Constantino el Grande

Rostro del emperador romano constantino
Busto de Constantino, museos capitolinos.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IX EL BAJO IMPERIO Y LA MONARQUÍA ABSOLUTA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

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Contenido de éste artículo.

  1. La tolerancia religiosa.
  2. El concilio de Nicea.
  3. Los hijos de Constantino.
  4. Influjo del neoplatonismo en Juliano.
  5. Juliano «El Apóstata», Emperador.
  6. El triunfo del cristianismo.

La tolerancia religiosa.

En el año 312, el número de pretendientes al título de Augusto se reducía a dos: Constantino, al que más tarde se apellidó el Grande, y Licinio. Ambos eran grandes capitanes y lo bastante hábiles para no combatirse y para unir sus esfuerzos contra sus rivales. Reducidos éstos a la impotencia, sellaron su amistad casándose Licinio con la
hermana de Constantino.

Gracias a una vigorosa acción, Constantino venció a su rival Majencio, hijo de Maximiano, que disponía de un ejército mucho más nutrido. Según una vieja tradición cristiana, en la víspera de la batalla decisiva ante los muros de Roma, en el Puente Milvio (312), el Augusto invocó –seguramente, junto con el auxilio de Sol Invictus y de otros dioses del panteón imperial— la ayuda de Cristo, divinidad adorada por su madre Elena, y tuvo una visión celeste: una cruz resplandeciente con las palabras in hoc signo vinces (con este emblema vencerás), buen augurio que lo movió a hacer colocar en la enseña de su guardia el monograma de Cristo. En gratitud por esta victoria, que atribuyó al dios de los cristianos, promulgó en el año 313, con su cuñado Licinio, el famoso Edicto de Milán, que concedía a los cristianos el libre ejercicio de su culto, disfrutando así de una existencia legal que les confería atribuciones iguales a las del antiguo culto romano.

Constantino prescribió, en esa ocasión, que todas las haciendas confiscadas en tiempo de las persecuciones fuesen devueltas a sus legítimos propietarios o a sus herederos. Aunque el paganismo se mantuvo todavía durante tres cuartos de siglo después de la batalla de Puente Milvio, puede decirse que a partir del año 313 terminó su status preponderante; desde entonces, el cristianismo ocupó el primer plano en la escena del mundo. Constantino contribuyó decisivamente a su evolución interna.

En su lucha por el poder, Constantino se había comprometido con los cristianos. El número de éstos había crecido con rapidez, principalmente en Oriente, y constituían a la sazón una décima parte de la población del imperio, quizás más; en todo caso, representaban una minoría; por eso algunos historiadores opinan que fue convicción religiosa y no cálculo político el motivo por el que Constantino abrazó la causa cristiana. Era una minoría, es cierto, pero la importancia social de una minoría con una fe sincera, cuando la mayoría de los paganos eran tibios o indiferentes en materia religiosa, tenía que superar con mucho a la del número. Constantino demostró un sentido político lo bastante evolucionado para comprender que el porvenir pertenecía a esta comunidad con vitalidad propia e incremento evidente de día en día. Las palabras de Cristo alusivas al grano de mostaza que se convertiría en árbol, estaban a punto de hacerse realidad.

Mapa de las diócesis del Imperio Romano en el año 300.
Diócesis del Imperio Romano en el año 300.

Pero lo que más atraía a Constantino era el carácter jerárquico de las iglesias y el poder de los obispos. Éstos ejercían, cada cual en su diócesis, atribuciones administrativas y hasta judiciales; además, disponían a discreción del dinero reunido y de los bienes que las comunidades recibían a título de donación, que a veces representaban sumas considerables. Haciendo honor a la etimología griega de la palabra iglesia (ekklesía o asamblea), las comunidades eclesiásticas elegían a sus obispos y sacerdotes. Con iglesias organizadas según modelo democrático, el emperador no hubiese podido llegar a un acuerdo; con los obispos, el entendimiento era posible y con mayor ventaja para ambas partes. Le interesaba, por consiguiente, favorecer a toda costa la autoridad de los jerarcas eclesiásticos.

Las opiniones son dispares respecto a los sentimientos personales de Constantino con relación al cristianismo. Los antiguos autores cristianos lo presentan como un cristiano sincero y piadoso, opinión aún compartida hoy por algunos de sus biógrafos; mientras otros opinan que, a lo sumo, era un monoteísta. En todo caso, un sentido político muy agudo y gran amplitud de miras respecto a las cuestiones religiosas hicieron tolerante a Constantino. Constantino aparentaba ante el mundo que el Estado estaba por encima de todas las convicciones religiosas y ofrecía a todos el lugar conveniente. Con los judíos, por ejemplo, también se mostró complaciente.

De hecho, podía preverse ya entonces que el cristianismo estaba en vías de convertirse en inspiración de la legalidad. En efecto, empezóse ya notar la influencia cristiana en la vida social; por ejemplo, en el articulado de la ley que prohibía a los tribunales actuar en domingo, día en que se concedió también permiso semanal en el ejército. A influencia cristiana debe atribuirse la prohibición de marcar al rojo vivo el rostro humano, «hecho a imagen de la belleza divina», y la abolición de la crucifixión, antiguo suplicio romano reservado a los esclavos. En otros muchos aspectos, las leyes de Constantino suavizaron la suerte de estos últimos. En pocos años, la situación cambió por completo. Desde el reinado de Constantino, el imperio romano se colocó bajo el signo de la cruz.

Pero también debe decirse que las iglesias quedaron bajo la mirada vigilante de las águilas imperiales, para bien y para mal. La generosidad del emperador hacia la Iglesia se tradujo no sólo en donaciones, sino también en el notable edicto que exoneró de impuestos a los bienes eclesiásticos. Gracias al apoyo del poder temporal, la Iglesia pudo ser preservada, en momentos críticos, de la dispersión con que la amenazaron en el terreno dogmático los cismas y las herejías. El Estado mantuvo la unidad de la Iglesia y dejó de perseguirla; en cambio, la autoridad temporal coartó la libertad primitiva de la Iglesia. Constantino hizo sentir su autoridad tanto en cuestiones religiosas como en negocios temporales. A medida que el Estado atentaba contra la libertad interior de la Iglesia, volvíase más intolerante contra los que profesaban otras opiniones. Por otra parte, con relación a la unidad de la Iglesia, los intereses de ésta coincidían con los del Emperador, en particular respecto a las sectas que rechazaban la unión de la Iglesia y el Estado.

El concilio de Nicea.

Ícono clásico del concilio de Nicea
Ícono del concilio de Nicea con el texto original del credo.

Constantino participó con el mayor celo en el concilio de Nicea (Asia menor), donde el año 325 se reunieron unos 250 obispos venidos de todos los puntos del Imperio, incluso de Germania, Armenia y Persia. El objetivo de este primer concilio universal era aclarar puntos doctrinales en ese momento controvertidos. Las tesis de Arrio, que negaban la divinidad de Cristo y su origen virginal, fueron condenadas, como asimismo las de Macedonio, que impugnaban la divinidad del Espíritu Santo. Establecida así la naturaleza trinitaria de Dios, el Concilio pudo aprobar un breve epítome de la fe cristiana, a manera de embrión mínimo de ortodoxia, el Credo niceno que en sus últimos artículos sería completado por el concilio de Constantinopla, en 381.

En Nicea se acordó también crear una jerarquía entre las diócesis, elevando a cuatro de ellas -Roma, Jerusalén, Antioquía y Alejandría- al rango máximo de patriarcados. Aunque el Emperador no podía darse cuenta exacta de aquellas discusiones sobre cuestiones dogmáticas, no permaneció inactivo en el transcurso de tan importantes reuniones. Llamaba a todos a la concordia y, para neutralizar las disputas, ponía en la balanza el peso de su autoridad. Las charlas en torno a una mesa bien abastecida han sido en todo tiempo un medio infalible para crear una atmósfera de cordialidad general entre la gente. Constantino no lo echó en olvido. Todo era bueno para evitar, si era posible, un cisma en el seno de la Iglesia; los medios empleados para ello no contaban para él. Siempre escogía el partido de quienes tenían mayores posibilidades de hacer triunfar su punto de vista; solidarizaba con la mayoría y cuidaba que se aceptaran y ejecutaran las decisiones defendidas por ésta.

Desde que Constantino aseguró a la Iglesia una posición tan sólida y honrosa, afluyeron nuevos partidarios de la fe cristiana y creció también el número de quienes adherían a la Iglesia por motivos menos confesables. La dignidad episcopal en una ciudad entrañaba importantes ventajas y confería un poder que atraía a algunos ambiciosos. Lo que la Iglesia ganaba ahora en potencia, lo iba a perder en valor intrínseco; pronto sus mejores hijos no verían otra salida que retirarse por entero del mundo y vivir como ermitaños en el desierto.

El reinado de Constantino es también célebre por haber trasladado en 330 la capital del imperio a Bizancio. La ciudad se engrandeció de tal modo que adquirió categoría de metrópoli importante, con su espléndido palacio imperial a la orilla del Bósforo, su inmenso circo o hipódromo, sus iglesias y otros monumentos públicos de gran belleza. La ciudad debió su nuevo nombre, Constantinopla o Constantinópolis, a su nuevo fundador. De esta forma, Constantino dotó a la parte oriental del imperio de un sólido núcleo. La situación de la flamante capital, en la encrucijada de dos mundos que se encontraban y cambiaban sus productos, era muy ventajosa desde el punto de vista económico y estratégico, y su belleza era incomparable.

Constantinopla fue, en realidad, una ciudad griega. Pasadas algunas generaciones, aquellos habitantes suyos, que descendían de gente del oeste del imperio, olvidaron el latín ante la avasalladora influencia helénica. No se acordaron ya de las letras latinas y consideraron a Italia como una parte del mundo semibárbaro. No era esto precisamente lo que pretendió Constantino al fundar una «segunda Roma» a orillas del Bósforo; este Emperador romano sabía muy poco griego.

A partir de 323, Constantino reinaba solo. Constantes fricciones entre él y Licinio habían desembocado en una guerra abierta; después de su victoria, Constantino le había perdonado la vida a instancias de la mujer de aquél. (En vano, porque había de morir conspirando.) En cambio, mandó ejecutar a su suegro, el ex emperador Maximiano, cuando el anciano, ávido de mando, intentó por segunda vez revestirse de su dignidad de augusto. En política, Constantino era implacable.

Constantino mandó dar a sus hijos una educación cristiana, y en cuanto a él, no se bautizó hasta su muerte (año 337), obedeciendo quizás a una creencia, muy extendida entonces, que el bautismo in articulo mortis permitía entrar en la eternidad limpio de todo pecado. Las Iglesias armenia y rusa veneran a Constantino como santo y celebran fiesta anual en su honor; en cambio, la Iglesia romana no lo ha canonizado.

Los hijos de Constantino.

Mapa del Imperio Romano en el año 311.
Mapa del Imperio Romano en el 311.

Apenas Constantino exhaló su último suspiro, se desarrolló un espantoso drama en el seno de la familia. Aunque él había puesto fin al sistema político de Diocleciano y concentrado todo el poder en sus manos, había dispuesto que el imperio fuese repartido a su muerte entre sus tres hijos. Constantino II, Constancio y Constante, y dos de sus sobrinos. Ahora bien, aunque es cierto que estos hijos no heredaron en absoluto las excelsas cualidades de su padre, sí, en cambio, su deseo desenfrenado de reinar. Esta codicia del mando se desencadenó en primer lugar contra sus tíos y primos. Excepto tres
príncipes de corta edad, todos los demás fueron exterminados. Sólo a uno le perdonaron la vida: era el hijo menor de un hermano de Constantino, que la historia conocería con el nombre de Juliano el Apóstata.

La lucha pronto se centró entre los propios hijos de Constantino. No conseguían entenderse sobre la forma de repartir el Imperio. Se desencadenó una guerra civil y perecieron al poco tiempo Constantino II y Constante. Mientras, en el exterior, el Imperio atravesaba un período bastante agitado. La Galia sufría mucho con las hordas germánicas, que sembraban por doquier la muerte y el terror. En el año 355, Constancio confió la defensa de las Galias a su primo Juliano, a quien otorgó también el título de César. Pensó antes confiar esta misión al hermano mayor de Juliano, pero éste se dedicaba, con su mujer, a todo tipo de crueldades, chantajes y acciones ignominiosas, por la que el emperador juzgó preferible mandarlos asesinar. Algunos cortesanos querían para Juliano la misma suerte, pero salvó la vida gracias a la Emperatriz Eusebia.

Influjo del neoplatonismo en Juliano.

Juliano contaba entonces veinticuatro años. Como sus primos, había sido bautizado y educado en la religión cristiana, pero su maestro, un liberto que en secreto permanecía fiel al paganismo, le había inculcado gran admiración por la cultura griega, en particular por Homero y Platón. Constancio, que deseaba convertir a Juliano y al hermano de este en dóciles marionetas, les asignó por residencia un palacio en el que habían vivido como cautivos desde su infancia. El joven se manifestaba en lo externo dócil a esta situación, pero su alma, en extremo sensible, vivía en el mundo encantado de la antigüedad clásica. Consciente de su valer, consideraba la religión cristiana como «una religión de esclavos, incapaz de suscitar almas generosas y heróicas». Observaba las faltas y defectos de los cristianos y se irritaba ante el chocante contraste entre sus creencias y su propia existencia. Un árbol que da por frutos los crímenes de Constantino y Constancio no podía ser, según él, un árbol bueno.

Cuando Juliano llegó a los veinte años, obtuvo mayor libertad. Entonces pudo entregarse al estudio asiduo de las ideas helénicas en las escuelas griegas de Asia menor y Atenas, donde vivió la época más feliz de su vida y experimentó la profunda y durable influencia de la filosofía neoplatónica, que admiraba desde tiempo atrás. El neoplatonismo es una réplica de la doctrina de Platón, teñida de orientalismo. Ya hemos hablado anteriormente de su fundador, el egipcio Plotino.

El neoplatonismo es una filosofía panteísta. Dios es una fuerza impersonal presente en todo el universo, de la cual emanan todas las formas de existencia. La más elevada de esas emanaciones es el mundo de los conceptos platónicos. Sigue después el alma universal o demiurgo, creador del mundo visible, cuyas partes materiales constituyen las emanaciones más bajas. Para el neoplatonismo, la materia es el principio del mal. Las almas individuales pertenecen a una forma de emanación más noble. Pero ávidas de existir por sí mismas, han renegado de su sublime origen como un niño que abandona la casa paterna: después de esta apostasía, han acabado por ligarse a la materia.

Sin embargo, cada hombre ansía, desde lo más hondo de su alma, volver a su origen y siente nostalgia de lo eterno. Ésta es la tarea del hombre mientras mora en esta tierra: librarse de los lazos de la materia para conseguir de nuevo el mundo suprasensible del que fue separado. Ello puede lograrse mediante una existencia ascética o una contemplación íntima y extática de Dios. Quien en esta vida haya procurado librarse de sus lazos materiales, de su cuerpo y de todas sus imperfecciones, lo logrará a la hora de la muerte. Las almas más puras se unirán al alma universal y reinarán con ella sobre el universo entero.

Sólo un corto número de almas quedará liberado por entero de su condición material con la muerte. El alma que durante su vida terrestre no haya vencido el imperio de la materia, deberá buscar después de su muerte una envoltura en otro cuerpo. Algunas de estas almas vuelven a encarnarse en seres humanos, pero su existencia es un castigo a los pecados cometidos en el transcurso de una vida anterior. Los amos malos se convierten en esclavos; los ricos que malgastaron sus riquezas, en pobres; otros descienden a la especie de animales: «cuando su sensibilidad va acompañada de violencia y de cólera, vuelven a nacer convertidos en animales rapaces».

El neoplatonismo de Plotino, Orígenes, Porfirio, el seudo Dionisio Areopagita y Proclo había de ejercer enorme influencia en el pensamiento y en la ética de la Edad Media. Desde luego, su concepción de la materia contribuyó mucho al nacimiento del ascetismo cristiano, con sus anacoretas y la vida reclusa de los monjes, los ayunos y maceraciones de la carne. En la ciencia medieval, el desprecio neoplatónico de la materia contribuiría a detener y frenar, durante más de un milenio, toda investigación en el dominio de las ciencias naturales. Por ello, la filosofía neoplatónica es la piedra angular de la cultura medieval.

La doctrina neoplatónica respondía a todas las aspiraciones de Juliano. Veía también en ella el medio de restaurar la cultura antigua y enfrentar al cristianismo. Sin embargo, en apariencia, continuaba comportándose como cristiano y esperaba su hora. Entretanto, participaba en un culto que aborrecía: le iban en ello su existencia y su obra futura.

Juliano «El Apóstata», Emperador.

A los veinticuatro años, Juliano tuvo que cambiar la toga de filósofo por el manto de general y afeitarse su revuelta barba. Se mostró muy ocurrente y acomodóse muy bien a su nueva existencia; estudió con celo la técnica de la guerra, mandó sus tropassegún las reglas del arte militar y obtuvo algunos éxitos que le merecieron fama de capitán. Cuando, cerca de Estrasburgo, atacaron los germanos, tres veces más numerosos, Juliano obtuvo sobre ellos, gracias a la disciplina de sus tropas y a su valor personal, que servía de ejemplo a los soldados, una victoria decisiva, que fue la salvación de las Galias.

No se detuvo ahí: franqueó el Rin y persiguió a los germanos empuñando la espada. La alegría del desconfiado Constancio no quedó exenta de reservas cuando supo los éxitos y la fama creciente de su primo. Años más tarde, halló excelente pretexto para privar a Juliano de sus mejores tropas. Habiendo estallado la guerra contra Persia, quiso Constancio hacerse cargo del mando en persona y reforzar sus relajadas tropas de origen asiático. Necesitaba unidades frescas, procedentes de Occidente. Sus órdenes eran irrevocables y encargó a sus comisarios que escogiesen las mejores tropas galas. Aunque a disgusto, Juliano decidió ejecutar las órdenes del Emperador. Pero los soldados con tanto esmero escogidos, se negaron a abandonar el país y proclamaron Emperador a Juliano.

Éste se halló ante una alternativa grave: o se ponía al frente de los amotinados, o se dejaba matar por su primo. Cuando Constancio se enteró de la sublevación de los galos, fue presa del pánico, pero rechazó las tentativas de Juliano para llegar a un acuerdo amistoso. Decidió aprovechar un armisticio para castigar a «aquel ingrato». Ya en camino, contrajo unas fiebres; su ansia de llegar a destino acabó con su vida. Era el año 361, Juliano quedó dueño del Imperio. Ya podía descubrir su verdadero rostro y arrojar la máscara de piedad cristiana.

Juliano era un idealista como pocos emperadores romanos lo fueran. En el trabajo, activo y esclavo del deber: un nuevo Marco Aurelio, que vivía un auténtico ascetismo. Demasiado humano y prudente para combatir al cristianismo con persecuciones sangrientas. No quería hacer mártires. En una carta escrita poco después de su ascensión al trono, precisaba: «A pesar de la locura de los galileos que han provocado una sublevación casi total, quiero que no se les castigue a muerte y no se les apliquen castigos corporales, sino que, por el contrario, se les deje en paz». En otro de sus escritos posteriores se lee: «Los errores son debidos más a la ignorancia que a la maldad. Por eso, hay que compadecerlos en vez de odiarlos. Hay que convencer a los hombres con argumentos razonables, mejor que con golpes, injurias y malos tratos».

Ello no significa que no adoptara medidas anticristianas. Algunas podían ser calificadas de igualitarias, como la de ordenar que los cristianos participantes en la destrucción de los santuarios paganos los reconstruyeran con sus manos o pagaran los gastos de reconstrucción. A consecuencia de ello, varios procuradores y funcionarios celosos secuestraron los bienes de algunas iglesias cristianas. Por tal motivo, los cristianos llegaron más de una vez a las manos con el populacho pagano. A pesar del punto de vista tan humano del emperador y otros paganos ilustres, se cometieron con frecuencia crueldades.

De esta forma, la base económica de la Iglesia, reforzada por Constantino el Grande, fue reducida a la nada por Juliano. Otros privilegios, tales como, la competencia judicial en materias civiles, que se había otorgado a los obispos sobre sus fieles, fueron también abolidos.

Pero el peligro más grave para el cristianismo era el edicto que prohibió a los cristianos dar enseñanza e, indirectamente, recibirla. Juliano esperaba que, pasadas algunas generaciones, gran parte de la juventud seguiría su propio ejemplo de apostasía, y quienes no hubieran tenido ocasión de adquirir elevada cultura, tampoco estarían en disposición de ocupar cargos directivos y actuar según sus ideas.

Preocupóse, además, de asegurar a las religiones paganas una organización tan sólida como la del cristianismo, a fin de ponerlas en disposición de luchar con eficacia contra ésta. Así, procuró crear una jerarquía pagana, similar a la cristiana, nombrando para cada provincia un pontífice, especie de obispo idólatra, a quien todos los demás sacerdotes quedaban sometidos. Al frente de la jerarquía se situaba el propio Emperador, con la dignidad de sumo sacerdote. Juliano hizo lo posible por atraer al pueblo a los santuarios, introduciendo cátedras, hasta entonces desconocidas: desde ellas, los filósofos neoplatónicos explicaban el mensaje esotérico de los mitos antiguos. En fin, se esforzó en emular las prácticas caritativas de los cristianos, empleando sumas importantes en instituciones filantrópicas.

En resumen, Juliano procuró introducir notables reformas en la religión pagana, tomando de continuo al cristianismo como modelo. El «apóstata» había arraigado en la ética cristiana mucho más de cuanto pudiera imaginarse. Juliano no combatió sólo a los aborrecidos cristianos con los medios que disponía como Emperador, se valió también de la filosofía. Escribió diversas obras contra los «galileos», en que expresaba ante todo su rechazo por el culto a las reliquias. Así empleó Juliano todos los medios pacíficos para defender la causa del paganismo antiguo.

Sin embargo, pronto vio que no podía darse vida a lo que estaba ya muerto, aunque lo intentara el mayor idealista. La gran masa popular, aunque más o menos hostil al fanatismo de los cristianos, permanecía indiferente a los nobles ideales del Emperador. Entre los cristianos, en cambio, el fervor era directamente proporcional al empeño puesto en desarraigarla. «Esto es sólo una nube pasajera», dijo el eminente padre de la Iglesia Atanasio, cuando Juliano lo envió al destierro. Apenas transcurridos seis meses, sus palabras se convertían en realidad. En el verano de 362, Juliano abandonó Constantinopla, para no regresar a ella jamás.

Se había puesto en marcha hacia la frontera oriental para combatir a los persas. Una campaña dramática. En el año 363, le llegó la muerte casi de improviso. Un día, según costumbre, se expuso temerario a los proyectiles enemigos, sin recordar que se había quitado la coraza a causa del calor. Sus soldados no dejaron sin venganza la muerte de su querido general. Despreciando a la muerte, se arrojaron furiosos contra el enemigo hasta conseguir una aplastante victoria. El emperador, entretanto, consolaba a los amigos que lo rodeaban, rogándoles que reprimieran las lágrimas. El moribundo manifestó la alegría que experimentaba, de ir al fin hacia un mundo mejor: «Aquel a quien aman los dioses, muere joven», dijo. Y después de filosofar sobre la inmortalidad del alma, se extinguió tranquilo. Tenia entonces treinta y dos años. Apenas había reinado uno y medio. Como un eco de la alegría que experimentaron los cristianos al morir su peor enemigo, nació la leyenda según la cual Juliano exclamó en sus últimos instantes: «¡Venciste, galileo!».

El triunfo del cristianismo.

Símbolo cristiano XP con la frase con este signo vencerás
«In hoc signo vinces», con éste signo vencerás, visión atribuida a Constantino.

Joviano, el emperador elegido inmediatamente, era en todo opuesto a Juliano: militar bastante superficial, buen bebedor, cristiano de cuerpo entero, la persona más insignificante que pueda imaginarse. Su sucesor, Valentiniano, también oficial y muy buen cristiano, estaba dotado, al contrario que su predecesor, de energía y decisión. Devolvió a los cristianos la completa libertad de su culto y restableció algunos de sus privilegios. Siguió el ejemplo de Constantino, mostrándose imparcial respecto a las diversas religiones del imperio. «No impedía a nadie cumplir con sus deberes religiosos y no obligaba a nadie a abrazar su propia fe», dice de él Amiano Marcelino, historiadorgreco-sirio del siglo IV. Poco después de subir al trono, Valentiniano escogió a su hermano Valente como emperador asociado, con plena autoridad sobre Oriente.

Ambos emperadores designaron como oficiales del ejército a muchos germanos, hecho insólito hasta entonces. Valentiniano se esforzó en asimilarlo, casándolos con mujeres romanas, acaso para vitalizar el antiguo vigor del pueblo romano. Esperaba quizás contener de esta forma el azote que pugnaba tenaz en las fronteras del Imperio. Precauciones vanas. Nada podía oponerse ya a la marea de las grandes invasiones germánicas, con las que estas quinta columnas no podían no simpatizar algo. Valente tuvo que experimentarlo en carne propia, pues falleció tratando de contener a los godos en Andrinópolis (378).

Desde tiempo atrás se desmoronaba el viejo mundo romano. El futuro pertenecía ya a fuerzas nuevas: el cristianismo y los germanos. Los vencedores se convirtieron en herederos directos de la civilización de sus vencidos. El cristianismo se presentaba como amigo, pero la semilla recién sembrada no dejaba de poner en peligro los fundamentos de la sociedad romana. La predicación de un reino que no es de este mundo estaba en abierta contradicción con el espíritu de una sociedad para la que este mundo era la única realidad tangible.

El año 392 señala la fecha histórica del triunfo del cristianismo. Teodosio, corregente y, desde 392, sucesor de Valentiniano II, no toleraría más que una sola religión en su Imperio. Prohibió tanto las sectas cristianas heterodoxas (herejes) como el culto idólatra. Un orador pagano de la época describe con crudeza cómo se comportaban los cristianos fanáticos en estos templos y cómo acometían a los sacerdotes paganos. Todos los templos paganos fueron cerrados por orden imperial, de suerte que «los dioses tenían como única compañía en sus hornacinas a las lechuzas», como dice san Jerónimo. Teodosio también prohibió a sus súbditos «sacrificar animales inocentes a los ídolos sordos y mudos» e incensar en las casas y hacer libaciones a los penates y otros dioses tutelares. «Toda casa que se incense pertenecerá al Estado», según palabras de este famoso decreto. En el año 394, prohibió los Juegos Olímpicos. La fuente de la belleza antigua se secaba.

Símbolo de esta época son las últimas frases pronunciadas por el oráculo profético de Apolo, en Delfos. He aquí la respuesta que recibió el médico particular y amigo de Juliano, cuando por orden del emperador consultó al oráculo:

Ve y di a tu amo:
«El célebre templo es un montón de ruinas,
es todo lo que queda de la mansión de Apolo:
el laurel profético ha desaparecido,
la fuente de la profecía se calla,
desde que el agua rumorosa se ha agotado».

El paganismo tuvo también sus mártires. El más célebre fue Hipatia de Alejandría, «sabia como Palas Atenea y bella como Afrodita». Enseñaba filosofía platónica y era excelente matemática y astrónoma. Una multitud de discípulos la seguían admirados, pero los cristianos fanáticos la aborrecían. En el año 415, durante uno de tantos tumultos que se producían a diario en Alejandría, fue acometida por una turba de exaltados, que la arrastraron a una iglesia y allí la asesinaron cruelmente. El hecho que las luchas religiosas alcanzaran en Oriente tal violencia se explica, en parte, por la profunda aversión que inspiraba a los cristianos la inmoralidad manifestada en ciertos cultos, especialmente en el culto a Afrodita, que iba a la par con el desbordamiento de lossentidos, la mutilación voluntaria y otras crueldades. Por eso decidieron luchar no sólo con las armas del espíritu, sino también con la espada del gobierno.

Tinieblas y luz van siempre a la par. Al propio tiempo que se prohibían los Juegos Olímpicos, se adoptaban medidas contra una de las prácticas más brutales del paganismo, los combates de gladiadores, que los cristianos abominaban. En el año 399 fueron suprimidas las escuelas de estos luchadores, pero pasó mucho tiempo antes que cristianos influyentes consiguiesen del Emperador que prohibiera para siempre estos crueles combates a muerte. Y en el año 529, Justiniano dará el golpe de gracia al libre pensamiento antiguo, confiscando los bienes con cuyas rentas se sostenía la academia platónica de Atenas y prohibiendo la enseñanza de la filosofía en dicha ciudad.

Pero la religión pagana subsistió aún muchos siglos en las regiones apartadas del Imperio. Un cristiano cuenta que, en 532, el obispo de Éfeso «libró a varios miles de paganos de sus demonios y prácticas idolátricas». Todavía en 692, el tercer concilio constantinopolitano tendría que dictar medidas contra las fiestas y prácticas del paganismo. En Egipto, la diosa Isis reinó largo tiempo aún en un templo de la isla de Filé, a poca distancia al sur de la primera catarata; algo parecido ocurrió en Siria, Fenicia y África del norte. El paganismo era difícil de extirpar. Puede decirse que, en general, el cristianismo encontró resistencia más apasionada en las religiones de origen semítico; la lucha por la extinción del paganismo occidental parecía un juego de niños comparada con ésta.

Con Teodosio llegamos al fin de la Antigüedad. La agonía de ésta duraría aún un siglo y la línea que la separa de la Edad Media podría situarse otro siglo más tarde. Pero el año 476, en que cae el último Emperador romano de occidente ante el empuje de los germanos, no constituye en la historia universal un límite tan decisivo entre dos épocas como el 378, año en que Valente, hermano y sucesor de Valentiniano I, se vio incapaz de contener la invasión germánica. El emperador que desapareció en el año 476 de la esfera del mundo, no era más que un fantasma desde hacía mucho tiempo. Un siglo ha ya que eran los germanos y no los romanos quienes escribían la historia de la mitad occidental del Imperio.

El año 392 puede ser considerado también como línea divisoria entre la Antigüedad y la Edad Media, por el hecho que el cristianismo, una de las dos fuerzas que ocasionaron la caída del mundo antiguo, consiguió entonces su victoria definitiva sobre el paganismo greco-romano.

El límite de estas dos épocas depende del punto de vista que se considere. Lo cierto es que el período que nosotros llamamos Edad Media no iba a comenzar de súbito en un día determinado de un año también determinado. Los tiempos nuevos se habían anunciado con grandes conmociones, cuya influencia se dejaría sentir durante varios siglos: la Antigüedad desembocó, pues, gradualmente, en el medievo, de la misma manera que éste daría paso a la Edad Moderna. Si la Edad Media se define por cambios de todo orden -nuevos pueblos, nuevas concepciones del mundo, nuevas estructuras de organización-, entonces no comenzó abruptamente. La presión interna ejercida por los cristianos y la externa desplegada por los germanos, venían creciendo hacía centurias. Las estructuras económicas y sociales se habían ido transformando desde la mitad del siglo III, llegando al sistema de trueque en especie en tiempos de Diocleciano y Constantino. Así es como la Edad Media, pese a las novedades que aportó, tiene sus raíces en la Antigüedad. La evolución histórica no se verifica a saltos.

Retrato antiguo de un hombre y portada de un libro
Profesor Carl Grimberg y la portada del tomo III de su Historia Universal.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO IX EL BAJO IMPERIO Y LA MONARQUÍA ABSOLUTA. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

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