El gobierno de Octavio, César Augusto

Estatua augusto de prima porta, representativa del emperador romano.
Octavio, el primer Emperador romano, recibió el título de Augusto.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO VI INTERMEDIO REPUBLICANO – IMPERIAL. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

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Contenido de éste artículo.

  1. El Principado «Princeps Civium».
  2. Se cierra el templo de Jano.
  3. Las reformas sociales de Augusto.
  4. Cántabros y Germanos.
  5. La guerra de Germania.
  6. La vida familiar del emperador.
  7. «¡Así, pues, aplaudidme!».

El Principado «Princeps Civium».

Después de la muerte de Antonio, Octavio encontróse solo al frente de las fuerzas armadas romanas. Por consiguiente, era dueño de Roma, ya que el verdadero poder se asentaba ahora en el ejército. La República -cinco siglos de vitalidad- bien muerta estaba. Los jefes optimates no habían sobrevivido a las guerras civiles y a las proscripciones; el pueblo, tal como aparecía en la asamblea, era un mar agitado a capricho de los demagogos, una masa ciega que abandonó su autoridad a quienes le daban «panem et circenses«. El único organismo con significación política era el ejército y desde tiempo atrás, éste no pertenecía ya a la República, sino a su Imperator o comandante en jefe.

Tampoco las antiguas instituciones republicanas se adaptaban a un imperio mundial. El Senado no podía mantener una dirección continuada y eficaz de la política exterior ni una administración sana en las provincias. El restablecimiento de las antiguas estructuras estatales habría causado, sin duda, nuevas guerras civiles.

Podía preverse, pues, que la República no resucitaría. Pero el prestigio mítico de la idea republicana demoraría todavía unas cuantas generaciones en perder sus contornos definidos. La política más conveniente había de consistir en crearinstituciones realmente nuevas, pero revestidas de la parafernalia tradicional. El Imperio necesitaba un gobierno unipersonal fuerte, vigilado por la curia, un hombre que buscara dentro de los límites de la ley la prosperidad de la «res publica» (la cosa pública, los intereses comunes; de cuya expresión deriva la misma palabra república) y acabara con la politiquería, no ya de partidos, ni siquiera de grupúsculos sociales, sino sencillamente de ambiciones personales.

Se llama «principado» a la nueva estructura política que Octavio ofreció al Imperio Romano. El jefe del Imperio Romano era «Princeps Civium«, el primero de los ciudadanos, como era Pericles en el Imperio Ateniense. Octavio dice en su autobiografia: «Desde entonces, fui el hombre más importante de Roma, pero no tuve más poder que cualquier otro ciudadano que ejerciera una función al mismo tiempo que yo». El príncipe era, pues, el ciudadano más enaltecido, pera no poseía poder personal. Debía obedecer las leyes del Estado, como los demás romanos. Como cualquier ciudadano,
Octavio votaba en la «tribu» de su residencia.

Octavio vivió como un ciudadano más. No manifestó ninguna señal de lujo. Comía y bebía poco: rebanadas de pan ordinario con queso, un poco de pescado, uvas o higos verdes que solía coger él mismo. Se enorgullecía de llevar vestidos tejidos y cosidos por su mujer y su hija. Dirigía la palabra a todo el mundo. Un día, un ciudadano le hizo una súplica, intimidado en presencia del príncipe; Augusto tomó el papel y dijo al solicitante: «¡Cualquiera que te viera diría que entregas tu papel a un elefante!» César había domado a los senadores exigiéndoles que se levantaran cuando el dictador entrara en el Tribunal. Augusto les pidió que permanecieran sentados, tanto a su entrada como a su salida.

El princeps derivaba su autoridad del pueblo, como los demás funcionarios del Estado: cónsules, pretores y procónsules, pero con una diferencia: acumulaba numerosos cargos jamás reunidos en manos de un solo dignatario. ¿Y qué cargos acumulaba? Desde luego presidía las dos asambleas legislativas de entonces: el Senado, como Princeps Senatus, y los comicios populares como tribuno vitalicio. En su calidad de tribuno de la plebe podía anular cualquier decisión del Senado o de la asamblea popular, mientras que su persona permanecía sagrada e inviolable. Reunía también en su mano los poderes ejecutivos propios de un cónsul, como cónsul perpetuo; de un comandante en jefe de las fuerzas armadas (Imperator), y de un tribuno de la plebe en materia de subsidios y política social. Además fue ungido pontifex maximus, función clerical nunca antes encomendada a un tribuno de la plebe.

De hecho, el cargo que mayor poder le daba era el de «Imperator«; por eso, a la larga, él y sus sucesores han sido llamados sencillamente «emperadores». El jefe militar supremo tenía a su cargo la administración civil de las provincias nuevas, las menos consolidadas, donde había mayor peligro de invasiones externas o de rebeliones internas; en estas provincias, por consiguiente, había acantonamiento permanente de legiones romanas. Además, el «imperator» tenía, como se dice -y esto es lo decisivo-, la sartén por el mango: toda la fuerza armada, incluyendo, donde las hubiera, las policías de seguridad y especialmente, la guardia asignada a la Curia. Detentaba, pues el poder necesario para imponer su voluntad en caso de conflictos constitucionales.

No poseía, sin embargo, todas las atribuciones que hoy ejercen los presidentes de repúblicas o primeros ministros, puesto que la mayoría de las magistraturas eran llenadas por el Senado y los comicios populares. Claro que el príncipe podía proponer candidatos, y, si se empeñaba en sacarlos avante, lograba finalmente que fueran elegidos.

Tampoco su poder igualaba al de los antiguos dictadores romanos, que gozaban de facultades para suspender temporalmente lo que hoy llamamos derechos cívicos y humanos. En efecto, diez años después de la batalla de Accio, Octavio renunció a los poderes extraordinarios que disfrutara como triunviro. Devolvió el Estado al Senado y al pueblo, es decir, restableció -formalmente al menos- el régimen republicano. El Senado, agradecido, le otorgó el título honorífico de Augusto, es decir, el grande, el honorable. En otra oportunidad, Augusto lloró de alegría al recibir el título de «padre de
la patria»; pero cuando el pueblo entusiasmado quiso ofrecerle el título de dictador y los veinticuatro haces, símbolos del poder dictatorial, suplicó que no lo abrumaran con una dignidad que evocaba tantos recuerdos sangrientos.

En resumen, el principado era una monarquía que no se atrevía a llamarse así. Todo el mecanismo estatal dependía por entero del Princeps y de sus aptitudes personales. Octavio era moderado y prudente. Desdeñar el brillo de la monarquía para asegurar la monarquía estaba en consonancia con su línea de carácter. Como la cabeza de Jano, el principado tenía dos rostros: uno —el oficial, el que perpetuaba la ilusión republicana— miraba al espectador; el otro, hacía cara a la realidad.

Se cierra el templo de Jano.

Estatua en marmol que representa el dios romano Jano.
Dios Jano (Janus Bifrons), Museos vaticanos.

El reinado de Augusto fue el siglo de oro para el imperio romano, el siglo de la paz. Cuando Augusto regresó a Roma victorioso de Antonio y Cleopatra, pudo cerrarse el templo de Jano por primera vez desde hacía dos siglos. La clausura del templo simbolizaba la paz que reinaba en el mundo, sometido a la protección de las armas
romanas.

La misión más elevada y difícil que se propuso el emperador fue reunir provincias tan diferentes en un Estado único y homogéneo. Dentro del imperio vivían pueblos cuyo grado de evolución iba de la barbarie primitiva a la cultura más refinada. En Italia misma había tribus que apenas superaban un estado muy primario.

Posidonio, geógrafo y filósofo que vivía a finales de la República, describe así a los lugares del noroeste de la península:

«Su país es salvaje, árido. El suelo es tan pedregoso que no se puede plantar nada sin topar con rocas. El trabajo penoso y las privaciones dificultan la vida de los ligures, que son de cuerpo seco y delgado. Las mujeres tienen que trabajar como los hombres. Mujer ha habido que dio a luz su hijo en el campo, lo cubrió de hojas y volvió al trabajo para no perder el salario del día. Estos hombres compensan su falta de trigo con productos de la caza; escalan las montañas como cabras. Los que habitan en las montañas viven de carne y vegetales, pues allí no crece el trigo».

Unir semejante mezcla de pueblos tan diversos era empresa dificultosa, complicada aún más por la multitud de lenguas habladas. El griego era la más extendida en los territorios orientales del imperio; al oeste, el latín progresaba con lentitud. Octavio consiguió constituir un solo imperio con estos elementos heterogéneos; en parte se debió a la prosecución de la política iniciada por César, que colocaba el interés general del imperio por encima de todo. Los exploradores de provincias fueron sometidos a severa investigación.

Pronto se notaron los resultados. Abatidos los obstáculos que hasta entonces habían obstruido la circulación de bienes e ideas, las provincias convirtiéronse en países civilizados y florecientes. Diversas naciones fabricaron artículos de exportación en cantidades hasta entonces inalcanzadas. De esa forma, los cambios entre las distintas partes del imperio gozaron de una actividad que superó toda previsión. Bajo el cetro de los césares, el Mediterráneo fue un mar romano, y Roma, capital del mundo, se convirtió en centro del comercio internacional. Los graneros de Roma, Sicilia, África y Egipto enviaban la mayor parte de sus cargamentos a las orillas del Tíber. Sicilia abastecía de trigo y otros productos, sobre todo ganadería y fruta.

La próspera Gades (Cádiz) exportaba lana púrpura, artículo muy codiciado; Marsella proporcionaba tocino y carne salada. La capital recibía del este los excelentes vinos de Quíos y Lesbos, miel, aves, pavos reales, grullas y otras delicadezas que constituían las delicias de los gastrónomos romanos. Paros y Frigia proporcionaban mármol para sus monumentos.

Sólo Alejandría podía rivalizar con Roma en cuanto a centro comercial. Las antiquísimas hilaturas de Egipto gozaban siempre de mucha fama. Alejandría fabricabavasos policromos de cristal, que los romanos ricos apreciaban aún más que los de oro o plata. La industria egipcia del papiro daba trabajo a muchos obreros, cuyo número crecía en proporción al progreso cultural. El comercio egipcio en la India también adquirió gran prosperidad durante el gobierno de Augusto.

Grecia era la única excepción. Los griegos habían sufrido tanto en el pasado, que no salían de su postración. Pero la cultura helénica ganaba terreno cada día en el seno del imperio romano. Influía cada vez más en la filosofía, las costumbres, la literatura y el arte de los romanos.

Las reformas sociales de Augusto.

Augusto consagró toda su energía a una tarea aún más difícil que remozar las estructuras del Estado y asegurar la paz. El ideal que persiguió durante los cuarenta años de su reinado podría llamarse «renacimiento del antiguo espíritu romano». Los mejores poetas y prosistas de este tiempo —Virgilio, Horacio y Tito Livio— han expresado este ideal con entusiasmo: que sólo honrando las virtudes antiguas, el pueblo romano se hizo digno de mandar al mundo, y su tutela sería benéfica para los pueblos sometidos.

Urgía rehabilitar la familia, base de toda sociedad sana. En aquel tiempo, la mujer romana no constituía la piedra angular de la familia; el lujo y la sed de placeres habían corrompido a las mujeres tanto como a los hombres. Al salir de casa y lanzarse al mundo exterior, la matrona ganó en espontaneidad y cultura, pero no sólo abandonó su
altivez innata, sino su castidad. Los escritores romanos de finales de la República aluden sin cesar a la ligereza de sus conciudadanas. Los ejemplos de fidelidad conyugal, tales como Porcia, esposa de Bruto; Octavia, hermana de Augusto, y Livia, su mujer, eran consideradas excepciones que confirmaban la regla. La romana confiaba a sus esclavas los trabajos domésticos y la educación de sus hijos. Resultaba más agradable obrar a su antojo y ser amada y honrada de cualquier modo por los parientes y amigos. La vida familiar era una parodia.

Los lazos conyugales eran considerados obligaciones provisionales tan fáciles de romper como de contraer. Los romanos habían terminado haciendo del divorcio un deporte. Sila y Pompeyo habíanse casado cinco veces; Julio César y Antonio, cuatro. En tiempos de Augusto se citaba en Roma a una matrona que se había casado ocho veces en cinco años, y otra que, divorciada veintitrés veces, había llegado a ser la vigésimo primera esposa de su último marido. Más tarde, Séneca afirmaría que algunas romanas no contaban los años según los cónsules en ejercicio, sino según los maridos que habían tenido.

Augusto combatía esta ansia de placeres y su consecuencia, la degradación social, promulgando decretos contra el lujo exagerado. Además se dictaron leyes matrimoniales especiales para la aristocracia, visto el destacado rol que cumplían en las funciones del Estado. En efecto, para evitar la extinción de esta clase social en que el celibato hacía estragos, prometió recompensar a las familias jóvenes, y sobre todo a las prolíficas; los célibes, hombres o mujeres, no eran admitidos a los festejos del Estado. Para que la aristocracia no degenerase, Augusto prohibió los matrimonios, cada vez más frecuentes, de los senadores y sus descendientes con esclavos libertos y gente de dudosas costumbres.

Pero estos intentos de reforma de costumbres por vía legal dieron escaso resultado y fueron muy impopulares. La asamblea y los perjudicados abrumaron de instancias a Augusto, quien se vio obligado a suavizar de continuo su legislación, no pudiendo impedir la extinción de las rancias familias nobles, que fueron sustituidas por sangre nueva y provinciana. Y así, pese al celo reformador de Augusto, la vida romanacontinuó como antes, entre excesos y corrupción- Además, Augusto tampoco daba ejemplo: en la crónica escandalosa de la ciudad abundaban sus aventuras amorosas. «No bastan sólo las órdenes de un soberano —dice Plinio el Joven— sino sobre todo su ejemplo».

La lucha del emperador contra el lujo excesivo tampoco alcanzó éxito. Prohibió a las matronas romanas llevar vestidos de seda, pero la venta de seda no decreció: al contrario. Mientras, los defensores de las sencillas costumbres de antaño lanzaban anatema tras otro contra la nueva tela, casi transparente y tan insinuante de las formas del cuerpo que «incluso las matronas tienen ahora la posibilidad de aparecer desnudas en público», como se decía.

Cántabros y Germanos.

Mapa antiguo de las tribus germánicas.
Germania antigua, según el historiador romano Cayo Cornelio Tácito.

Pese a sus deseos, no todo fue paz en tiempos de Augusto. Si bien la paz rendía frutos copiosos alrededor del Mediterráneo, las fronteras septentrionales daban que hacer a las legiones. Siendo aún triunviro, había debido sostener una tenaz lucha contra los cántabros españoles. Creyéndolos ya sometidos, el Senado declaró a la península ibérica provincia tributaria de Roma en 38 a. C., año a partir del cual la cristiandad peninsular fecharía sus acontecimientos durante siglos. La llamada era hispánica regiría en Cataluña hasta 1180 y en Castilla y Aragón, hasta 1383, en que, respectivamente, fueron sustituidas por la era cristiana. Pero la guerra continuó aún después del año 38: cántabros, astures y galaicos, abroquelados en los riscos de sus abruptas montañas, hicieron un último y desesperado esfuerzo para sacudirse el yugo romano. Octavio en persona, ayudado por su general Agripa, acudió a la provincia tarraconense balcánica. Lograron dominar a los belicosos rebeldes tras una lucha terrible y prolongada (años 26
al 19 a. C.); no obstante, según referencias del geógrafo Estrabón, esta sumisión tampoco fue definitiva; siempre quedaron enclaves que los romanos no consiguieron dominar.

Otras marcas del imperio también fueron teatro de numerosas guerras epilogadas con la conquista de importantes territorios: Alpes centrales y orientales, la actual Hungría y parte de la península balcánica. Al norte, las fronteras imperiales retrocedieron casi hasta el Danubio. La más importante campaña se entabló contra los germanos.

El historiador Tácito nos proporciona los informes más interesantes concernientes a estos pueblos. Su Germania se inspiró en las observaciones etnográficas de otros -César, Plinio el Viejo, escritos de Tito Livio que no conservamos- y en sus propias averiguaciones: testimonios oculares de comerciantes, soldados y funcionarios romanos, así como tradiciones de los mismos germanos.

Excelente funcionario, Tácito fue nombrado cónsul y terminó su carrera en el 120 d. C., como procónsul de Asia menor. Sus dotes de orador e historiador lo hicieron célebre. Sabía diseñar un personaje con justas palabras y evocar los acontecimientos con tanta vivacidad que quedan indelebles en la memoria del lector. Sin embargo, su estilo conciso es a veces oscuro y hay que descifrar sus textos como un oráculo.

En sus obras históricas, Tácito procura, ante todo, señalar las causas que determinan los acontecimientos. Escribe historia pragmática. Las dos grandes obras a que aludimos tratan, la primera, de la historia romana desde la muerte de Nerón (69) hasta la de Domiciano (96); la segunda, del periodo comprendido entre el 14, muerte de Augusto, y el 96. Por desgracia, sólo la mitad de los treinta libros de esta obra se han conservado.

Antes de entrar en la descripción de la Germania de Tácito, detengámonos un instante en un problema muy discutido: la procedencia de los germanos. Sin duda del tronco indoeuropeo. En efecto, la filología y la arqueología muestran con evidencia que el primitivo territorio germánico abarcaba el comprendido entre el Elba y el Oder, y el sur de Escandinavia. Los germanos experimentaron allí durante milenios el influjo de factores geoclimáticos, desarrollando así características que los distinguen de los demás pueblos indoeuropeos: celtas, itálicos, griegos, eslavos, hurritas, medos, persas y arios de la India.

Antes del primer siglo anterior a Cristo, los pueblos mediterráneos habían tenido una idea muy vaga de los germanos. Sabían que el codiciado ámbar era originario de su país, pero aquí terminaban sus conocimientos. Además, circulaban fantásticas leyendas sobre los hiperbóreos, pueblo del Septentrión, descendiente acaso de marinos fenicios que habían ido a buscar entre los celtas de Europa occidental el ámbar originario del litoral báltico. Hacia el año 100 a. C., los romanos adquirieron ideas más concretas de los pueblos del norte: ideas que no olvidarían, pues los nórdicos comenzaron entonces a invadir países de superior cultura. Después de las campañas de César en las Galias, hubo de transcurrir medio siglo antes de que los germanos se pusieran «de actualidad» en el Imperio.

Por aquel entonces, los germanos eran todavía hijos de la naturaleza y veneraban a sus dioses en el silencio susurrante de los bosques, como los celtas. Vivían en aldeas para protegerse mutuamente en caso de peligro, pero no practicaban todavía el comercio en forma regular. Los germanos, que habían superado las edades de la piedra y del bronce, pues conocían el hierro desde el siglo VII a. C., crearon en este tiempo su propia cultura; los útiles, armas, enseres y adornos que han llegado a nosotros demuestran desarrollada habilidad artística y gusto refinado.

Los arqueólogos han comprobado que Germania no era sólo un país de selvas vírgenes; y marismas, como hicieron creer los relatos de César, Plinio y Tácito; tenia también grandes extensiones de terreno cultivado, capaz de nutrir a una numerosa población.

Tácito y otros autores antiguos presentan a los germanos como buenos mozos, de cabellos rubios y ojos azules. La guerra los entusiasmaba, pero «no son capaces, como nosotros, de trabajar y soportar la fatiga, y a causa de su suelo y clima resisten tan mal sed y el calor como fácilmente el frío y el hambre». Tácito insiste, sobre todo, en el vigor y pureza moral de los germanos, proponiéndolos como ejemplo a sus compatriotas que, en muchos aspectos, se burlaban de las virtudes de sus antepasados. Teñidos por sus preocupaciones tradicionalistas, los asertos de Tácito deben aceptarse críticamente. Entre otras cualidades, Tácito elogia «su ausencia de astucia y de engaño en época como la nuestra» y la pureza de sus costumbres».

Poquísimos adulterios se cometen en nación tan numerosa; el castigo consiguiente se deja al marido, que corta el cabello a la culpable, la desnuda y, en presencia de sus parientes, la arroja de casa y la persigue a latigazos por todo el poblado. De hecho, no hay perdón para la prostituta: ni belleza ni edad ni riquezas le permitirán encontrar marido. Pues en este país nadie se ríe de los vicios, ni está de moda corromper y ceder a la corrupción. En algunos pueblos, aun más correctos, sólo se casan las vírgenes; con una sola nupcia se acaba la esperanza y el deseo de lograr marido».

Por el contrario, los germanos tenían la máxima consideración para la mujer honorable: «Los germanos creen incluso -dice Tácito- que hay en este sexo algo de divino y profético: por ello no desdeñan sus consejos y tienen muy en cuenta sus predicciones». Las mujeres seguían a sus maridos al combate para animarlos, les llevaban alimentos y curaban sus heridas. Además, asumían los trabajos agrícolas más pesados para que sus maridos pudiesen salir a prolongadas expediciones de caza.

Otro rasgo simpático de los germanos era su hospitalidad. «Cerrar la puerta a un hombre, sea quien fuere, es un sacrilegio; cada cual ofrece al extranjero su mesa, tan servida como le permite su fortuna».

Estos hijos de la naturaleza no concedían la menor importancia al oro o la plata, aunque la cosa era distinta en las tribus de las regiones próximas al imperio romano. Los germanos sentían, en general, debilidad por el vino y el hidromiel y al embriagarse promovían con frecuencia sangrientas reyertas. Su pasión por los dados los hacía capaces de perder en el juego todo lo que poseían, incluso su propia libertad.

Los germanos no aparecieron en la historia como un pueblo único, sino como un agregado de tribus dispersas. Al igual que otros pueblos indoeuropeos, los germanos conservaron mucho tiempo una organización política tribal. En tiempos de guerra, cada tribu formaba una unidad militar. De estos lazos tribales se derivaba la venganza, forma de justicia expeditiva que ni siglos de cristianismo medieval lograrían extirpar completamente.

En las tribus que no tenían rey, el poder político era ejercido por una asamblea popular, que se reunía en una plaza pública que servía también de mercado. Allí se decidían la paz, la guerra y otras cuestiones de interés colectivo. Si la tribu era gobernada por un rey, allí era elegido el monarca. Las decisiones eran tomadas por todo el pueblo, que «rechazaba una proposición por medio de murmullos y la aceptaba agitando las armas».

La guerra de Germania.

La lucha entre romanos y germanos estalló en el reinado de Augusto. La suerte fue al principio muy favorable para los romanos: Roma penetró cada vez más en Germanía, consiguiendo mover la frontera boreal de su imperio hasta el Elba, frontera más fácil de defender, desde luego, que la larga línea formada por el Rin y el Danubio.

La dominación extranjera provocó la rebelión. Si los lusitanos tuvieron su Viriato y los galos su Vercingetórix, los germanos hallaron en su joven príncipe Herrmann (en latín, Arminius) el adalid capaz de enfrentarse con los romanos. Había servido en los ejércitos de Roma con distinción y llegado a ser familiar del procónsul romano Varo, prototipo del mediocre vacilante, tan lento en el pensamiento como en la acción. Augusto lo había enviado a Germania para convertirla en provincia romana; Varo se comportó como si el país ya lo hubiera sido siempre. Para administrar justicia a los germanos, no se basó en sus propias leyes, sino en el derecho romano, del que los germanos no tenían idea. Se hizo odioso por no escatimar nunca las sentencias de muerte,que el derecho germánico sólo aplicaba a delitos gravísimos. Los germanos se rebelaron y los jefes de varias tribus, a las órdenes de Arminio, iniciaron las conjuraciones.

Varo, al frente del grueso de su ejército (30.000 hombres), penetró en las colinas y marismas del bosque de Teutoburgo, al oeste del río Weser, para domeñar a una tribu sublevada; allí un príncipe germano, suegro de Arminio -suegro a pesar suyo, diríamos, pues Arminio había raptado a su hija, a la que obligaban a casar con otro jefe de la
tribu-, lo enteró de la conjuración fraguada.

Este informe debiera haber sacado a Varo de su cansina indiferencia. Al día siguiente ocurrió la catástrofe. Arminio abandonó de súbito el campamento de Varo, se puso al frente de sus hermanos de raza y sorprendió a los romanos. Varo, ante el pánico general, no pudo contener mucho tiempo las tropas. Perdiéronse la disciplina y el ardor combativo: el ejército, ya sin cohesión, entabló una batalla desesperada que duró dos o tres días. Los últimos encuentros se desarrollaron bajo una lluvia torrencial; un huracán de inaudita violencia derribaba los árboles sobre los combatientes. Las legiones romanas quedaron aniquiladas casi por completo.

Ocurría ello en 9 a. C. Varo, herido de gravedad, se suicidó. Augusto
no perdía nunca la sangre fría, pero la derrota de Teutoburgo lo desesperó. Rasgóse los vestidos gritando enloquecido: Vare! Vare! redde mihi legiones! («¡Varo!, ¡Varo!, ¡devuélveme mi legiones!»). Roma había perdido los territorios recién adquiridos por Druso, entre el Rin y el Elba. Augusto no hizo ningún esfuerzo por reconquistarlos. En lo sucesivo, el Rin y el Danubio volvieron a ser las fronteras imperiales. César había llevado el imperio hasta el Rin; Augusto lo fijó en el Danubio. El emperador se mostró también jefe avisado y prudente general al consolidar las fronteras adquiridas, renunciando a todo riesgo inútil. Augusto no puede ser tachado de belicista o imperialista. No retrocedía ante las guerras inevitables, pero no entabló ninguna superflua.

La vida familiar del emperador.

A Augusto le afectó toda su vida una salud delicada y, a no ser por sus inagotables recursos de personalidad, no hubiera podido superar todas sus desgracias familiares.

Augusto se casó tres veces. Su segunda esposa le dio una hija, Julia, célebre por su extraordinaria belleza. El emperador no tuvo hijos de su tercera mujer, la inteligente Livia, aunque ella tuviera dos de un matrimonio anterior, Tiberio y Druso. En una época de tanta inmoralidad, Livia fue un ejemplo de fidelidad conyugal, pese a los escándalos de su esposo. Livia se vengó sólo con sus actividades políticas.

Augusto nunca se atrevió a oponerse abiertamente a Livia, aun menos cuando ambos entraron en años. Corría el rumor que Livia preparaba el camino del trono para sus hijos. Augusto había escogido como sucesor a su sobrino Marcelo, joven amable y de gran talento. Descendía de aquel Marcelo al que se llamó «la espada de Roma». Augusto había casado por eso a Julia, de catorce años de edad, con Marcelo, pese a las protestas de Livia. El muchacho, empero, murió a los veinte años. Todo el pueblo romano lo lloró. Se acusó a Livia de haber intervenido en la muerte de Marcelo, sospecha compartida por la madre de la víctima, hermana de Augusto, que consagró el resto de su vida al dolor y a guardar un odio mortal hacia Livia.

El segundo heredero del trono fue Agripa, amigo de infancia de Augusto. El emperador compartió el poder con él haciéndole tribuno de la plebe y dándole la mano de Julia, después de su duelo. Ésta tenía diecisiete años entonces: muy bella y ávida de placeres, se vio casada de pronto con un caballero de la edad de su padre. Su marido se percataría pronto que Julia no era mujer que se dejase encadenar.

A Augusto lo sorprendió también la muerte de este segundo yerno suyo. Pero Agripa dejaba tres hijos varones y el emperador se consolaba pensando que alguno de ellos podría sucederle. Pero el segundo murió de súbito a la edad de diecinueve años; como antes, corrió el rumor que Livia lo había envenenado. Las conjeturas aumentaron al perecer el hijo primogénito de Agripa pocos años después; con todo, no existía prueba alguna. Quedaba vivo el menor, pero se portaba muy mal y Augusto se vio compelido a desterrarlo a una isla desolada. Apenas exhaló el último suspiro el viejo emperador, su único nieto superviviente fue apartado de la sucesión al trono y murió ese mismo año 14. Se ignora quién dio la orden, si Augusto, Livia o Tiberio.

Eliminados los hijos de Agripa, el camino del trono quedaba libre para el mayor de los hijos de Livia: Tiberio, hombre de 56 años de edad, fuerte, serio y de carácter concentrado.

Tiberio había asumido el año 4 el mando de las operaciones en
Germanía y las había llevado a buen término, igual que antes su difunto hermano Druso. Tiberio cumplió con energía y a conciencia todas las misiones que se le confiaban, ganando prestigio de valiente y notable general. Pero Augusto no sabía manejar a este hijastro reconcentrado. Para unirlo más a su familia, Augusto le mandó repudiar a su mujer, de la que estaba enamorado, y casarse con Julia. Tiberio no congenió con ella y se volvió aún más sombrío. Julia se vengó, con su desordenada vida, de aquel padre que sacrificaba su felicidad a los imperativos de la política. Augusto aguantó indulgente sus desarreglos; decía a veces, con triste humor, que sus dos hijos Roma y Julia le preocupaban mucho. Por fin se vio obligado a recluirla en un islote encantado frente al litoral de la Campania. Tras la muerte de su padre, al que no sobrevivió mucho tiempo, Julia sería tratada aún con mayor severidad por su marido.

«¡Así, pues, aplaudidme!».

Mapa del imperio Romano año 14 d.C.
Conquistas del Emperador Octavio Augusto.

Augusto había visto desaparecer uno tras otro a sus hijos y nietos. Se encontraba solo, envejecido, como un árbol al que se le arrancan las ramas.

Pero el tiempo cura todas las heridas, y cuando el anciano emperador sintió cercano su fin, dícese que reunió a sus amigos en torno a su lecho de muerte y les pregunto: «¿He desempeñado bien mi papel en el teatro de la vida?». Le respondieron afirmativamente y se sintió feliz por ello. Para romper la tensión de aquellos momentos, citó la frase con que los actores romanos terminaban su recital: Plaudite! («¡Aplaudid, pues!»). Augusto se despidió de los suyos y se extinguió apaciblemente. Tenía casi setenta y seis años. Sila y él fueron los dos únicos protagonistas de aquella época revuelta que fallecieron de muerte natural.

La posteridad considera a Augusto como el emperador romano ideal. En la larga serie de soberanos fue uno de los pocos y raros casos a quien el poder supremo ennobleció en lugar de corromperle. Cuando pudo dar rienda suelta a sus pasiones fue cuando las mantuvo más a raya. Constituye un ejemplo del influjo positivo que puede ejercer un alto cargo sobre un hombre y cómo puede conferirle una auténtica humanidad. Aunque se atrajo la admiración de su época y de la posteridad, no concitó el amor de sus contemporáneos. Su bondad parecía forzada; procedía más de su inteligencia que de su corazón. Augusto necesitaba esforzarse para aparecer natural y espontáneo. Ni siquiera improvisaba sus discursos; siempre leía textos minuciosamente preparados.

Como hombre, era la antítesis exacta de César, su gran homónimo. Augusto carecía del genio que permitía a César arrastrar a los hombres aun a pesar suyo. Pero sí no era tan buen conductor de masas, sobrepasaba a César en inteligencia. Su carácter se leía en los rasgos regulares de su rostro, en sus ojos claros y penetrantes. El rostro de un hombre que no traicionaba nunca el fondo de su pensamiento. Su voluntad inquebrantable trasparecía en su boca, pequeña y firme.

No era una personalidad del todo simpática, pero ello no impidió que trabajase incansablemente por su pueblo. Para conseguirlo, la condición esencial era escoger el justo medio: lo hizo Augusto y le permitió hacerse dueño del mundo a los diecinueve años, y conservarlo durante cincuenta y siete: hasta su último día. Había comenzado su carrera política entre el caos y la anarquía: a su muerte, legó un imperio a Roma. Augusto fue un «funcionario de alto! vuelos» y, como tal, creó un tinglado político que funcionaba con rara precisión, apoyado en sólidas bases económicas. Sin embargo, no fueron sólo la prudencia y la moderación las únicas razones del éxito de Augusto. Otras eran las circunstancias que habían rodeado a su tío abuelo César. En tiempos de Augusto «ya no existía un solo romano, por así decirlo, que hubiese conocido la República», afirma con sobrada razón el historiador Tácito.

Los emperadores romanos pudieron mantenerse en el trono durante cuatro siglos; a pesar de sus innumerables errores, gracias a las estructuras políticas elaboradas por Augusto.

Retrato antiguo de un hombre y portada de un libro
Profesor Carl Grimberg y la portada del tomo III de su Historia Universal.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO VI INTERMEDIO REPUBLICANO – IMPERIAL. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.

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