía y Bulgaria, se opusieron Rusia, Francia, la Gran Bretaña con sus dominios, Bélgica, Serbia, Portugal y el Japón, y más tarde Italia, Grecia, Rumania, Estados Unidos y otros países de ultramar. La mayoría de los Estados dirigentes luchaban por afianzar su poder y por aumentar su derecho de voz y voto, unos conceptos que en ninguno de los casos pueden considerarse vacíos, sino que representaban las condiciones previas indispensables de su posición internacional. La política de alianzas y las necesidades de materia prima de la economía de guerra que había sido llevada hasta su punto de tensión máximo, las consideraciones sicológicas y los deseos de compensación, produjeron muy pronto deseos de conquista, incluso planes de reparto que hallaron su expresión por parte de las potencias centrales en los tratados de paz con Rusia y Rumania y por los Aliados en los tratados secretos para la desmembración de Alemania, Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria.

La actitud de las naciones revela de un modo todavía más claro el desarrollo que condujo a las guerras de destrucción. Muy acertadamente, George K. Kennan ha dicho que la democracia del siglo XX hace gala de un patente pacifismo, pero dispuesta siempre a transformarlo en un conflicto militar, cuando éste ya ha estallado. En la propaganda se presenta entonces al enemigo como la encarnación de todo lo malo. Las propias ansias de poder son encubiertas entonces con declaraciones morales. Por ejemplo, el gobierno británico trató de justificar su intervención en la guerra del año 1914 por su enojo y aversión a la violación de los tratados. Más tarde combatieron los aliados con parecidos argumentos la nueva estructuración estatal europea. El sistema de equilibrio que había dominado hasta entonces fue abandonado como restos de una política autocrática. La intervención de los Estados Unidos (1917) dio a la declaración de los objetivos bélicos del occidente esta justificación moral-legal.

El presidente americano Woodrow Wilson expuso en 1918, en su “programa de los catorce puntos”, los pensamientos básicos de una nueva ordenación mundial que entrañaba grandes promesas. Deseaba una “paz sin vencedores ni vencidos”. No sería necesario restablecer el equilibrio entre las potencias, ya que una jerarquía desconocida hasta entoncer –el “santo Covenant” de la Sociedad de las Naciones– solucionaría todas las diferencias en un nivel superior, no sólo como medio de la estabilización, sino también para revisar cualquier error que hubiera podido deslizarse. Arrastrada por la “voluntad organizada de la humanidad” habría de serle posible instaurar “el reino del derecho y de la justicia”. Anulando de una vez para siempre la diplomacia secreta y creando ciertas medidas para estimular la unidad económica, una compensación colonial, la libertad de los mares, el reconocimiento del derecho de la autodeterminación de los pueblos y por medio del desarme podría llegarse a alcanzar este sublime objetivo.

El programa de Wilson, que se convirtió en el eco del llamamiento a la paz por parte de los bolcheviques, que mientras tanto habían llegado al poder en Rusia, encontró fuertes objeciones en todas partes. Los expertos lo consideraban con gran escepticismo, pues el “derecho de autodeterminación de los pueblos” no sólo amenazaba a las antiguas monarquías militares, sino que había de provocar asimismo un violento nacionalismo entre los pueblos de color dominados por el occidente. Los buenos fines no eran obstáculo para que Wilson aplicara su programa de un modo injusto y desigual, y por ejemplo, calificara de “injusticia” la nueva anexión de Alsacia-Lorena, en 1871, a Alemania, pero sí daba por válidas ciertas reclamaciones de los polacos y checos que aún no contaban con un Estado propio. El presidente no mostraba la menor comprensión por aquellas relaciones de dependencia mutua en que se basaba la historia. Decía que el viejo continente había sido democratizado tan profundamente por la guerra y la intervención americana que sus naciones y sus pueblos debían ser congregados en una unión como antaño los pequeños grupos de los padres peregrinos.

Pero para ello faltaban las condiciones previas. Cuando el canciller alemán se declaró dispuesto a negociar la terminación de la guerra sobre la base de los “Catorce Puntos”, exigieron, en primer lugar, que Alemania entregara todas sus armas. Y ya no se volvió a hablar de una paz justa sin vencedores ni vencidos. Cuando fue redactado el tratado de paz fueron dejado de lado o tergiversados casi todos los principios que, según Wilson, habían de contribuir a crear un mundo mejor. Con amenazas, los vencedores lograron imponer sus duras condiciones. Alemania, que había puesto fin a la lucha confiando plenamente en las proposiciones conciliadoras del presidente americano y que ahora se veía engañada, protestó sin éxito contra este dictado. Y tampoco fueron tenidas en cuenta las objeciones y protestas por parte de Austria, Hungría, Bulgaria y Turquía. La Entente no supo comprender que a la larga había de resultar imposible arrebatarles a un grupo de naciones europeas su derecho de igualdad.

El Tratado de Versalles.

Mapa conceptual del tratado de Versalles.
Consecuencias del Tratado de Versalles.

El resultado de la Conferencia de París fue muy doloroso para los vencidos. Por decisión del Tratado de Versalles, Alemania hubo de ceder Alsacia-Lorena a Francia y las provincias de la Prusia occidental y Posen, así como parte de Pomerania al recién creado Estado polaco. Danzig fue convertida en “ciudad libre” y, lo mismo que la región de Memel, las colonias alemanas, colocadas bajo mandato de la Sociedad de las Naciones. Los plebiscitos habían de decidir única y exclusivamente sobre el destino del norte de Schleswig. La Prusia oriental meridional, la Alta Silesia y una franja a lo largo de la frontera belga. En Versalles fue creado igualmente el llamado territorio del Sarre. Las minas fueron cedidas a Francia, mientras que la región del Sarre quedaba durante quince años bajo el fideicomisado de la Sociedad de las Naciones. Durante el mismo período, la orilla izquierda del Rhin, así como también determinadas cabezas de puente al este de dicho río habían de continuar ocupadas por las tropas aliadas. El tratado preveía la evacuación única y exclusivamente en el caso de que fueran cumplidas al pie de la letra, todas las otras condiciones (desarme, reparaciones, entrega de bienes y materiales, etc.).

Las condiciones de paz impuestas a los antiguos aliados de Alemania superaban, en parte, en dureza a las de ésta. La antigua Austria-Hungría –una estructura estatal sumamente compleja cuya artificiosa administración ya había resultado muy difícil en la época del nacionalismo debido a la existencia de grupos raciales tan entrelazados como diferenciados por sus problemas sociales– se había derrumbado en el año de 1918. A los alemanes austríacos les fue prohibida la reunión con el Reich en contra de la libertad de opción, un deseo de reunificación que se fue agudizando a medida que aumentaban las dificultades económicas. Hungría se vio reducida a sólo una fracción de sus antiguos territorios de soberanía. Austria fue aislada del mar y desarmada casi de un modo absoluto. La moderna Turquía –una fracción del también desaparecido Imperio Otomano– había de abarcar ya única y exclusivamente Asia Menor. Bulgaria perdió Macedonia occidental, la Dobrudja meridional y su salida al Egeo.

El fin del zarismo, el hundimiento de la monarquía de los Habsburgo y la derrota de Alemania fueron como si se abriera una caja de semillas. La consecuencia fue el nacimiento de una serie de minorías nacionales. En tanto que Alemania había de ceder unas minorías nacionales relativamente pequeñas compuestas por polacos, lituanos y daneses, del Imperio zarista se desligó la masa de los polacos, finlandeses y de los pueblos bálticos. Con el hundimiento de Austria-Hungría conquistaron su independencia, conjuntamente con una tercera minoría de los polacos residentes en Galitzia, el pueblo de los magyares, los checos y los eslovacos, los rumanos de Transilvania, los eslovenos, los croatas, los bosnios y también los italianos residentes en el sur del Tirol e Istria. Una parte de las naciones del este de Europa fue mezclada en el drama de la guerra civil rusa. Casi todos esos pueblos se enfrascaron en violentas luchas para la conquista de nuevos territorios.

Los polacos se apoderaron de extensos territorios de la Alemania Oriental, de Ucrania y de la región de Vilna. Los nacionalistas lituanos invadieron el país de Memel. Los checos se anexionaron Hungría septentrional, el país de los sudetas, la Carpato-Ucrania. Las tropas rumanas ocuparon las franjas costeras de la Dobrudja, Besarabia, la Bucovina y Transilvania. El reino de los Serbios y Croatas, la futura Yugoslavia, proclamada en Belgrado, abarcaba, además de los países de los dos pueblos eslavos del sur más grandes, también a Eslavonia, Bosnia, Herzegovina, Montenegro y la región de Macedonia occidental cedida por Sofía, mientras que sus gobernantes dirigían a sus masas armadas a Karintia y Albania con la pretensión de anexionarse toda Bulgaria. Casi siempre que se hizo uso de la fuerza en estos cambios del mapa, fue derramada la sangre, se cometieron injusticias y minorías enteras cayeron bajo el yugo de un dominio extranjero. Los nuevos “Estados sucesores” de la antigua monarquía de los Habsburgo eran ahora un pálido reflejo de aquella Austria-Hungría que hasta hacía muy poco todavía había sido calificada como la “prisión de los pueblos”.

Mapa del desmembramiento de Hungría.
Desmembramiento de Hungía tras la Primera Guerra Mundial.

En estas circunstancias el fracaso de la Sociedad de las Naciones resultó más grave todavía. Wilson había tenido la mala ocurrencia de acoplar la “Liga de las Naciones” al Tratado de Versalles, dado que quería convertirla en la parte integrante del recién creado sistema de paz y de esta forma facilitar posibles revisiones. Lo que sucedió en realidad, fue muy poco adecuado para la posterior realización de una paz justa. Fue creado el parlamento mundial en Ginebra, conservando su plena soberanía los Estados miembros y precisando de la unanimidad en todas las resoluciones de importancia. Su imperfección quedaba patentizada por la ausencia de las tres naciones más extensas territorialmente (los Estados Unidos, Unión Soviética y China). Y finalmente, el hecho de que fueran postergados los vencidos arrojaba una luz muy desfavorable sobre la Sociedad de las Naciones. Todo hacía sospechar que los Estados vencedores querían convertir la Liga de Ginebra en un instrumento de su política particular. En realidad, la Sociedad de las Naciones logró resolver muy pocos pleitos. A pesar de los debates, que se fueron alargando durante muchos años, no se llegó a ningún acuerdo concreto sobre el desarme y tampoco fue solucionado a tiempo el problema de las reparaciones.

Precisamente, la cuestión del desarme estaba íntimamente ligada a la política de la Sociedad de las Naciones. Se había procedido al desarme del Reich alemán hasta el límite de las posibilidades, o que parecía autorizar la “seguridad interior” de la República de Weimar con vistas a los intentos de rebelión de los espartaquistas. No querían que el Reich pudiera contar con un sistema defensivo hacia el exterior. El tratado de paz fijaba que Alemania se comprometía al desarme con el único fin de facilitar de esta forma un límite de armamentos para todas las restantes naciones. Esta fórmula iba a tener graves consecuencias para el futuro, puesto que los restantes Estados no se desarmaron, ni tampoco confirieron a Alemania un derecho moral y legal de restablecer su soberanía e igualdad. En ninguno de los casos podía tomarse en serio a una Sociedad de las Naciones asentada sobre los fundamentos democráticos que no pudiera solventar el problema del desarme.

Un grave obstáculo lo representaba asimismo el problema de las reparaciones y deudas de guerra. Ambos formaban parte del complejo del castigo que había sido impuesto en el año 1919 en contra del parecer de los más prudentes. El artículo 231 del Tratado de Versalles, decía que Alemania y sus antiguos aliados eran declarados responsables de todos los daños ocasionados como consecuencia de “su ataque”. Se ha discutido a fondo lo que quería significar esta fórmula, pero el resultado de la discusión es menos importante que sus consecuencias psicológicas: a un lado y otro de las fronteras fueron aumentando los desengaños y amarguras. A este lado del Rhin reconocieron muy pronto que Francia, por medio de la Comisión de Reparaciones que era controlada por ella, pretendía conservar, durante el mayor tiempo posible, a Alemania como un país tributario y, por este motivo, insistía en la “responsabilidad en la guerra” de su vecino país, a pesar de que los historiadores más serios, en todo el mundo, la habían desechado ya. Los franceses temían que Alemania pudiera liberarse de sus obligaciones jurídicas. Mientras que Francia logró imponer duras medidas contra el Reich, se fue transformando la política de las reparaciones en una feroz guerra comercial. Las impresionantes cantidades que Alemania debía pagar, fueron hechas efectivas gracias a los empréstitos americanos y a la inflación. Este fue el origen del tristemente célebre dumping, que obstaculizó tan vivamente la reconstrucción de la economía mundial, que provocó la crisis del año 1929 y preparó el camino a la revolución social.

Los franceses no podían actuar de otro modo frente a Alemania, pues Francia había accedido a apartarse de su verdadero objetivo en la guerra, la completa desmembración del Reich, y se había tenido que conformar, bajo la presión de los anglosajones, con situar la frontera en el Rhin, a base de que los Estados Unidos y la Gran Bretaña le garantizaran la seguridad, pero ninguno de estos países le habían dado esta importante garantía, dado que una mayoría del Senado americano se negaba a ratificar los acuerdos de paz de París. Los Estados Unidos se retiraron de Europa, así como Inglarerra, que desde la guerra, llevaba a cuestas una pesada carga de deudas y rehuía todo compromiso militar en el continente. Por este motivo, incumbía la posición de hegemonía única y exclusivamente a Francia. Pero también el Quai d’Orsay se daban cuenta de lo absurdo de esta situación. Los estadistas franceses sabían que Alemania, a pesar de la terrible derrota que había sufrido, contaba con veinte millones más de habitantes que Francia, y en estas circunstancias, Clemenceau y Poincaré habían de temer la venganza alemana, del mismo modo que Bismarck, después del año 1871, había temido la venganza francesa.

El período de entreguerras.

Pero, a diferencia del canciller alemán, que gracias a su hábil política había sabido aislar a los franceses, Francia no veía por ningún lado a la gran potencia con la que pudiera contar como aliada en plan de igualdad. Los tratados militares firmados en 1920 y 1921 con Bruselas, Varsovia y Praga representaban un débil sustituto de la vieja Entente. E incluso podían resultar perjudiciales para Francia, dado que los problemas fronterizos y de minorías de estos países del centro de Europa eran sumamente delicados, y Praga, y temporalmente también Varsovia, formaban parte de una “pequeña Entente”, lo que les proporcionaba nuevas obligaciones frente a otros dos Estados sucesores del antiguo Imperio de los Habsburgo, es decir, Yugoslavia y Rumania. Si el Reich alemán y Rusia volvían a ocupar el puesto que les correspondía, teniendo en cuenta su número de habitantes, su situación geográfica y su potencial económico, entonces la existencia de los aliados orientales de Francia sería sumamente dudosa y su propia posición de hegemonía completamente insostenible.

Estas perspectivas habían de resultar insoportables para los franceses. Y, por este motivo, se lanzaron a la gigantesca empresa de debilitar al mismo tiempo a Alemania y a Rusia. Francia no solamente estimuló el separatismo renano, las rencillas internas en Baviera y las acciones armadas en las regiones fronterizas de Alemania, sino que aumentó sus exigencias en lo que hacía referencia al pago de las reparaciones y prohibió la unión de Austria y Alemania. Al mismo tiempo apoyaba el general Maxime Weygand en la lucha de los polacos contra el ejército rojo, mientras que la flota francesa ponía rumbo a Odesa para intervenir en la guerra civil rusa. Pero esta política de largo alcance proporcionó un grave desengaño. Como consecuencia de las pretensiones económicas francesas a Alemania, se estableció un primer contacto entre Berlín y Moscú, el tratado de Rapallo (1922). Irritada por sus fracasos, Francia se lanzó a acciones armadas como, por ejemplo, la ocupación de la región del Ruhr (1923). Un momento de respiro concertado por Briand y Stresemann, no duró ,mucho tiempo. El “espíritu de Locarno” revivió muy pronto los antiguos recelos.

La inseguridad de Francia era aumentada también por la forma de proceder tan arbitraria de los italianos y japoneses. Estas dos naciones habían participado en la lucha contra las potencias centrales y, sin embargo, no querían figurar como puntos de apoyo del nuevo orden mundial. En primera instancia, entre estos dos países y los países recién vencidos no existía una enemistad profundamente enraizada y, en segundo lugar, se consideraban a sí mismos como vencidos, dado que sus antiguos aliados no estaban dispuestos a pagar el precio de su intervención en el conflicto armado. Italia sólo recibió, durante la Conferencia de la Paz, en París, el Tirol meridional, Trieste, Istria y la región alrededor de Zara; el Japón la mayor parte del archipiélago de Bismarck. Otras regiones que ya habían sido ocupadas, como por ejemplo, Fiume y Albania, Tsingao y los ferrocarriles chino-orientales, debían ser nuevamente evacuadas.

A Italia le fue negada la solución del Adriático, tan importante para este país en cuanto a su seguridad y poder. No fue autorizada a ocupar cabezas de puente en las costas dámato-albanesas y tampoco tuvieron en cuenta los deseos coloniales italianos, a pesar de que Italia contaba con pocos recursos en lo que se refiere a materias primas, y debido a su elevado índice de nacimientos presentaba con sus 50 mil emigrantes, la cuota más elevada de emigrantes en toda Europa. Mientras que Inglaterra y Francia hacían que la Sociedad de las Naciones les confiara la administración de las antiguas colonias alemanas en África y de restos del Imperio Otomano, las provincias de Palestina y Siria como territorios mandatarios, Italia, que era el país más necesitado, apenas recibió nuevos territorios para destinar a los mismos el excedente de su población.

Al igual que Italia, el Japón también sufrió un gran desengaño. Durante la guerra habían concertado los Estados de la Entente y el Japón, tratados secretos que reconocían sus “intereses especiales” en el Lejano Oriente. Pero apenas terminó la guerra, los Estados Unidos e Inglaterra empezaron a discutir las concesiones que habían hecho. Los anglosajones exigieron para China el principio de “puerta abierta”, y América prohibió al Japón intervenir en contra de los Bolcheviques en el año 1920. En el año 1922, el Imperio nipón se vio obligado incluso a firmar un tratado de limitación de potencial naval cuyas ventajas sólo quedaban del lado de los angloamericanos.

Todo esto defraudó al Japón, puesto que la conquista del continente chino y su protección mediante una fuerza naval representaba la condición previa de su expansión económica. Dado que el exceso de población en las islas japonesas amenazaba con adquirir proporciones catastróficas, el Imperio nipón precisaba de una floreciente industria, de un seguro suministro de primeras materias y de mercados. El Japón carecía de las divisas necesarias para la compra de víveres y materiales. Mientras Europa, la Mancomunidad Británica y los Estados Unidos se refugiaban contra los baratos artículos de exportación tras los muros arancelarios, el mercado chino quedaba cerrado debido a las convulsiones internas y las guerras civiles, la economía nipona se veía amenazada a morir por asfixia. El Japón debía sucumbir o pacificar la China.

La Primera Guerra Mundial dejó muchos problemas sin resolver, y a cada momento que pasaba podían conducir a nuevos y graves conflictos, sin que este latente peligro pudiera ser contrarrestado por un equivalente equilibrio de fuerzas. En lugar del “poids et contrepoids”, no había sido creado un orden mejor. En vano se esforzó la Sociedad de las Naciones en conseguir un estado de paz y armonía entre aquellos Estados y aquellos pueblos que se odiaban. Pero sus bienes liberales y humanitarios no bastaban para domas las fuerzas masivas del siglo XX. La Sociedad de las Naciones había de fracasar, necesariamente, tan pronto como los países vencidos, o aquellos que se sentían engañados, renacieran con nuevas energías y se lanzaran a hacer política de gran potencia de estilo propio.

HELLMUTH GUNTHER DAHMS
La Segunda Guerra Mundial. Ver índice de la obra.


Suscríbete a ROPEROAVENTURAS.COM

Logotipo con el texto "infoupar.com" con letras blancas sobre un fondo azul.