VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO V LOS TRIUNVIRATOS, JULIO CÉSAR. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.
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Romance de Marco Antonio y Cleopatra.
Mientras Octavio luchaba contra Sexto Pompeyo y administraba Roma, Antonio trataba de poner orden en los territorios orientales. A su modo. Coronado con hojas de parra y un tirso en las manos, recorrió Asia menor entre orgías desenfrenadas, aclamado en todas partes con el nombre de Baco. Cleopatra invitó a este Baco a su mesa. Llegó, vio y fue vencido. Desde el primer instante, el rudo Antonio quedó hechizado por esa encantadora aparición y cegado por el esplendor de su corte.
En brazos de Cleopatra, Antonio olvidó todos sus deberes de gobernante. La inteligente egipcia gozó dominando al coloso como a un perrillo. Antonio repudió a su fiel esposa Octavia, hermana de Octavio, divorcio que tuvo para las relaciones entre los triunviros idénticas consecuencias que tuviera antaño la muerte de Julia para las de César y Pompeyo. Y como Craso, eliminado por muerte violenta en el primer triunvirato, también el insignificante Lépido quedó excluido del segundo. En realidad, no hizo nada, pero sirvió de comparsa. Octavio lo despidió sin miramientos cuando supo que Lépido había negociado secretamente con Sexto Pompeyo para apoderarse de Sicilia.
Caído Lépido, Octavio y Antonio se hallaron frente a frente. «¿Y por qué tengo que compartir el poder con este licencioso libertino?», se preguntaba Octavio. Por otra parte, Cleopatra impulsaba a Antonio a convertirse en único dueño del imperio, con Alejandría por capital. Los romanos llegaron a detestar de tal forma a ambos, que Octavio pudo en 31 a. C. convencer al Senado que declarara la guerra a la reina y desposeyera a Antonio de todas sus funciones y dignidades.
Entablóse en el mar una gran batalla, cerca de Accio (extremidad sur del litoral del Epiro), donde Antonio pagaría muy caras sus flaquezas con la bella egipcia. Cuando el combate naval estaba en su auge, se vio a la nave almirante de Cleopatra enarbolar bandera púrpura, señal que ordenaba la retirada a la flota egipcia que no había tomado parte en la batalla. Antonio creyó que la flota tolemaica lo abandonaba por orden de Cleopatra. Temió una traición de la reina y se lanzó en persecución de los fugitivos. Las fuerzas de Antonio quedaron sin mando y el valiente Agripa consiguió para Octavio otra victoria decisiva.
Egipto provincia romana.

Al acercarse a Alejandría, Cleopatra adornó con laureles la proa de sus barcos. La música entonó himnos de victoria y los navíos entraron en el puerto entre vítores populares.
Luego, Cleopatra invitó a todos los nobles y ciudadanos más ricos de Alejandría a un banquete para celebrar la victoria. Temiendo las reacciones de sus convidados al saber la verdad de lo ocurrido y para evitar eventuales rebeliones, mandó asesinarlos a todos. Después, con ayuda de Antonio, consagró todas sus fuerzas a preparar la defensa de su reino. Luego, se entregaron ambos a orgías desenfrenadas, como si cada día fuera el último que les quedaba de vida. Insinuaron negociaciones a Octavio mientras intentaban desembarazarse de él. Pero Octavio era demasiado inteligente para caer en el lazo. Los negociadores de la reina tantearon las disposiciones del vencedor, ofrendándole los preciosos tesoros de Cleopatra a condición que ella no recibiera daño alguno, y proponiendo por último, con e: mayor secreto, entregar a Antonio.
Octavio fingió dejarse tentar por la proposición, pero exigió la muerte inmediata de Antonio, punto respecto al cual se negó a la menor concesión. Cleopatra no perdió el valor; pese a sus cuarenta años, tenía aún fama de irresistible y se lo creía. Había seducido ya a dos romanos, y no insignificantes: ¿por qué no embelecaría al tercero?
Pero el tercero no tenía intenciones de dejarse cautivar. Iba a Egipto a imponer su voluntad y no para someterse a la de Cleopatra. Octavio sabía lo que quería. Además, con el tiempo, las cosas se ponían cada vez más de su parte: cada día se pasaban soldados de Antonio a su campo. Pronto se percató Antonio de la situación. Desde una altura cercana a Alejandría asistió a la defección de su flota: al primer contacto con la de Octavio, los navíos saludaron con sus remos al mando enemigo y entraron juntos en el puerto todos los navíos. La caballería galopó hacía las líneas de Octavio; la infantería fue vencida con facilidad. Fuera de sí, el desgraciado se precipitó al palacio real convencido que Cleopatra lo había traicionado una vez más.
Octavio se acercaba implacable. Le era imposible huir. Antonio tenía que actuar rápido si no quería caer vivo en manos de su enemigo; ordenó a uno de sus fieles esclavos, Eros, que le diera la muerte. Nada tenía que esperar Antonio de la vida. El esclavo sacó su espada, la hundió él mismo en su propio corazón y cayó a los pies de su amo: «Bien hecho, Eros, bien hecho—exclamó Antonio—. Has dado a tu amo el ejemplo de lo que debe hacer». Dichas estas palabras, se clavó su espada en el pecho.
Cleopatra había reunido en su palacio un deslumbrante tesoro de oro, plata, piedras preciosas, perlas. Si Octavio empleaba la violencia, Cleopatra desaparecería con sus tesoros y pegaría fuego al palacio. Octavio quería impedirlo a toda costa. Tenía necesidad de las riquezas de Egipto y quería llevar a Cleopatra a Roma: una cautiva tan encantadora realzaría su triunfo. Así, un día apareció en el aposento de la reina un enviado de Octavio. Espantada, Cleopatra blandió un puñal y quiso darse muerte, pero el romano la desarmó en el acto. La trató como a una reina. Podía permanecer en su palacio, aunque prisionera.
Cleopatra decidió entonces tentar su última posibilidad y pidió una entrevista con su vencedor. Octavio acudió. «La reina del Nilo» recibió al hijo adoptivo de César en una sala espléndida, adornada con retratos y estatuas del dictador. Sobre un lecho, ligeramente vestida, esperaba la seductora de César y de Antonio. Al entrar Octavio, se levantó de un salto, arrojóse a los pies del romano y le pidió perdón con voz temblorosa. Octavio la llevó a su diván y sentóse en una silla, junto a ella. Cleopatra tenía muchas cosas que decirle: le habló de César, su padre adoptivo, su gran amor. El único responsable era Antonio, que la había obligado a hacer la guerra al hijo de su héroe. Como Octavio seguía escéptico, recurrió una vez más a las lágrimas y los ruegos. Pero el vencedor no se dejaba impresionar, sentado en su sitio, imperturbable: prometió salvarle la vida y darle buen trato, pero sin denominarla reina, llamándola mujer simplemente. Terminada la entrevista, Octavio dejó a Cleopatra custodiada. Ella pareció resignarse a su suerte.
Cesarión, el hijo de Cleopatra, entonces de diez años de edad, convirtióse en prisionero de Octavio. La reina aprovechó los últimos meses de su agitada vida para proclamarlo rey de Egipto. Octavio no quiso correr el riesgo de dejar a Cesarión en el país. También era peligroso llevarle a Italia, pues se parecía a su padre y podría atraer
todas las miradas. Por tanto, debía morir.
Un fiel servidor informó a la reina que el vencedor quería llevarla a Roma, y entonces comprendió el destino que le esperaba. Prefería morir a caminar ante el carro del triunfador, con los pies encadenados e insultada por el populacho.
Un día hallóse muerta a Cleopatra tendida en su lecho real, con manto ornado de oro y diadema en la frente. Junto a ella, dos esclavas; una, muerta a los pies de su señora, la otra agonizando. Nadie pudo decir cómo se desarrolló el drama. El cadáver de la reina no presentaba huellas de violencia. Corrió el rumor que se había dejado morder por una serpiente venenosa.
Fueron obligados a desfilar, en el triunfo de Octavio, los hijos de Cleopatra y Antonio, con otros seis egipcios de sangre real. La pequeña Cleopatra Selene se casó después con el rey Juba de Numidia y obtuvo de Octavio la autorización para llevarse a
su hermano al África.
El botín tan enorme que Octavio había acarreado desde Egipto hizo descender bruscamente a un tercio los tipos de interés vigentes en la capital.

VARLDHISTORIA, TOMO III ROMA, CAPÍTULO V LOS TRIUNVIRATOS, JULIO CÉSAR. POR CARL GUSTAF GRIMBERG.



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